Ernesto González
En la gala de inauguración del Festival de Cine Francés, en un cine Chaplin repleto hasta la primera fila, se anunciaba lo que para mi generación y la anterior sería el plato fuerte del programa: una retrospectiva de Agnes Varda-Jacques Demy, y un homenaje a Jean-Pierre Melville, con una conferencia a cargo de su sobrino y la exhibición de El ejército invisible, restaurada digitalmente.
No solo íbamos a presenciar películas recientes de lo que continúa siendo una cinematografía con altos estándares de calidad en todos los sentidos, apoyada por instituciones del estado. Además, tendríamos la oportunidad de recorrer buena parte de la obra de tres realizadores importantísimos cuyos estrenos habían sido acontecimientos en nuestra adolescencia. Una colección de fotografías de la realizadora, tomadas en su visita a Cuba, se exhibe en el Museo Nacional.
La respuesta del público ha sido muy positiva, como se había vaticinado. Los aplausos, las caras satisfechas y los comentarios de los espectadores cierran las proyecciones fílmicas. No dudo de que pasen de cien mil los asistentes a la muestra que iniciará su andadura por el interior del país. Es increíble para una época que ha sustituido la mirada compartida, cómplice, con extraños o conocidos, de una historia narrada en pantalla grande y con excelente sonido, por la «comodidad» del hogar y los paquetes. Este sustantivo se ha vuelto casi sacrílego en su vieja acepción para clasificar las películas aburridas. Ahora el paquete es lo máximo.
Pero el éxito de este Festival, de los que se suceden y sobre todo del Latinoamericano, no se extiende hasta las retrospectivas donde se están proyectando documentales interesantes, además de clásicos como Cleo de 5 a 7, Los paraguas de Cherburgo y El samurái, entre otros. Varios factores han de incidir. El tiempo, fundamentalmente, la necesidad de repartirlo y priorizar. La gente prefiere ver cintas nuevas. He resentido esa preferencia durante estas jornadas.
¿No sería demasiado raro, o de mal gusto en realidad, decir que se extraña una cola? ¿No es hasta morboso e insultante para el bienestar humano, recordar con cariño una de ellas en particular? Ahí va.
En los años setenta los cines La Rampa, Rialto y Cinemateca, dedicados a películas de arte, tenían un público joven y devoto. Estábamos al tanto de las reposiciones tanto como de los estrenos. Los ciclos sobre directores o artistas se celebraban a sala llena, con empujones y alteraciones en la calle Neptuno y en los dos locales de 23.
Hasta se volvió una especie de tradición repetir Los paraguas de Cherburgo en La Rampa. Los programadores seguían poniéndola mientras hubiera público, el ciclo no acababa. La hilera de cinéfilos, ancha e inquieta, doblaba por la calle Humboldt, a más de trescientos metros de la entada del cine. Pero aquella no era una cola común.
En medio del pugilato contra los colados, las advertencias de que no íbamos a poder entrar, la coladera de amigos o conocidos, o de desconocidos que a una señal ininteligible para el resto nos hubieran intercalado la semana pasada; en medio de llamados a la cordura «colística» y otras sales propias de ella, en la multitud desorganizada que iba a llorar de nuevo con la escena final del garaje bajo la nevada, se hablaba de filmes, directores, tendencias y tendones inflamados por las horas en posición «erectus».
Éramos unos apasionados del acontecimiento en su totalidad, incluida la cola. Calculábamos que ya ese domingo, si no lográbamos entrar a la tanda de las dos, lo haríamos a la de las cinco o seguiríamos al pie del cañón hasta la de las nueve y media. Se rotaban a aquellos encargados de ir haciendo la paralela (vulgar aunque necesaria) cola de la pizza o de las croquetas sin pan ni mostaza o mayonesa para hacerlas resbalar por el esófago y evitar su capricho de pegarse a la bóveda palatina. Era el sostenimiento para una tarde donde no se sabía si agotaba más la espera misma o las citas interminables, los relatos peliculeros, las comparaciones, la especulación cinéfila, las discusiones, los argumentos en contra y a favor de directores, estilos, músicos, fotógrafos, guionistas.
Qué decir si la tertulia giraba hacia el tema de actores y actrices. Ahí se complicaba el asunto, pues se incorporaban a las apologías y a las diatribas, coleros de los cuatro puntos cardinales y hasta pasantes a la búsqueda de «el último» siempre disuelto o desaparecido. La peña cinematográfica callejera se volvía compacta y férrea como lo hacían aquellas croquetas en el cielo de la boca, sin cachú ni un cachito de pan salvador. A las comparaciones posibles entre actores, o actuaciones del mismo actor o actriz, se les sumaban los chismes que llegaban a la Isla a través de folletines, revistas «del corazón» o emergían de literatos en potencia.
Durante un rato desconsolador el cenáculo intercambiaba su razón de ser, y emergían los chismes y escándalos de las figuras artísticas, que sonaban demasiado cubanos, pero, ¿quién se iba a atrever a desmentir las certezas de aquellos narradores orales consagrados? Con algún trabajo y bajo la renuencia de unos cuantos, la conversación retomaba su raíz cultural y volvía a debatirse si Michel Legrand era uno de los mejores compositores de música para el cine.
Jamás descansamos ninguno de esos domingos «cinema-tecosos», y la secuela de datos comprobados, personales o artísticos, podía copar la semana y empatarse con el sábado y domingo próximos, donde se traían pruebas de las irrebatibles aseveraciones en la forma de recortes de revista, o invocando frases del Dr. Mario Rodríguez Alemán en su inolvidable programa televisivo.
Este mes he echado de menos aquellas colas que reculaban. Pero también, un filme de Varda que no se ha vuelto a exhibir. La felicidad es una de las películas que nos marcaron a muchos en aquella época. Al personaje protagónico le era imposible vivir sin su esposa ni su amante, a pesar de lo mucho que se esforzó por escoger a una de ellas. Simplemente moría en cada intento por normalizar una situación en la que el amor, como se entiende en la sociedad, es entre dos sujetos amantes. La disyuntiva, ineludible, nos provocó, jóvenes como éramos, un shock que interpretaríamos, al paso de los años, como una hermosísima metáfora acerca de la condición humana, que nadie ha logrado reeditar hasta ahora con la intensidad, la elegancia y la atmósfera de la gran Agnes Varda.
Cleo de 5 a 7 vibra en idéntica cuerda. No se me olvidan aquellos talleres de la Casa de Cultura de Plaza, donde se explicó la hechura de esta película filmada con luz natural. Eran tiempos de experimentación en todas las manifestaciones culturales. Contenido y continente se articulaban alrededor de enormes talentos de la realización cinematográfica en toda su gama.
La cinemateca cubana hoy en día ha recuperado ese esplendor que antaño tenían aquellos tres cines. Quizás solo sea necesario hacer llegar información a los estudiantes o trabajadores jóvenes, para que aprendan a no adjudicarle a lo clásico la limitante connotación artística de viejo. Si se reconoce una época de oro en la música, y la han llamado Década Prodigiosa, ¿por qué no ha de reconocerse también en la radio y la televisión la Época Milagrosa del Cine cuya resonancia repercute en importantes creadores actuales?
Tengo la esperanza de que pronto, a la salida del cine 23 y 12, no van a quedar solo seis o siete cinéfilos apasionados comentando la obra acabada de ver, sino que el virus de la Época Milagrosa se convierta en epidemia nacional, y disfrutemos-suframos, nuevamente, con aquellas colas que reculaban, los fines de semana, mientras postergamos algún que otro “paquete” para dedicarlo a refrescar del día de trabajo entre semana.
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