martes, 8 de noviembre de 2022

Prólogo para La soledad histórica y otros ensayos de Enrique Patterson

(Foto: Rosie Inguanzo)

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La soledad histórica y otros ensayos (Enola Publishing, 2021) de Enrique Patterson es un libro audaz, conversado en voz alta. A contracorriente de la historiografía republicana primero y la castrista después, el autor cavila y defiende la voz de la identidad de la nación negra. Voz que, pese a su justo reclamo, ha sido históricamente excluida y pospuesta por las élites del poder. 

El libro invita al lector a una discusión íntima y abierta que cuestiona dos siglos de historia. Por sus páginas desfilan corrientes definitorias de la nacionalidad como el reformismo, el autonomismo, el abolicionismo, el anexionismo, y más tarde, el independentismo. Aprendemos que desde la fundación de la república dos naciones quedaron deslindadas una de la otra. Les invito a examinar algunos puntos descollantes del libro. 

“La revolución de ‘Fuera del Juego’” contrasta las voces de Heberto Padilla con la del máximo líder. Éste arremete contra el poeta armado con la palabra. Patterson defiende una dialéctica de la burla que nos recuerda el cinismo de Diógenes de Sinope. Presenciamos la lucha de lo poético contra lo veterotestamentario, la metáfora contra la metonimia, la conciencia crítica contra el dogma, el choteo contra la parsimonia. La dialéctica de la burla sacude la realidad para que esta se muestre tal como es. Para nuestra sorpresa la metonimia evangélica del máximo líder pierde; trinchera ideológica que Patterson denomina, con bienvenida dosis de humor, “castrianismo”.

Patterson expone la banalidad de las promesas; recuérdese la consabida cola por “una magra ración de pan y tres boniatos” que, “una vez desinfladas, quedan apuntaladas a punta de pistola”. El autor defiende a Padilla como la “síntesis iluminadora … en el marasmo de movimientos históricos”. Escribe desde el pragmatismo crítico: “El poeta se propone encarnar la poesía en su realidad histórica, convertirla en instrumento de conocimiento, foro de discusión, reflexión sobre el destino humano”. 

En “Lezama: La torre de marfil” el escritor aparece cual Parménides discurriendo ideas imperecederas. Apuntando coincidencias, Lezama se refugia en la religión estética tanto como Castro se acoge a la religión política. Patterson anota contingencias no tan aleatorias. Para Lezama y para Castro, Martí resulta imprescindible: según el primero es el Cristo cubano; de acuerdo al segundo Martí es el autor intelectual del ataque al Cuartel Moncada (añádase que los tres: apóstol, poeta y máximo líder, son abogados). 

En este punto hace entrada el “problema negro” y Patterson apropia el lema mañachiano de que Cuba es “un estado sin nación”, para sugerir que el proyecto nacional criollo –blanco, entiéndase— es letrado, no histórico. El nacionalismo criollo se refugia en la literatura (de la historia), mientras que la historia real (la independencia, por ejemplo) recae sobre el negro. 


El autor se cuida de resbalar en el presentismo historiográfico de principios de la revolución (seducida por el argumento clasista marxista), y la ideología identitaria tan de moda en estos días. Hay que decir que en ningún momento Patterson reprueba a Martí o a Ortiz desde una posición de superioridad histórica o racial (lo que sería un pecado crítico). Por el contrario, elogia las figuras que critica. A Martí por la contribución humanista e independentista; a Lezama por su poética; al Ortiz que descubre un nuevo Ortiz; a Mañach por la cubanía cándida. Incluso a Arango y Parreño por la racista “agudeza sociológica” (sin ironías). Lo que reprocha a todos es la ceguera, de lo que sí podían ver el periodista negro Rafael Serra o Lino D’Ou a principios del siglo XX. 

