Ernesto González
No fuimos grandes amigos en la adolescencia, no nos veíamos a menudo y ni siquiera pertenecía a mi grupo de la secundaria pues él estudiaba en otra. Pero yo lo admiraba secretamente: su forma de asumirse, su constante defecación en el difícil medio en que vivíamos donde hasta andar en sandalias y en short eran un pecado mayús-culo, qué decir de lo demás. Su actitud de “me aceptas o ni me mires” eran tan inaudita que pasaba por loco, un loquito querido por muchos. No creo que hayan existido adolescentes tan libres como él en aquella Cuba de los sesenta y los setenta.
Era precioso, alto y de pelo muy lacio y con unos ojos llenos de colores inéditos. Sus salidas espontáneas nos cogían por sorpresa a todos, y hasta le temíamos. Hasta los machangones tenían que andarse con cuidado.
En mi viaje a La Habana del año pasado me enteré de que había muerto ahogado en Santa María, que parece ser la tumba de muchos gays. Me sentí tristísimo, pero además asombrado de que hubiera regresado a la isla, y de que lo hiciera tan frecuentemente como me contaron. Quizás me lo encontré por la calle, en un teatro o hasta en Mi Cayito y no lo reconocí. Nunca pude decirle que era uno de esos seres entrañables con quienes tuve la suerte de topar y a quienes junté bajo el mismo techo en una novela.
Aquí va un fragmento, recreado claro, de la personalidad de Oscarito Lantigua. La anécdota de Tropicana sonó en La Habana de la época como atronadoramente cierta. Si algún lector conoció más de su vida en el exilio, le agradecería el comentario.
Olga, la madre de Peter, la loca más linda de mi pueblo, loca del culo y de la cabeza, obligaba a sus hijos a lavarse la boca inclinados sobre la taza del baño, para que los escupitajos blanqueados por la pasta de dientes sustituyeran el efecto del ácido limpiador que no se hallaba ni en los centros espirituales, quítense, quítense, a ver, niños, a ver, se me seca. Y se arrodillaba en el piso del baño a meter la mano en la taza y raspar la porcelana con un trozo de escoba vieja, qué olor tan rico deja la pasta de dientes, ¿verdad? Luis Fernández, hermano de Olga, le regalaba buenos dentífricos europeos. Y Peter: ¡Ay, tío, no puedo con este pueblo, ay tío, no puedo con estos guajiros, ay tío, no puedo con esta secundaria que se le cae el techo, no puedo con este aburrimiento!
Olga y Peter, dos obstinados hiperquinéticos, acabaron por convencer a Luis de lo injusto que era vivir en una aldea de mala muerte mientras él mejoraba en la capital. Y el funcionario obtuvo para ellos una residencia de unos burgueses que habían emigrado de Miramar para Estados Unidos. Y me topo a mi amigo de la niñez tomando sol en la playita de 16: Ay, Emilito, no puedo con este país, no sé cómo tú puedes con esa beca, yo no puedo con las colas en las pizzerías, estoy sin un trapo que valga la pena, ni champú, ni una crema, mira qué disparejo me está quemando el sol, estoy cansado de oler a Moscú Rojo, es una cosa que no puedo. Peter también caía preso a menudo, y a diferencia tuya, Javy, no se deprimía, sino que agarrado de las rejas gritaba a reventar: ¡Sáquenme, no quiero estar preso!, ¡sáquenme, no puedo estar trancado, soy claustrofóbico!, ¡sáquenme que me vuelvo loco, me vuelvo loco! ¡Sáquenme de aquí, déjenme llamar a mi tío. Y Olga aparecía en el Alfa Romeo, acompañada de su hermano, y sacaban de la celda a la loca más linda de mi pueblo, loca del culo y de la cabeza.
Y Peter se fijó en la cara de su tío que hablaba con el oficial de guardia; y para que pusiera peor cara de la que ponía al sacarlo de la cárcel, se pintó los ojos y caminó Rampa arriba y abajo. No tuvo suerte. Esa noche el único policía que andaba por el área, al menos en uniforme, enamoraba a una mulata culona y no estaba para maricones. Y Javy y yo: Peter, te van a recoger, estás loco. Ay, no sean envidiosas. ¿Acaso no estoy divina? Un pepillo bajaba por La Rampa y Peter también le preguntó si no estaba divina. ¿Qué tú dices?, el muchacho se nos acercó amenazante. ¿Es conmigo?, dijo Peter mirando arriba y abajo, a derecha y a izquierda. Contigo, sí. ¿Yo?, yo no he dicho nada, estoy hablando con estos dos amigos míos. Ah, yo pensaba, y cuidado, ¿oíste?, cuidado. Y el pepillo se puso una mano en la cintura y se partió: Cuidado, cariño, no te vayas a equivocar, que la más divina de El Vedado se llama Julita La Bollúa y esa soy yo para que lo sepas. Nos dio la espalda y siguió bajando por la acera de La Rampa, veinte veces más partida que Peter, quien se quería morir.
