Ernesto González
"Stay with me.. all I need”. -- Sam Smith
Tiempo
Paterson es el nombre de un pueblo de New Jersey donde una vez florecieron industrias. Su principal atractivo hoy es haber sido el sujeto de un poema épico del autor modernista William Carlos William. Paterson es también el nombre del protagonista de un filme que ha suscitado tantas halagos como quejas por aburrimiento. Para otros, sin embargo, Paterson hasta podría ser una especie de estado mental.
Buena parte de responsabilidad de esta (y otras) lectura(s) al alcance del espectador avezado, le corresponde a la meticulosa fotografía de Frederick Elmes, en resultante complicidad con Jim Jarmusch, director y guionista. El tempo del filme requería justamente de esa fuerza visual intimista, donde las capas de significado afloran como a su propio aire. De cara a estos fotogramas, aburrirse es una expresión de incordio del aburrido, en su búsqueda de carcajearse por siempre jamás.
El protagonista de la historia, hermosamente interpretado por Adam Driver, es un hombre de rutinas. Se despierta, chequea la hora en su reloj Cassio de diseño retro, besa a su amada y va a vestirse. En la mesa de noche hay colocada una foto suya en uniforme militar. No hay aquí pesadillas, revelaciones de estrés pos-traumático, ni ninguna pista de secuelas de guerra. Hay, sí, serenidad, y un goce esencial que acaso solo puede navegarse en el silencio.
Maneja un autobús de transporte público mientras observa, y no puede menos que dejar de escuchar, a sus pasajeros. Se encuentra con varios gemelos (¿metáfora de la dualidad?) durante la semana de trabajo recogida por la película. Traduce a versos en su “cuaderno secreto” esas vivencias y cotidianidades.
Su compañero de trabajo es un quejoso irredimible. Paterson lo escucha, pero no le responde con lamentos. El hombre acumula frustración porque necesita otro quejumbroso de las nimiedades. O en su defecto, intoxicar a alguien que comparta y propague su neurosis, y sobre todo la refuerce. En cambio, Paterson a lo más que llega es a mirarlo extrañado y a decir “ok”.
Por las noches saca a caminar a su buldog inglés, aunque no se llevan muy bien. Los celos del animal van a provocar un giro determinante en la trama. Algunas noches lo amarra en la acera de un bar cercano y entra a tomar una cerveza.
Tiene una relación peculiar con el viejo cantinero. Conversan sobre los famosos oriundos del área, y ante la pregunta de si ya tiene teléfono celular, Paterson responde que no. “Sería como una correa”, asegura. “¿Y tu otra mitad?”, indaga el hombre. “Ella me entiende”. “Eres un hombre dichoso”, le contesta el ajedrecista y barman.
Luego de verse obligado a intervenir para evitar un acto de violencia allí, se le ve perturbado, en lucha con algo interior para mantenerse ecuánime. Diversas lecturas paralelas muy bien engarzadas al argumento principal, se desprenden de estas escenas en la taberna. La narrativa se bifurca en varios senderos desde su avenida principal que todo el tiempo es, a no dudar, la condición humana.
Este timonel a cargo de su vida es además un vigilante del tiempo. Está al tanto de él, aunque no con el significado asociado a la productividad o a la diversión. Apurarse para luego matar el tiempo jugando billar no está en su agenda. Disfruta al máximo su interacción desapasionada con la realidad. Aunque en cierto momento, la presencia de niños al cruzar la calle delante del autobús, parece evocar también recuerdos indeseables.
Con un despliegue mínimo pero sumamente efectivo de sus recursos actorales, Adam Driver nos hace adivinar que pudo tratarse de una carga en extremo dolorosa, pero prescindible, que el personaje decidió aligerar y eventualmente sacrificar. O sea, en términos antiguos, ofrendar, para permitir la aparición de algo nuevo.
“Cuando eres niño”, escribe, “conoces tres dimensiones, largo, ancho y altura. Cuando eres adulto te enteras de una cuarta dimensión: tiempo”.
Musas
Su relación con Laura, encarnada por la actriz y cantante iraní Golshifteh Farani, suena también fuera de moda. La joven decora el hogar en idéntico estilo al de los panqués que prepara y hornea para vender en la feria local. Sorprende a su compañero con pasteles rellenos de ingredientes que a nadie se lo ocurriría mezclar, compra cereales desconocidos como la quinoa y es extremadamente cariñosa. Él come lo que ella cocina aunque no le apetezca.
Laura es una creadora por derecho propio. Nos está recordando constantemente que el acto de crear engloba lo artístico (sueña con ser estrella de música country), pero es muchísimo más abarcador. Es una musa inquieta y soñadora. No hace distinciones entre cocinar, aprender a tocar la guitarra y componer su primera canción, o decorar dulces y paredes en blanco y negro (¿yin y yan?). A pesar de ser impredecible, o acaso como consecuencia de ello, es el cable a tierra de la pareja.
La segunda musa de este juglar es Peterson Falls, una cascada frente a la cual se sienta durante los almuerzos o cuando le place. Este sitio propiciará su confabulación con un japonés admirador de los creadores oriundos de la región, poeta él mismo. “Leer traducciones es como darse una ducha con una capa puesta”, le dice el visitante. “Entiendo”, responde Paterson.
Esta escena cerrará el círculo narrativo con un precioso gesto del extranjero, quien ha intuido en su interlocutor algo más allá del trabajo de chofer que le ha confesado desempeñar.
Cura
Uno de los carpinteros que reparaban los daños de los brutales inviernos en los techos de Petite Plaisance, la casa de Marguerite Yourcenar, le aseguró una vez que la mejor cura para los ojos cansados era contemplar el curso del agua durante un rato. El consejo de este otro poeta de las reparaciones, de alguna manera, se las ha agenciado para viajar desde Maine hasta esta ciudad de New Jersey. O quizás, guardado en esa añeja nube del inconsciente colectivo, ha sido (re)descubierto por el chofer con nombre de pueblo, quien lo ha bajado, no para un celular sino para su útil consumo individual.
A lo largo del filme las palabras se tornan imágenes y viceversa, en un juego de espejos que fluye para salpicarnos de ángulos, vertientes, sumideros y picos. Los poemas superpuestos en los fotogramas, a excepción de uno del director, son de la autoría de Rod Padgett, autor de la Escuela de New York influido por Allen Ginsberg y Williams. La rotunda sencillez de esos versos nos señala las maravillas enterrados en lo cotidiano, nos revela cómo bajo el polvo sedimentado por lo conocido existe una latencia siempre nueva. Lo desconocido, o sea lo no condicionado, está ahí, al alcance. Solo debe existir el propósito de despolvarlo.
La comunión del introvertido Paterson y la extrovertida Laura, crea una permanente circulación de energía enriquecedora para ambos, a un nivel cuya profundidad aumenta en proporción a la sensibilidad de la pareja: nosotros dos somos uno y también todos/todo.
Cualquiera que haya sido la medicación, los resultados son concluyentes. Aunque nosotros, los espectadores, ni siquiera hemos llegado a la etapa de reconocer la enfermedad. Qué decir de intentar una cura.
Coda
Jim Jarmusch apostó por arriesgarse desde sus comienzos como realizador. “Paterson”, su última obra, indica una continuidad por esa vía del riesgo y la autoría que los cinéfilos agradecemos. Las postulaciones de esta película en importantes festivales cinematográficos, y los premios obtenidos en otros, prueban la validez de estas todavía no tan raras excepciones del mantra cinematográfico contemporáneo.