El ensayo “Cuba: discursos sobre la identidad” elucubra imaginarios en pos de la nacionalidad. Rebate el estereotipo del negro “como esclavo, mambí, miliciano, deportista y héroe nacional del trabajo”. La historia que nos llega de Cuba es rechazo a lo inexorable; Patterson responde: sin el negro no hay nacionalidad. ahí procede el dilema agónico de las élites criollas: “convocar a la vez que excluir”. Los reformistas inventan el “miedo al negro”, los abolicionistas usan la magnanimidad desde la superioridad que el autor llama “igualdad por salvedad”; algo que el negro debe agradecer. El anexionismo imagina una Cuba calco del sur esclavista de la Unión Americana. Salvando distancias, Céspedes es un Arango y Parreño abolicionista. Superponer personalidades que comparten lo no aparente, es divertimento cínico de Patterson.

Llegamos entonces al Martí independentista de “Mi raza”, cuya tesis humanista eleva al negro a la categoría de ser humano, a la vez que lo deslinda de su raza. Queda articulado en el juicio del apóstol: “Los negros están demasiado cansados de la esclavitud para entrar voluntariamente en la esclavitud del color”.

El Ortiz temprano legitima el lema de Arango y Parreño: “todos los negros son salvajes”. Ironías de la historia: Hampa Afrocubana: Los negros brujos (1906) sirve, a pesar de Ortiz, de pivote para el segundo Ortiz. El concepto de “mala vida” indica una inclinación determinada no por la raza, sino por la cultura. Cuando el crimen alcanza tanto al negro como al blanco, la etnología le ha subido la parada a la antropología. Este hallazgo de una aguja en el pajar de la “mala vida” es todo de Patterson. Y es presentado cualitativamente como diferente al polo excluyente de Arango y Parreño, o el humanismo abstracto de Martí.

“La soledad histórica” es un ensayo atrevido y expansivo. Hay soledades sociales (del negro en este caso) que parten de una falta de “conciencia de sí”. La voz que se indaga no es la de un yo pienso cartesiano, sino un somos, eco de la comunicación con otros, el resultado de recibir y transmitir información. Patterson no requiere que la soledad histórica sea meramente “insolidaridad”. En el caso del negro, la información la subyace un entorno informativo que propicia el acompañamiento. Se afirma que no hay mensaje sin receptor. O también –lo que es más difícil de asimilar— si no se recibe como un “auto acompañamiento”.

Veamos. El negro llega sin universalidad, y casi “se hace negro” a la llegada al nuevo mundo (Patterson admite que no hay negro entre negros). Alguien sostendría que el negro como tal, tiene conciencia de sí. Patterson diría aún no. Son muchos grupos diversos, arrancados de culturas específicas, que sin embargo no tardan en auto reconocerse. El “auto-acompañamiento” empieza en los cabildos, tradición que continua con las conocidas sociedades negras durante 58 años de república. Es en el eco de estas sociedades que el negro establece su universalidad.

El autor da la cara a una pregunta durísima: ¿Por qué el negro se traga el cuento de la Revolución si ya había una voz con historia desde sí mismo? La respuesta es atrevida. El “estado dramaturgo” castrista ejecuta una puesta en escena superlativa, performance social que conlleva una “tachadura” de la voz del negro (desde el concepto de raza), suplantándola por otra de “logros” sociales. El dogma castrista asevera que en una sociedad sin clases donde el negro ya ha obtenido logros, la raza queda reducida a un atributo cultural significativo, sí, pero no esencial.

Irónicamente, la opinión pública internacional adoptó el discurso del “estado dramaturgo” que se luce de haber logrado, “por primera vez en la historia y en un tiempo brevísimo, eliminar el racismo que había persistido por siglos”. Triste epílogo para la historia del negro en Cuba, extendiéndose hasta San Isidro y sus negros presos, luego de más de 60 años de castrismo. Pragmático al fin, Patterson evita optimismos ilusorios y pesimismos recelosos. Sin soluciones mágicas, La soledad histórica apunta a una nación negra que continúa rehaciendo su camino. 

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