martes, 3 de septiembre de 2019

La lluvia es una niña de cristal


Rosie Inguanzo

Tin, tin…la lluvia cayó,
ella juega conmigo y con ella yo.
Tin, tin… la lluvia cayó,
con su frescura el aire se perfumó.

Tin, tin… tin, tin…

La lluvia es una niña de cristal azul,
para que juegues tú con ella,
para que juegues tú.

Tin, tin… la lluvia cayó,
ella juega conmigo y con ella yo.

Tin, tin… la lluvia cayó,
con su frescura el aire se perfumó.

Tin, tin… tin, tin, tin... tin, tin...(Teresita Fernández)

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Desde nuestro palomar miamense siento el viento descomunal contra el cristal a prueba de huracanes y me aferro a A. En el pecho una emoción ilimitada, un gozo secreto. ¿Cuántos ciclones no pasé en condiciones precarias y justo frente al mar embravecido? Isleños al fin, los huracanes nos meten el corazón en un puño: el olor a hojas húmedas y flora marchita, la calma chicha que le precede —esa pausa solemne y avizora de las aves—, la sal en la piel, los olores marinos exacerbados. En una isla las inclemencias del tiempo forman parte del día a día. Recuerdo evanescente: Se va la luz y mi madre enciende un guano bendito a Santa Bárbara para que deje de tronar y cesen los rayos. Pero para mí la situación es de fiesta; amenazante tal vez, pero el tipo de peligro que sentimos en un parque de diversiones. Alelados ante el misterio de los relámpagos que transportan, en negativo, imágenes al cielo, el silbido amenazador del viento colándose por las rendijas de las destartaladas ventanas y puertas clavadas, bloqueadas con tablas, butacas y palo de escoba, el agua entrando como si nada, acumulándose en el balcón, y esa voz del aire. Para los niños el viento tiene cara, rostro hermoso en la fantasía nocturna. La lluvia es una niña de cristal, azul.

El viento se disputa todos los pestillos de la casa y una a reír enardecida por los sobresaltos de los mayores. En la mañana a nadar en los charcos de hasta cuatro pies, después de la escampada, imaginando que todos los peces del Acuario —apenas a cinco cuadras de nuestra casa—, los pingüinos tropicales, los delfines y las pasmosas chernas, estarán extraviadas en el barrio debido a los desbordes de las peceras. Pero mi madre nos arrastra del jolgorio a chancletazos, temerosa de los cables eléctricos que quedaron sueltos. Eso del peligro y la inseguridad se aprende después, se sabe desde siempre pero se acepta más tarde, cuando ya no tiene remedio y hemos de dar cara a la vida. Recuerdo la espléndida ciudad mojada y gris y el asfalto plateado: apenas asomaba un vendaval casi no podíamos caminar la calle 23, zarandeados por la fuerza de las ráfagas. Tan flacos éramos y tan mal alimentados estábamos, que para alcanzar la ruta 32 que nos traería de vuelta a casa, teníamos que aferrarnos al poste de la parada de guaguas, frente al Cinemateque. Pero ¡qué bonita es la vida sacudida por el tiempo! Qué bonita es batida por los vientos.

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