miércoles, 3 de diciembre de 2014

La mundanza


Amílcar Barca

Siete años están en 17 cajas marrones selladas en el comedor. Llueve en el patio. Hoy, sin paradas ni estaciones, una llovizna cubre un cielo oscuro en Coral Gables. Recogidos y clasificados, se amontonan los textos de poemas y manuales para hacer un guión junto a los libros de literatura, arte o de viajes. La ropa de vestir mayormente azul y los enseres negros en el pasillo, esperan su orden de salida. El mueble estantería, un televisor LG, trescientos veinticuatro devedés, una bailarina africana en una tapa de baño de Purvis Young, y Los hombres y mujeres Dro en acrílico de mi amigo, Joaquín González, ente otros, se irán pronto de mis muros. La colcha que cubre el sofá cama, la dejaré para ser transportada en el último viaje (me gusta arroparme en ella cuando estoy bajo la soledad del fin de semana). Y añadiendo otras oraciones copulativas al relato, decir que: el frío del rencor que llevo dentro, se teñirá del mismo matiz que estas nubes de plomo que ahora me contemplan.

He regalado una mesa y un juego de cuatro sillas de madera a un cubano. Horacio, como se denomina así mismo. Ha cruzado el Atlántico hasta llegar a la Guayana inglesa. Descansó en Venezuela a escondidas. Atravesó montañas y selvas hasta llegar a Bogotá y cruzó Centroamérica en trailer hasta franquear a nado el Río Bravo. Le he ofrecido nueve camisas distintas para cubrir el frío de la piel estos días, y un juego de tres toallas rosas. Mi primera bicicleta que tuve en EE.UU, se la he prestado para que pueda desplazarse a su primer trabajo cuando lo consiga. Cuando registré su nombre en mi celular, desconociendo aún su segundo nombre, lo hice con el siguiente apellido Buenasuerte. Horacio Buenasuerte. “Yo le voy a ayudar señor a trasladarse…no lo dude”. Lo que no dudo es que su “mudanza” a este país, fuese una odisea en sí misma.

El apartamento me dice que me vaya. El apartamento no habla –a veces hay que aclararlo a algunos lectores jóvenes que son adictos a los videojuegos- pero me dice: “Vete, adiós”. Sus paredes ajadas me piden que alguien les lave su piel. El piso de parquet resquebrajado me solicita un descanso de mis pies. La vecina de abajo también quiere que “viaje” cuanto antes. El miércoles le empapé la casa de moho, al inundarse la mía de agua. Dejé el grifo abierto durante mi jornada de trabajo. Este espacio requiere que lo abandone en silencio. Como diría Neruda… confieso que he vivido en él.

Ahora he ido a la cocina a prepararme una manzanilla mientras escribo esta crónica y he empezado a notar el vacío que va a producirme esta huida. Es tan estúpida la razón por la que me voy… que prefiero omitirla. Me voy. Sí, me voy y dejo un refrigerador sucio, y una cocina de gas hermosa y blanca donde he preparado mis guisos y mis sopas de carne y vegetales durante el invierno.

Dejo el alma de Blanca Campo Sagrado con un collar de santería y un Eleguá suyo que me llevo, y su corazón puro, sus limpieza en los closets y el orden en las cosas impregnadas en este espacio que, juntos, hemos compartido pocos días al año. Dejo los secretos que algunas mujeres me han contado en la sala o en el dormitorio. Y la vista directa al Woman’s Club de mi ciudad con sus eventos matrimoniales o sus fiestas de quinceañera. Mis reuniones del equipo de Nagari frente a una mesita de té y dos sillones, editando la revista o soñando con nuevos patrocinadores, también los dejo. Cenas con mis amigos de Tumiami o del Máster de FIU. Dejo los días tensos cuando mi hija Afrodita viene expulsada de su casa materna y “castigada” a vivir con su padre. Dejo su ropita de cuando era teenager y quería ser actriz mientras estudiaba el New World of the Arts. Sus cajita musical de bebé o la fotografía que toda la familia desnuda se hizo para conmemorar su nacimiento.

Dejo a vecinos que quiero por la puerta de atrás… que ha sido siempre mi puerta principal. Don Eusebio, un hombre bondadoso que me recibe cada tarde para entablar una pequeña conversación antes de preparar mi ensalada de aguacates, cebolla y balsámico. O que me cuenta sus historias de Ecuador mientras, mi pargo a la sal de muchos viernes (cuando regreso del mercado de Opa Locka) se va haciendo poco a poco en la plancha.

Lucrecia, la niña del apartamento 2 (que, por cierto, ya tiene novio) y se ha reconciliado con su mamá; maestra de español y feligresa luterana. Vitorino y Manuela, padres de dos niños con parálisis cerebral y desempleados de por vida. Mi amiga “La Negra”, artista plástica de molinos de madera y su novia Araucaria pequeña empresaria textil; ya no tendré el calor de su hogar ni la estética de su estudio. Ulises y Ateneo, vecinos de enfrente, gracias a los cuáles tengo hoy este nuevo apartamento donde me mudo.

Dejo la albahaca, la arrúgala, los ficus, la sábila, el roble donde las malditas palomas se cagan en el techo gris de mi viejo Toyota del 99. Dejaré de escuchar hasta las campanas de una Iglesia que, en domingo, tiene el detalle humano de hacerlas sonar junto a un hermoso jardín, mientras un agnóstico como yo se lo agradece.

Bien… la lámpara de Ikea se viene conmigo. Este artilugio que ha dado pie al título de mi columna en Nagari y que sigue siendo la razón viva de mi escritura. Voy a apretar por última vez el interruptor en esta casa… tengo que seguir empaquetando.

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