martes, 28 de mayo de 2019
Un lagarto en la goma de mi auto
aLfreDo tRifF
La mente alza el vuelo y las cosas se miran entre sí. Unas ven y otras no. Las cosas tienen su misterio, como cuando tropezamos cara a cara con lo desemejante (lo raro del misterio es que se hace familiar). Se enfrenta con un perfil escamoso y parafilético y sobreviene la antipatía que se tiene contra algo sin saberse.
La mirada jurásica viene capciosa y mimética –desde la goma de mi auto, sincera y escueta frialdad. Mirada tan directa que demuda, vigilancia extravagante, ojo a ojo.
Atrevido lagarto que se aventura en la tierra de los gatos.
Por primera vez en mucho tiempo presiento que alguien no disimula. “Soy...” se inquiere en dos direcciones. Seguimos absortos con el universo a las espaldas. Él y yo. Los ojos del lagarto juegan con el latido de la luz, juego que acoteja el hueco del chance.
Un felino entra en escena y se interpone entre los dos. Luego sigue su camino. No el reptil, que ha estado tan cerca del zarpazo, pero nadie podrá verlo (no se mata lo inerme). El gato pausa, se le acerca y casi lo toca con su aliento. Gato receloso, mesurado, sagaz.
¿Lo ve? ¿lo nota? Cada segundo es el pulso de la nada. La presa se petrifica en sí misma. Admiro esa ofidia platitud frente a la faz de la muerte. El reptil deviene fragmento basáltico frígido; hasta su miedo ha muerto.
El felino se replega y el lagarto no se inmuta, excepto su ojo antediluviano, que sigue el movimiento del carnívoro hasta la misma esquina de su cuenca. Ojo a ojo dentro del universo.
Las cosas vuelven a su rumbo refractario y en su perspectiva entran las doce del día, un cielo sin nubes y un sol que raja las piedras.
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