viernes, 21 de abril de 2023

La guerra y la paz


alFredoTriFf

Estamos en guerra. Oh, la guerra, ¡qué horror! 

Primero, está el odio en la guerra. Sin odio le hubiera sido difícil a Hitler invadir la Europa no aria del este, o a Japón, masacrar la población china. No digo ya odio, sino simplemente indiferencia. Sin ella hubiera sido más difícil a los franceses invadir España en el siglo XIX, pese a que ambos países eran aliados compartían una alianza religiosa (sin mencionar la sobrada hispanofilia del francés). 

Está también la apatía. Sin ella los bombardeos americanos en Vietnam no hubieran ocurrido. También está la certeza que nuestra causa es justa. No hay dudas que hay causas justas, pero lo justo siempre se hace más difícil cuando se analiza fríamente.

La guerra siempre ha existido. Es hecho constante; el sudor de la humanidad. La historia como secuencia interminable de guerras, grandes, medianas y pequeñas. 

Cada especialista la justifica. Está la perenne circunstancia política, si hacemos caso a von Clausewitz; o la violencia inherente al humano, si seguimos la tesis de Durkheim. Desmond Morris lo lleva al plano evolutivo, cuán cerca estamos de ese sentimiento atávico de territorialidad. En algo nos parecemos al resto de animalia. Compartimos su celo por la hembra (que por Helena los espartanos y troyanos pelearon a morir). 

Hay teóricos que sostienen que la guerra en su forma moderna fue concebida como un instrumento táctico a ser usado cuando los intereses vitales del estado estuvieran en peligro. De acuerdo a este criterio, la guerra lejos de servir el ideal de soberanía, le apuesta a las ideologías más diversas. Las guerras religiosas del siglo XVII asemejan grandes proyectos, de la misma manera que lo fueron la escatología nazi o comunista. 

¿No indica esto que deben haber guerras sin razón aparente? 

Para muchos en el siglo XIX, las guerras napoleónicas tenían ese viso absurdo y fueron consideradas por un tiempo las mayores guerras de la humanidad (de ahí esa larga explicación contra la guerra, escrita por Tolstoi, en en último capítulo de La guerra y la paz).

¿Por qué no aceptar la guerra como un hecho necesario? La mejor explicación a esa tenue coexistencia entre lo animal y lo humano.

¿Y la cultura? Sí ¡qué linda la cultura!

¿Puede concebirse un estado perenne de paz? ¿No contradice la inducción convincente de millones de años de lo mismo? 

Propongo algo difícil. La paz no es un estado como tal, sino un vacío de lo otro. 

Paz es ese espacio entre dos guerras, la que pasó y la que acecha y nos toma por sorpresa.

¿Demasiada paz? Sin contradicciones, se hace anómica, la gente se acomoda, incluso se corrompe. 

La paz se conoce a través de su falta. Y aunque la paz es siempre preferible, sería peligroso adoptar la paz a todo costo (en particular si el precio de esa paz lleva el oprobio de la cobardía por debajo de la mesa).

martes, 11 de abril de 2023

El atletismo del régimen castrista y el «hombre nuevo» en Cuba*

 


Ángel Velazquez

En la novela futurista El último hombre de Mary Shelley, publicada en 1826, se menciona el concepto de «huida del tiempo y espacio secular», que resuena en los instintos ascéticos y morales de la sociedad venidera. Sin embargo, antes de la anacoresis del «hombre último» en 2070, aparece la idea del «fin de la historia y el último hombre». 

En esta utopía moral, las contradicciones son eliminadas por el triunfo del capitalismo y las democracias liberales tras la caída del Muro de Berlín. Sin embargo, el adelanto hacia la liberalidad y la «huida» muestra que el último hombre siempre está en camino de regreso. En cambio, la aprensión de Nietzsche sobre el último hombre revela la forma genealógica y permanente de la existencia moral. En la afirmación nietzscheana, último hombre significa acceder a la pusilanimidad y el estoicismo en el «gran cambio ético» o la «transformación revolucionaria». Esta última variante se convierte en un campo para la competencia en la que se encuentran contenidos bajo la forma de sumisión y poder. 

¿Por qué somos conformistas? ¿Por qué no podemos hacer más de lo que hacemos habitualmente? 

El último hombre nietzscheano no busca crear dependencia del historicismo en el sujeto, sino descubrir hasta qué punto la estructura del orgullo y la voluntad han sido rebajadas a la más cruel displicencia. Es por eso que Zaratustra, el hombre de las alturas, pronuncia aquella frase fatídica cuando se dirige al pueblo: «voy a hablarles de lo más despreciable: del último hombre». 

Aunque compite, el último hombre es un perdedor. Esta displicencia está enraizada en la profecía martiana «Con todos y para el bien de todos», que reduce al sujeto al «bien común». Si se tiene que elegir entre la fuerte y la débil en el campo de la competencia ética de la condición cubana, es mejor optar por la trascendencia del bien. Bajo la combinación retroalimentada entre «yo puedo hacer» y «me permito dejarme hacer», la indolencia comienza a dominar el escenario existencial del hombre transformado. 

Es en este contexto que aparece el laboratorio ético de la Revolución cubana y el «hombre nuevo». En este caso, el intercambio de fuerzas thymóticas no es casual, ya que durante la competencia se crea un espacio propicio para el ejercicio ascético en pos del «bien común», lo que puede resultar en una actitud dogmática y hasta dolorosa. Una definición plausible, abstracta y capaz de capturar la fenomenología de la Revolución y el castrismo podría ser: la revolución transformada en castrismo constituye una forma técnica de biopolítica estatal para el último hombre, una reproducción demográfica cuyos miembros son pasivos, integrados o transformados en algo nuevo, dejándose informar, entretener, edificar, representar, chantajear y engañar. 

La retroalimentación efectiva que se produce entre las necesidades del Estado para «hacer» y la forma en que el sujeto competente recibe, despoja al individuo de su orgullo. En esta zona de la biopolítica estatal revolucionaria, la domesticación castrista establece un «campo» o «campamento» para entrenar a los últimos hombres en hombres nuevos. A pesar de ello, la ingenuidad ideológica de los ideales ascéticos espirituales en la historiografía cubana hace que se pierda de vista la forma ascetológica deportiva mediante la cual se institucionalizó el castrismo en Cuba. 

¿Qué son las UMAP, ESBUS, CDR, FMC, UJC, las Escuelas de cuadros del Partido y la UNEAC sino campamentos para entrenar al último hombre en su fase revolucionaria? La represión, la humillación y la dominación no son los únicos elementos coercitivos que definen el castrismo, cuyas maniobras estrafalarias ocultan con sorprendente rigor el espacio de confluencia entre el Estado y la sociedad civil, establecido en gran medida por la competitividad mutua entre entrenadores e instruidos. 

Se reproducen «hombres disciplinados» moralmente en serie, independientemente de su orientación sexual, ideología política, condición social o patriótica. El «hombre nuevo» estaba destinado a convertirse en la forma de vida del «hombre sometido a la intervención quirúrgica del otro», incitado en la escena de un campo de competencia panóptico. 

En este sentido, podríamos entender mejor aquel eslogan primigenio y revolucionario de los años sesenta que todavía se lee en algunas paredes de los estadios de béisbol en Cuba: «el deporte, derecho del pueblo». El derecho a sobrevivir en un campo de competencia extremo y educativo.

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*Fragmento del primer capítulo del libro Totalitarismo en Cuba: Castrismo cultural y el último hombre, (segunda edición, Exodus, 2022).