miércoles, 6 de agosto de 2014

Quería meterme en él totalmente, sin tomar en cuenta la urgencia


Ernesto González (tomado de la novela Habana soterrada)

Luisi me dio vueltas desde el mismo día de mi muda­da. Al comprobar lo poco que yo permanecía en casa, me vigilaba de noche, realizaba las guardias del Comité de defensa de la Revolución sustituyendo a los residentes de la Av. Guantánamo que ponían cual­quier pretexto para librarse de ellas. Se proponía casi como vigi­lante permanente con el fin de cazarme de madrugada y, de pasada, ganarse sellitos, certificados y diplomas útiles para su vida social. Hubo veces en que tuve que complacerlo rápidamente para que se estuviera tranquilo y se fuera a dormir, pues era muy exigente y disciplinado en materia erótica.

Así, quitándome de arriba a Luisi, permitía que Puti entrara en casa con los cinco o seis reclutones que había capturado por los alrededores de la unidad militar. Mi vecinito se envició con esa manera mía de tomármelo, y exclusivamente en eso consistían nuestros estrellones: en que yo me lo bebía por completo. Llegó a ser como una obertura ritual, un prolegómeno o aperitivo erótico que me preparaba para degustar el plato fuerte de la noche: un agresivo recluta capturado por mi amigo Puti en los alrededores de la unidad militar de la barriada.

Después de darme gusto besando aquella verga suave, gruesa, algo jorobada de la mitad hacia la cabeza, como un tercer brazo que acusaba de alguna canallada al ombligo, y sus cojoncitos olorosos a criatura destetada; después de succionarlo con esa técnica que los hombres catalogan de insuperable y que según mis amigos es mi especialidad; después que Luisi se vaciara en mi boca temblando —ffú,ffú,ffú—, y yo estaba convencido de habérmelo bebido hasta el fondo; después del ajetreo desquiciante, se iba corriendo con la cara escondida en el pecho, sin lavarse ni nada. Un ataque de pena o de arrepentimiento, vaya a saberse qué era aquello. Lo que fuera, no le impedía en lo absoluto hacer guardias del Comité la semana si­guiente para cazarme a la hora de mi regreso.

Luisi también acabó casándose con una adolescente del reparto, ¿con quién si no?
—¿No vas a El Vedado nunca, ni al teatro?
—Eso es de maricones, Enos, no me jodas, qué coño voy a ir al teatro ni un carajo.
Atenas me invitó a la boda de su hijo. Y fui.
—¿Pusiste a hacer hielo en tu refrigerador, como te dijo mamá? —me preguntó Luisi en voz alta durante la fiesta.
—Sí, ¿lo traigo?
—Vamos a buscarlo.
Saltamos por la ventana que daba hacia mi patio.
—Luisito, por favor —gritó Atenas soltando la botella de cerveza y manoteando—. Vas a cagar el pantalón del traje, coño. Este muchacho, carajo.
Ya estábamos en mi guarida.
—Oye —le dije—. No se te ocurrirá.-
—Cállate, vamos al baño.

Me ataqué de los nervios y empecé a temblar.
Le argumenté. A pesar de que cualquier minuto era bueno para el ejercicio erótico, no creía que esa fuera lo que se dice la oportunidad ideal para tomarme a Luisito. No le veía la lógica. No había ninguna necesidad de hacerlo en ese instante. ¿Por qué apurar esa tomada si él iba a seguir viviendo con su mujer en su casa, a mi alcance? ¿Para qué aquella mamada peligrosa, en un día tan señalado? Protesté. En vano.

—No te vayas a demorar —le repetí, como cuando Puti esperaba con los reclutas al doblar de la esquina.
—¡Te apuras! —le ordené bajando indeciso a la porta­ñuela—. Eso está lleno de gente, vamos a llamar la atención por gusto. Podemos esperar. Esto no tiene sentido.
Al acabar de descender, ¡oh sorpresa, estupor, pasmo, maravilla, regalo de los dioses! Lo que encaré no fue la cremallera del pantalón del traje de bodas de mi vecino, ni su verga encanallada y fresca, sino su glorioso envés.
—¡Métemela! —se había virado de un tirón, y me mos­traba su espalda, su cintura, sus nalgas únicas—. ¡Que me la metas, coño! ¿Estás sordo?
Entonces sí me olvidé de la boda, de la gente y de Atenas que preguntaba por qué no acabábamos de llevar el hielo. Enfrenté aquel culo dieciochesco con la fruición de mi boca, de mi lengua, de mi sistema digestivo. Quería meterme en él totalmente, sin tomar en cuenta la urgencia de Luisi: ¡Métemela, coño! Quería meterme en él despacio, disfrutarlo. Me anegué el sexo en saliva —tenía la boca des­bordante de saliva como ante un flan de coco levemente glaciado con una capita de caramelo —, y lo penetré como quería, lentamente, go­zándolo, enloqueciéndome.
Luisi estaba dilatado y me aguardaba cálido. Me interné en aquella frescura, desarticulando el limitado rito que él me había estado proponiendo desde su vecindad, atravesando los prolegóme­nos, degustando el plato fuerte de esa boda.

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