Lorenzo Casanova |
Ingeborg Portales
Ella dejó de ir a la iglesia el mismo día que el Padre Lorenzo mandó a desarmar los confesionarios. Esa mañana convocó fervorosamente a todos los fieles al final de la misa dominical. Al atardecer las campanas comenzarían a repicar para recordar a todos los olvidadizos.
Pararon de sonar justo cuando la luna apareció sobre el campanario. Cada tabla del confesionario había sido convertida en leña y colocada meticulosamente como si se tratara de un horno de carbón. Jesús, el Sacristán, había rellenado el acetre con gasolina para esta celebración. El cura elevó el hisopo empapado y dibujó una cruz, rociando las maderas amontonadas. A pesar de que no pronunció bendición alguna, los fieles repetían una y otra vez “amén”. El Padre Lorenzo miró a Jesús y éste dejó caer las cerillas encendidas sobre las maderas. Las caras de los fieles se iluminaron con la alegría del fuego. En lo adelante cada cual cargaría con sus culpas y arrepentimientos. No más penitencias. Entre murmullos de rezos y salmos de agradecimiento, los confesionarios se deshacían, crepitantes, en lenguas de calor.
Nadie la vio llorar. Siempre ocultaba su cara con greñas de pelo. El reloj de la torre anunció la hora con once campanadas. Los fieles comenzaron a marcharse. Ella esperó hasta que no quedó uno, hasta que los confesionarios no eran más que un montón de cenizas calientes que el aire de la media noche esparcía sobre los tejados.
Hacía mucho tiempo que pensaba: "Dios ha dejado de escucharme". Pero a pesar de sus sospechas, ella había seguido atravesando el portón de la iglesia cada noche. En ese momento tuvo la certeza de que ya no tendría ningún sentido volver a hacerlo. No existía más la posibilidad de arrodillarse ante él y confesarle sus deseos más perversos por la rejilla.
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