JR
Se ha celebrado
por todo lo alto el Día Internacional de la Croqueta, esa receta que algún día
nos inventaron los franceses para deleite de la merienda rápida. Se le atribuye
la iniciativa a Louis de Bechamel, responsable del menú del rey Luis XIV. Pero,
los historiadores afirman que fue el chef Antoine Carmenere quien le dio
acabado a la idea al recubrir la fritura de la masa bechamel con una capa
crujiente. Y, bueno, hay más hipótesis que la remiten a los cocineros
florentinos del siglo XVI.
Lo cierto es que
en Cuba, desde que tengo uso de razón, la croqueta tuvo un lugar especial en el
consumo nacional. Se dice que ya muy temprano en el siglo XX, introducida por
los españoles, invadió el paladar cubano para no abandonarlo jamás.
Mi madre preparaba la masa bechamel pero mezclado con la textura proteica. Picadillo si eran de carne. Les aclaro que estoy hablando de la década del sesenta AOF (antes de la ofensiva revolucionaria) del siglo pasado. Hebras de pollo si eran de pollo, o bacalao, si eran de bacalao. Mi padre decía que una croqueta a base de bechamel nada más no era croqueta. Y recuerdo que la preparación de la hebra era tan especial como la bechamel. Tenía su rollo. El viejo le dedicaba tiempo y secretos.
Con los años la croqueta, a falta de carne, fue sustituyendo en Cuba a la popular frita. Y la historia de la receta fue evolucionando a la par de la degradación del status quo de la sociedad cubana bajo la dictadura. Antes de su definitiva decadencia, una de las más famosas eran las de la cafetería La Cocinita cerca del Hotel Riviera, en la época en que todavía te servían ketchup en la mesa.
En la medida que faltaban ingredientes fundamentales y el componente proteico desaparecía, la croqueta en el territorio nacional asumió las variantes más insospechadas. No obstante, fue adquiriendo cada vez más protagonismo, no tanto para la alimentación, como para mitigar la sensación desolada del estómago.
Croquetas hechas de harina por dentro y por fuera. Croquetas grasientas, “enchumbadas” en manteca de manera tal que recubría el epitelio estomacal y lo protegía del ataque de los jugos gástricos del hambre, o de los embates del ron Legendario o la Coronilla. Croquetas concebidas de los materiales más disímiles. Si en Europa desde hace siglos se conocían las elaboradas con patatas, en la Cuba revolucionaria se concibieron de yuca, de boniato, de lentejas, de chícharos, arroz, de quimbombó (con su babita), de cáscara de plátano y de “averigüe usted qué”…Masa cárnica, pasta de oca, picadillo de soya, fricandel y no se sabe cuántos otros pecados inconfesables de la cocina de Satanás.
¿Quién no se acuerda de aquellas croquetas pegacielo, cuya fórmula indescifrable las hacía un manjar propicio para ejercitar los músculos bucales y faciales y nos entretenía durante largo rato en el esfuerzo de despejar con la lengua paredes y conductos destinados a la entrada de alimentos en el organismo humano, sopena de exponernos al susto de una obstrucción respiratoria? No obstante, aquel mortero cochambroso adquirió junto al huevo y los chícharos un rol heroico en la supervivencia del pueblo.
Los que conocimos
en la infancia lo que era una croqueta genuina, nos fuimos decepcionando con su
trayectoria histórica en la medida en que el desastre comunista nos arrojó a la
cuneta.
Por ello, los que nos fuimos, una de las cosas que más agradecemos es poder haber recuperado el encanto de la receta. Acá en Miami, es quizás la presencia más reconocida en las cafeterías de la ciudad. Las hay famosas. La croqueta de jamón del restaurante Islas Canarias, para mí la más representativa en cuanto a elaboración y sabor para el gusto criollo. Las de bacalao de Casa Paco, donde nuevamente nos topamos con la deliciosa hebra. Las de espinacas de Vicky o Gilbert Bakery. Las de prosciutto de Galindo Restaurante. O las cuban-american de Finka.
La más discreta croqueta en Miami es, indiscutiblemente, una croqueta digna. Sana. Está hecha con diligencia y ganas de vendérselas al comensal. Nos recuerda a los cubanos por qué alguna vez se convirtió en patrimonio nacional. No hay nada como paladear su masa saborizada, ligeramente atizada con sal, sin galletitas ni acompañante alguno, para luego degustar un buen café.
¡Ah, croqueta, sabemos que volverás con la fuerza de antes!, junto a todo ese goce usurpado: el de los pastelitos de guayaba, el del son auténtico y la libertad sin racionamiento. Volverás con todo el decoro del plato monárquico, no como te llegamos a ver, ultrajada y adulterada.
Ya los cuentapropistas en La Habana, dicen que la han estado rescatando y la han convertido nuevamente en una oferta apetecible. La van enalteciendo como un monumento con vigencia. Bueno, al final de la jornada, todo lo rescatable espontáneamente en Cuba es un homenaje a los caprichos cortesanos de la otrora metrópoli. Golosina local para cronistas y viajeros. Y son ganas de que el mundo se fije de nuevo en la isla y son trampas para atraer. Tanto para europeos, como chinos, rusos y, sobre todo, para el imperialismo yanqui, un monstruo al que el pueblo en penurias necesita tanto.
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