refugio en Hialeah para damnificados del ciclón Irma
José Ramón Alejandro
Su respuesta no fue solo adecuada, sino justamente evocadora de las circunstancias de nuestro fortuito refugio. Pocas veces me he encontrado con alguien más potencial y francamente desagradable, física, social y culturalmente hablando. Era una mujercita de corta talla, con una triple barriga cuyo pliegue inferior le tocaba las rodillas. Al hablar echaba el fondillo hacia atrás y la triple tripa hacia adelante abriendo hacia sus dos costados los cinco dedos de ambas manos como si fueran las diez varillas de finas maderas de un elegante abanico de Manila. El pelo mal teñido de amarillo y peor cuidado reunido en un moño por encima y deshilachado en menudos ricitos acaracolados a más no poder.
Por supuesto que su voz era estridente, penetrante, y el volumen varias veces superior al requerido aún para dirigirse a un grupo de gente tan numeroso y disperso sobre todo aquel suelo de negro cemento pulido cual era nuestro caso. Tenía todo para serme desagradable y en un principio me lo fue. Después y muy poco a poquito me fui dando cuenta de la intensa manera en la cual se entregaba para tratar de levantar el decaído ánimo de aquellos infelices refugiados.
Bromeaba y jaleaba pertinentemente para orientar aquella amorfa masa de gente con el alma pegada al espinazo. Un enjambre de chiquillos mulaticos flaquitos ostentando todos los matices del café con leche posibles se propulsaban como imprevisibles y sorprendentes proyectiles por entre los grupos de adultos y ancianos en estado de choc, sin que nadie pareciera constatar sus aceleradas existencias. Este ser nos cocinaba una comida al límite de lo comestible de un grado de insipidez por lo menos calvinista. Pero sin estar obligada a eso se tomaba el trabajo adicional de ofrecernos tacitas de plástico gris desechables de un excelente café que era una nota musical aguda en aquel concierto de contrabajos ominosos cortado por chillidos infantiles provenientes simultáneamente y cambiando alternativamente de lugar de origen desde las cuatro esquinas del enorme recinto.
Poco a poco se fue adueñando muy naturalmente del papel protagonista de todo aquel siniestro sainete. Para divertir a su público se inventó que varios ancianos destartalados era novios suyos y que ya le habían propuesto casarse con ella para darle integralmente el cheque de su retiro por invalidez con tal de ser su marido. En una de esas distribuciones de tacitas de plástico gris llenas de dulce café, uno de los refugiados se acercó solicitando una de ellas y le dijo de manera algo afectada y a guisa de gracioso cumplido; “yo vine por el olor". Ella sin pestañear le ripostó secamente: "menos mal que no me tiré un peo”.
Al pasar el peligro cada uno iba a a abrazarla y agradecerle su espontáneo don de animación. Hasta yo que al principio senti repugnancia por esas dos verrugas mal situadas, una entre el labio superior y un agujero de la nariz y otra en la cúspide del pómulo, sentí deseos de hacer lo mismo y ella me abrazó muy cariñosamente sin sospechar mis resabios de clase en contra de su inocente manera de ser. Demostró ser la más humana de todas las personas que nos atendieron allí. Sentí vergüenza de haberla mirado con desprecio y me prometí que desde ese momento en adelante no juzgaría más a nadie exclusivamente por sus más o menos agraciadas apariencias.
Se puede juzgar a una mariposa por su aspecto pero no a un ser humano. Tagore.
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