Foto: Ingeborg Portales |
Cristina Fernández
En la pecera nuestra se vacían varias latas de Red Bull y Monster a diario. “I’m in love with the coco”, cantan los devotos de esa nieve que se escurre en algunos rincones, a donde mi curiosidad no llega. Puede que sí escurra un poco de la caja de Zifandel, ese vino descolorido que se usa para hacer ciertas salsas. Se bebe mucho café, salido de esa máquina que costó diecisiete mil dólares. El día de su develamiento congregaron a los camareros, que miraban con incredulidad el aparato. Las camareras se toquetean entre ellas, o juntan sus traseros mientras bailan, para aligerar la cansona tarea de pulir cubiertos y copas. El fregador de Little Haiti las mira, tan blancas, tan depravadas… Les muestra sus dientes de oro, con los que las mordería de no ir contra las reglas. Otro fregador, reducido hasta los huesos de tanto alcohol, colecciona autos vintage. Trabaja y trabaja para mantener sus carros. “Y qué? Otros se lo gastan en mujeres que ni agradecen…” Está Jeffrey, que viene cada media hora a pedirme su galleta de chocolate. Soy su enfermera, aunque a veces se me adelanta y se lleva la ración a escondidas. Dicen que su cara está deformada por el crack. ¿Quién sabe? Puede que de pronto empiece a sudar como un cristal helado y salga corriendo por la puerta de atrás, pero siempre regresa.
Este es un restaurant exquisito. Tiene un pequeño cuarto donde se acomodan los vinos de Bordeaux, los del valle de Napa o del lago Sonoma. Está justo antes de llegar a los baños, donde puedes ver a las mujeres retocarse sus luces y sombras. Y hasta rescabuchar las uñas pintadas de esos pies enfundados en sandalias de gladiadoras de lujo. Por cada paso que den o mirada que crucen contigo, te dirán “I’m sorry”. Nunca sé bien de qué se disculpan.
Por delante del cristal, está la otra pecera: la magnífica, la que resguarda la media luz y filtra hasta los pensamientos. Allí no llegan nuestros improperios, nuestras blasfemias. Tampoco la voz de María cuando me cuenta de sus sueños recurrentes. “Ya ni la melatonina me ayuda a dormir bien.” En una de esas obsesiones nocturnas se está peinando y el peine se le atasca entre pedazos de carne, que no logra sacar por duro que tire. “Branzino, branzino”, le gritan luego con insistencia, y hasta puede ver los lengüetazos del fuego en el horno. Cuando no es el pelo, es la mascarilla de grits que acompaña los camarones en un plato, cubriéndole la cara. “Y tú, no tienes pesadillas con esto?”, me pregunta. “Las tenía, sí, cuando hacía los sushis. Pero masticar hojas de romero me ayuda. Es bueno para la memoria.” Me mira como quien está a punto de acceder a una panacea insólita. Le doy una hoja para que mastique, pero no le gusta el sabor ni la textura de esas agujas finas en la cavidad de su boca.
El disgusto la lleva a razonar: “¿Pero si es bueno para la memoria, cómo es que puede hacerme olvidar todo esto en la noche?” Le explico que tiene que ver con el “lamb rack”, la manera en que se acomodan la carne y los huesos como un tepee, y encima lo corona la yerba verdísima, enhiesta. Es el triunfo de la memoria sobre la depredación, la corrosión del vivir. Pero a la vez, esa rama sobre el costillar me ampara de no olvidar que soy un carnero entre otros. Algo así, he tratado de decirle a María. Pero ella ha comenzado a descreer de mí y concluye que estoy más loca que Jeffrey. Y que no duda que algún día yo también salga corriendo, pero sin retorno, por la puerta de emergencias.
1 comentario:
Me ha gustado mucho, es como una catarsis en cascada de agua furiosa, que trata de hacer polvo las rocas de una frustración asfixiante. Pero todavía no.
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