Carlos Otero Blanco |
Luis Soler
Era un día de abril raro. Raro como suelen ser los sueños. Desde que me levanté me pareció que todo estaba fuera de lugar pero a la vez todo parecía estar en su sitio. Me di cuenta apenas abrí las persianas de la sala y la claridad no me causó ninguna molestia en los ojos. Había como un filtro de luz en el ambiente y todo parecía ser el reflejo de un espejo viejo que ha perdido el azogue. No podía precisar si hacía frío o calor; el cielo no estaba ni despejado ni nublado y no se escuchaba ningún ruido ni algarabía en las calles. La chimenea de la fábrica de cemento soltaba un humillo blanco intermitente formando una enorme costura en el cielo. Negrita, mi perra, no ladró a las palomas posadas en el alero que habrían salido revoloteando asustadas como siempre que se abrían las ventanas. Estaba echada a mi lado lamiendo una figura china de yeso. Definitivamente era un día muy diferente. Tanto, que no escuché gritar a Violeta, la vecina del apartamento de al lado, en su sección de sexo matutino con marido de turno. Tampoco sentí la asquerosa y desagradable peste proveniente del tanque de basura situado justo en los bajos de nuestro balcón, y que cada mañana inundaba la casa de fetideces. Para colmo de rarezas me fijé que las plantas de mi suegra, sembradas en improvisadas macetas hechas con botellas plásticas de Coca Cola cortadas a la mitad, finalmente reconocían la llegada de la primavera. Entre sus hojas brotaban unos preciosos botones de marpacífico rojo.
Respiré y sentí el penetrante olor de la nada inflándome los pulmones al punto que me dieron ganas de vomitar.
Desayuné un vaso de café claro con azúcar prieta y unas galletas de sal medio zocatas que encontré milagrosamente encima de la mesa. Salí con la prisa de quien escapa y no sabe de qué, de quién ni de dónde. Con sigilo me encaminé rumbo a casa de Maritza. Bajé por la calle Lugareño y al llegar a la esquina de la farmacia vi que había un gran cartel en la puerta que decía: Se acabó el colirio. Llore y use sus propias lágrimas como gotas oculares. No, pensé, no era para nada un día común. Las pocas personas que vi por la calle a esa hora de la mañana parecían estar ausentes de sus cuerpos y la alegría que mostraban sus rostros eran como mascarás de papel maché. Saludaban a nadie en particular y sus gestos, sus movimientos, eran teatrales, especie de kabuki tropical. Al atravesar la calle Montoro una cola interminable de personas con jabas de nylon azul colgando del brazo, daba vuelta a la manzana. Le pregunté a una señora qué era lo que vendían allí: Tiempo, hijo, venden tiempo; toca una quincena por persona —respondió amablemente. Lo curioso es que, sin pensarlo dos veces, ya me dispusiera a incorporarme al final de la fila para comprar la porción de tiempo que me tocaba. Pero entonces una pionerita salida de la nada, masticando su pañoleta roja como si fuera goma de mascar, me dio unos tironcitos al pulóver recordándome con un gesto mudo del mentón que debía apurarme en recoger a Maritza.
Seguí caminando hasta llegar al parque La Pera y noté una nube grisácea cubriendo exactamente el área de la alameda central. Siempre escuché decir que este parque era el único en Cuba que tenía las cuatro estaciones del año; de hecho, estábamos en primavera y todos los árboles estaban florecidos. Lo raro es que desde la suntuosa Ceiba del centro, las majaguas, los ficus y hasta los almendros, todos estaban copados por un solo tipo de flor: marpacífico rojo. Los viejitos asiduos que leían el periódico o animadamente conversaban de pelota y de política, esta vez estaban demasiado quietos; parecían estatuas de cera, inertes, como sujetos a los bancos. Había demasiado silencio. Solo se escuchaba el sonido proveniente de un pequeño radio de pilas que sostenía en el regazo uno de los ancianos. Fijándome en ellos descubrí que tenían la mirada velada, como perdida en la lontananza, en dirección a un punto entre la tarja erigida con motivo de la visita del principado de Asturias y el abandonado cine Maxim. Tal vez ni siquiera miraban hacia ese punto, porque noté que los ojos agrietados de estos viejos estaban cubiertos por una opacidad cristalina muy parecida al blanco velo de las cataratas. A pesar de la escena espelúznante, sus expresiones no eran macabras; estaban suavizadas por cierta ternura. Quizás miraban hacia atrás, refugiados en algún lugar benevolente de sus pasados y no a la desesperanza del presente. No pude divisar a Andrés, un viejito flaco y desgarbado como un garabato que siempre me saludaba cariñosamente.
Lo busqué por todo el parque y al no verlo me dirigí a Fefa —la anciana chismosa y vivaracha que hablaba más que una cotorra— porque ella que sabía la vida, obra y milagro de todo el mundo en el barrio, tal vez pudiera orientarme. La hallé apartada en un extremo del parque, sentada sobre un viejo columpio de gruesas cadenas de acero, y le pregunté por Andrés. Trabajosamente levantó su mirada repleta de niebla y sin mover ni un solo músculo del rostro me dijo con aspereza: Andrés se ha muerto de hambre, murió de hambre. Bastó que dijera esto para que el resto de los ancianos iniciara una acoplada letanía de susurros coreando al unísono: De hambre, de hambre, murió de hambre. Vi que Fefa comenzaba a columpiarse con la ligereza de una niña y luego con más fuerza. Su boca se abría desmesuradamente mostrando las encías púrpuras y sin dientes. Poco a poco Fefa fue incrementando su balanceo con tal fuerza que las cadenas del columpio comenzaron a chirriar como si fueran a reventarse de un momento a otro, lanzando expedita a la anciana por los aires. Pero sucedió que los pies propulsados de Fefa, alcanzaron la nube gris que había sobre el parque, perforándola y produciéndole un agujero del que salió un aguacero repentino que inundó todos los alrededores haciendo del parque una isla verde con sus maniquíes viejos, dóciles, mirando la nada. Mientras más llovía, por los bordillos de las aceras se precipitaba una peligrosa corriente de agua que amenazaba arrasar con todo.