Y enseguida siguió intentando que se lo llevaran preso. Y enamoró a un policía en la esquina de L y 23, que se lo llevó, no preso sino para su casa, y a ver si me la mamas bien, que yo sé que esa es la especialidad de ustedes los maricones, y a ver si te la tragas o te parto la cara. Y a Javy: Ay, qué desgracia, no me cogen presa, voy a quedarme contigo que tú eres carne de presidio, mujer, a ver si me lo pegas. Sin ser bañera ni nada, Peter se metía en un baño horas enteras, quitándose las manos viciosas de arriba, y se iba exhausta de estar parada y sin que un solo policía apareciera por el sitio. Y enamoró a un chivato que me había llevado preso a mí una vez, y se templó a Peter en un matorral; y Peter se atrevía a quedarse en Coppelia cuando todas las locas habían puestos pies en polvorosa porque La Sombra (el negro policía destacado en los alrededores), andaba pidiendo carné y recogiendo maricones.
Y como no se lo llevaban preso, decidió probar suerte travestido. Enfundado en una maxifalda de una modelo amiga suya, y con unos tacones que le sacaron callos, nos topábamos con Peter en el teatro y en el ballet, donde se evaluaban los alardes técnicos de las solistas y las primeras bailarinas. Y era que Aurora daba los esperados fuettés del tercer acto de El lago de los cisnes; y el lunetario de entendidos y maricones contaba bajito: ¡28!, ¡29!, ¡30!, ¡31!, ¡32!, ¡33!, ¡34! ¡35! ¡36!, ¡37! ¡BRAVO!, ¡PERRA!, ¡DIVINA!, ¡CÓSMICA!, ¡SIDERAL!, ¡PLÁSTICA!, ¡ERÓTICA!, ¡PRÍSTINA! Y la loca más linda de mi pueblo, loca del culo y de la cabeza, gritaba por encima de todas: ¡ALQUÍMICA!, ¿han visto a esa yegua?, treinta y siete fuettés y cerró con tres pirouettes. La vida misma. Y Benigno: Niña-fueron-treinta y cuatro-fuettés-y-dos- pirouettes. ¿CÓMO?, cerró con tres pirouettes, que los acabo de contar. Fueron-dos- pirouettes-y-treinta y cuatro-fuettes. Fueron treinta y siete; fueron-dos. Y Peter y Benigno se desgañitan peleando en el vestíbulo del teatro García Lorca, y casi se van a las manos.
Los conducen a la oficina del administrador, donde Peter insiste en sus tres pirouettes, y en medio de sus gestos se le cae una de las tetas postizas y se la coloca, ¡que cerró con tres pirouettes, coño, que lo vi yo!, y el administrador las amonesta y las deja libres. Y el chivato del teatro (esa es una loca reprimida, insoportable), asegura que Aurora había cerrado con treinta y ocho fuettés, avemaría, niño, ni la Vieja Alonso ha hecho eso nunca en su vida, y la discusión se extiende por largo rato. Y Peter, la loca más linda de mi pueblo, loca del culo y de la cabeza, seguía: Ay, qué desgraciada soy, nadie me coge presa, nadie me mira, ay, yo no puedo seguir en este país, no puedo, que yo no puedo.
Y como por las calles de La Habana no se ven extranjeros, Peter decide acudir a Tropicana, el paraíso bajo las estrellas, vestida con la maxifalda de lamé dorado de Suslay y calzada con los tacones que le sacaban callos. Y una loca bailarina le avisó: Peter, ven esta noche, va a estar una delegación de gallegos y nos han advertido de no mariconear demasiado en el show. Y esta loca bailarina le reservó a una mesa de pista, y Peter invitó a tres mariconas fortísimas y a dos putas; y un gallego invita a bailar a Peter (¿yo?, me llamo Graciela), y la orquesta ataca un bolero y Peter (que vive lejísimo), se olvida de su objetivo en brazos del gallego y lo aprieta entusiasmado (¡un gallegazo, Emilito!), y la picha se le quiere partir debajo del lamé y levanta del piso el borde de la maxifalda; y el gallego siente que está frotando picha contra picha, y esa picha es más dura y gorda que la suya, y de un piñazo tira a Peter sobre una mesa y lo golpea.
Y Peter: ¿Por qué, amor, por qué te pones así, querido?, y le daba carterazos en la cabeza. Y el resto de la delegación de gallegos intervino, y el funcionario cubano los separó y aclaró, este es un caso aislado de perturbación mental, no vayan a pensar ustedes, la juventud cubana no es de esa calaña. Y uno de la Seguridad arrastra al travestido hasta la perseguidora y a la estación de Marianao, estuve incomunicada tres días en esa comisaría y me mandaron a quitarme el vestido y los tacones, y estuve en cueros muerta de frío, y nunca se me ha quitado la faringitis desde entonces, y me botaron la maxifalda de Suslay, y uno de los negros cogió las tetas postizas para comérselas, de lo hambriento que estaba.
Luis fue de mañana a recoger a su sobrino preso, como había hecho en ocasiones anteriores. Olga había traído un pantalón, un pulóver y unas chancletas, para que su hijo se vistiera. Y mientras regresaban, Luis: Mañana voy a empezar a buscarte el permiso de salida del país, encárguense ustedes de conseguir una visa para dondequiera, para la China, para el demonio, para casa del carajo, con el permiso no va a haber problema, se los aseguro.
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