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Año 1977: Leo Brower acaba de tocar el Concierto de Aranjuez para guitarra de Joaquín Rodrigo con la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por Manuel Duchesne Cuzán. Los aplausos son atronadores. Después de dos salidas apresuradas, Leo regresa acompañado por el director regordete (pareciera más un funcionario que un músico). Saludan y acto seguido desaparecen por el lateral izquierdo. Aumentan los aplausos, prolongandose por medio minuto. Aparece entonces la delgada figura, vestida de negro, cuello de tortuga, pantalones campanas y botines lustrosos. Se dirige al centro del escenario. La carota de pómulos salientes y labios gruesos adornada con espejuelotes negros de carey. Pelo largo, negro y brillante. Manos largas de dedos refinados acariciando el instrumento delicadamente.
Leo no toca la guitarra como otros virtuosos del momento: Yepes parece violarla, Julian Bream la porta como si lo incomodara, John Williams la exhibe cual condecoración militar. Otro negocio con Leo, embrollándose al maderamen, tanteando la tablazón entre pecho, rodilla y pierna. El brazo derecho se mueve como si dirigiera una sección invisible de violines; la mano pendiente de cada traste y rápidos ajustes a la clavija. Afina. Silencio absoluto.
Pespuntea los acordes del arreglo suyo de La fille aux chevaux de lin de Debussy (tan original como el de Heifetz para violín y piano). Le sigue la melancólica La plus que lente.
Ahora Leo otorga al silencio tanta importancia como el sonido. Entre frase y frase, delicada cascada modal a lo escala Slendro;
elegancia neoclásica cerca del diapasón, y sul ponticello de pronta casi aleatoria de son montuno broweriano.
La música fluye, cada frase pensada, cada nota cristalina. El intérprete desafía la gravedad y se eleva hacia las nubes, fuera de la Habana gris y apuntalada, de represiones y concentraciones multitudinarias. A no ser por alguna que otra débil tos contagiosa, parece quevedianamente que soñamos.
Aquella noche y aquel encore Brower-Debussy, entre sacro y profano de notas arcanas y alquimia decimonónica en la oscuridad del teatro pudo ser la escena de éxtasis musical en una simple tela vetusta y oscura, imaginada por Eugène Carrière.
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