lunes, 30 de mayo de 2016
La viajera oscilante
Ernesto González
La descubrí en la Avenida de los Presidentes un sábado por la tarde. Yo bajaba y ella subía esa loma imposible del centro de El Vedado, por una de sus aceras. Al centro del paseo cortado por calles transversales, la faja de jardines agridulces donde pululan de frente al mar rostros y gestos homéricos en el umbral de ebullición. El irrespeto del calor hacia lo rígido, lo blando, lo líquido, lo que para unos es justo y para el resto injusto.
Avanzaba hacia mí una figura oscilante, descontextualizada por la hora, el sol, la ascensión junto a la calina de la historia; entre la severidad de aquellos perfiles épicos y la insubordinación de la brisa que solo aspira a continuar su paso desde el mar hacia cualquier sitio. La silueta desplegaba idéntico —acaso menos— esfuerzo al de cualquier mortal sin limitaciones motoras embarcado en semejante subida. Al cruzarme con ella detallé su rostro, su piel blanquísima y su contorno de bailarina. Su expresión segura —hasta gozosa, diríase— no invitaba a la conmiseración sino más bien a despreciar esa bestia informe, pero poderosa, siempre dispuesta a poseernos para salirse con la suya.
Existían centenares de personas así en la Isla. Lo que no sé cuántas de ellas, de contar con recursos, se hubieran aventurado a viajar a una cultura desconocida y con un clima opuesto o siquiera ligeramente contrario. Era una turista que apenas había cruzado el umbral de la adolescencia, tal vez una mochilera renquita, hippie del siglo XXI, curiosa por descubrir la ciudad prohibida del Caribe. Probablemente solo farfullaría el español. Su comunicación, en inglés u otro idioma, estaría fracturada. Los cubanos la atenderían bien, de cualquier manera.
Va detallando los alrededores, a paso fluctuante, con su brazo derecho recogido a la altura de los senos y el izquierdo aprisionado por el aire y el salitre que le brindan un auxilio innecesario cuesta arriba. Sonríe, permeada en idéntico grado por la belleza de los alrededores y la propia. Contempla la calima, esa calcinante bruma de la historia donde todos apuestan por haber hecho lo correcto sin sombra de mácula. Esa mezcla de error y probidad, esculpida en granito, quizás le recuerde la travesía sangrienta del humano en un planeta no por más orgulloso de sus ciencias menos salvaje de lo que ha sido siempre.
Ella sigue remontando la Avenida de los Presidentes o Calle G para quienes prefieren abreviar. La empapa y tiñe el verdiazul salitroso del océano a su espalda, la invitan inútilmente los bancos destartalados a la espera del caminante, descubre la vitalidad del césped seco, amarillento, de los cuarteamientos del terreno, el olor de las plantas sin flores y la viveza del asfalto al reventar neumáticos y aliviarse del peso y la velocidad sin respiros encima de él. Nada se le escapa a los seres que oscilan desde los extremos sin perder el centro, donde podrían haber encontrado una verdad ausente en los manuales y otras creaciones humanas.
Todavía imberbe, está atrapada por el descubrimiento de una urbe tan sobreviviente como ella, deslumbrante aun en su intensa melancolía y decadencia. Interesante experiencia para una turista, su juventud está calificada para ojear el mundo sin la distorsión de la calina, la de la historia y la de su andar diario a pesar de ser oscilante, o acaso gracias a él. Quizás sus pasos le hayan facilitado distinguir desde su centro todo lo que no es ella, y además, incitarla a oscilar como si lo fuera. Seguí bajando la Avenida, a mis asuntos. Estaba en los preparativos de un repentino viaje de trabajo. Nunca a mejor hora: mi matrimonio se hundía, había dejado de funcionar. Habíamos concluido que ya no nos gustábamos ya. Me encaminaba hacia una soledad insoportable.
Me ausenté de la ciudad durante dos meses. De regreso estuve muy ocupado. Al fin tuve tiempo para ir al cine, una tarde, y bajar por La Rampa con la idea de refrescarme en el atardecer del malecón. Mi ex me daba apenas dos meses para conseguir donde alquilar o de lo contrario tendría que renunciar a mi trabajo y regresar a Morón. Su amigo abogado nos recibiría el lunes.
Miro a lo lejos, por la Calle 23, bajando La Rampa, y percibo, entre la gente que pisa la acera peligrosamente mojada por un chubasco de mayo, una silueta que da ligeros tumbos hacia los lados. Aguzo mi vista ante el movimiento pendular de la joven hacia la cual me aproximo. No podía creerlo. Era ella, la extranjera casi adolescente, escalando otra altura imposible de La Habana. Marchaba a paso más rápido que cuando la descubrí, como si el reto de escalar una altura más difícil motorizara su esfuerzo: daba bandazos a una vibratoria incomprensible, como si el relumbre de los sobrevivientes le transmitieran un nadie sabría explicar qué.
Esta princesa debía estar en La Habana por algún motivo diferente de pasear y conocer. Sobran razones para venir por unos días o quedarse unos meses. Cada cual debe hallar las suyas o no tenerlas en lo absoluto. ¿Será guitarrista, estudiará piano? Solo los músicos saben gozar de esta manera, acompañados o solos, en un solar carente y tambaleante o en un escenario con tecnología de punta.
Podría preguntarle su porqué a esta privilegiada entre los privilegiados, quizás sin ducha caliente donde pernocta o sin cereales para su desayuno. ¿Qué no sería capaz de notar y sentir la abarcadura de sus sentidos, su paso oscilante y poderoso que la lleva a subir y bajar como si el mundo fuera plano? ¿Qué no le habría sido revelado a esta amazona de la existencia?
Su movimiento fluctuante ha reduplicado la belleza del declive citadino, de su desamparo, angustia y aparente muerte, y apuesta, a la vez, por el renacimiento y el esplendor. Su moción me echa en cara lo que me estoy perdiendo al no danzar, como ella, hacia los lados. Con mis extremidades supuestamente normales, no sé bailar esa intuición.
“Disculpe, ¿me permite una pregunta?”, escucho que me dice, detenida a un costado mío, en un español pendular pero claro.
“Las que sean”, le respondo. “Todo oídos para usted.”
“Deseo ir a Jaimanitas, al estudio de un artista, y quisiera hacerlo por una vía interesante para conocer esa parte de la ciudad y…
“Espere, sé la respuesta, aunque solo se la responderé si me acepta de antemano que la invite a un refresco, una copa de vino, un pastelito de coco o algo así.
“Ok.”, me responde y ríe.
Su risita es una implosión jubilosa, ese fucilazo de bienestar que se desvanece con el advenimiento de la madurez. La conduzco por el hombro hacia La Arcada, a unos pasos, mientras le pido a la virgen y a las derivaciones angélicas, que haya una mesa limpia, el refresco esté frío, el alimento caliente y la camarera no ostente la serosidad típica de ciertos sobrevivientes como yo, incapaces de oscilar.
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