Cuando escampó miré hacia los árboles; las flores de marpacífico se desprendían y volaban rumbo al norte como una bandada de pájaros incandescentes. Algo más raro aún sucedía cuando de las alcantarillas comenzó a brotar una masa cárnica cuyo olor nauseabundo atrajo a decenas de perros callejeros que, al tratar de comerla, quedaban atrapados desapareciendo en ella sin dejar rastro. El nivel del agua ya había alcanzado la zonas más bajas del parque formando unas pozas lo bastante profundas como para que muchos de los ancianos comenzaran a ahogarse pasivamente, en una especie de suicidio colectivo. Súbitamente, unos niños negros semi desnudos y descalzos llegaron hasta la enorme Ceiba y comenzaron a jugar chapoteando por donde corría el agua. Con los pies destupían las alcantarillas permitiendo que el nivel de las aguas bajara dejando al descubierto sobre la acera, miles de caracoles y conchas marinas. Todo parecía volver a la normalidad. A través de unos viejos altavoces pertenecientes a la fábrica de tabacos se escuchaba un fragmento del sermón del monte: Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se ha vuelto insípida, ¿con qué se hará salada otra vez? Ya para nada sirve, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres.
Fue entonces cuando la tierra enojada, comenzó a temblar y a abrirse. Las grietas eran tan grandes que se fueron tragando uno a uno a los ancianos ahogados. Recordé que en abril la tierra se abre con mucha facilidad esperando la copula de las aves que traen semillas en las plumas; pero no se veía ni un solo gorrión por los alrededores.
Retrocedí asustado, y apurando el paso me alejé de allí. Jadeando llegué a la casa de Maritza. Para recuperar el aliento me senté en uno de los escalones al tiempo que me preguntaba ¿qué me estará pasando?, como quién duda de si está despierto o dormido, cuando alguien me tocó por el hombro. No sé qué sentí cuando vi a mi lado al viejo Andrés, supuestamente ahogado unos minutos antes. Con los ojos cerrados me zarandeaba con una mano mientras que la otra mano se la llevaba a la boca pidiéndome algo de comer. Abría la boca desdentada y abría los ojos con las cuencas vacías. La pionerita también reapareció con la mano derecha abierta sobre la frente en saludo militar frenético, proclamando: Pioneros por el comunismo, ¡seremos como el Ché! El viejo aprovechó mi distracción con la niña para registrarme las ropas. En uno de mis bolsillos encontró, no sé cómo, un cartucho de galletas zocatas. ¡Maná, maná del cielo!, gritaba feliz. Avisada, una turba violenta que se desgañitaba en consignas comenzó a acercárseme con la evidente intensión de hacerme daño. Vi que venían todos: la gente que hacía la cola interminable dispuesta a asfixiarme con sus bolsas de nylon azul; los ancianos inermes del parque salían de las tumbas con los puños crispados contra mí.
Resultaba chocante que la gran Violeta, mi vecina voluptuosa y gritona en la cama, se acercaba libidinosamente con sus enormes tetas descubiertas. Dos policías que ese preciso momento llevaban preso a un ladrón, lo dejaron escapar, para acto seguido correr tras Violeta que a su vez corría hacia mí con el pecho al aire. En un gesto automático de supervivencia me llevé las manos a los bolsillos del pantalón y comencé a sacar cartuchos y más cartuchos de galletas zocatas que lanzaba a la multitud que cada vez estaba más agresivamente cerca. Casi a punto de alcanzarme la turba, por una esquina del parque salió un mulato gordo y sucio gritando a todo pulmón: ¡Caballero llegó el vino espumoso!
Con idéntico automatismo la muchedumbre frenó en seco, dio media vuelta en dirección al camión-pipa aparcado a un lado de la tabaquería. Suspiré aliviado; aún asustado y con espasmos estomacales subía la escalera cuando la pionerita tiró de mi brazo y con mirada pícara me dijo: Llévame contigo chico, anda, yo te dejo tocarme el pipi igual mi papá y los amigos de mi papá. Ya se disponía a levantarse la faldita roja del uniforme, cuando desperté gritando y empapado en sudor. Tembloroso y espantado me di un baño rápido y salí con la misma sensación de huida que había soñado. Afuera había un típico día de abril. Dos policías llevaban maniatados a un ladrón de bicicletas, y la voluminosa Violeta desde su balcón puteaba con el bodeguero que subía al Chevrolet del 57 rojo desteñido; a un costado de la tabaquería, unas cien personas con bolsas de nylon azul colgando de los brazos, hacían una inmensa cola en espera de vino espumoso. En los solares yermos las grietas en la tierra esperaban la llegada de las primeras lluvias de mayo y a los pájaros con las alas cargadas de semillas. El fantasma de la inopia recorría las calles de La Habana y la miseria se enseñoreaba de la cotidianidad, mientras yo iba rumbo a Guanabacoa a consultarse con un Babalawo. Igual que en el sueño, los viejos del parque escuchaban bajito la emisora enemiga Radio Martí, quietos como estatuas, las miradas perdidas en el tiempo.