Ernesto González
La televisión pública norteamericana acaba de estrenar un interesante documental sobre la vida de J.D. Salinger, que nos tomó más que sorprendidos a muchos de sus admiradores, no por lo que descubrimos sino por lo que corroboramos a través de la sinceridad de algunas personas que decidieron a hablar ante las cámaras por primera vez.
Según esos testimonios, el escritor que ha vendido más de 65 millones de ejemplares de sus obras, no siempre era huraño ni repelía la interacción humana como se ha pretendido hacer creer. Revelaciones inconvenientes para aquellos investigadores-paparazzis-literarios que pensaban preguntarle con qué cereal desayunaba al levantarse o si primero hacía una meditación y se daba una ducha.
Los paparazzis a secas (desconocemos cuál de los dos especímenes es peor), por supuesto, sostendrán que aquel hombre que solía visitar a sus vecinos y hasta comer con ellos, no era el mismo que habían hostigado con una cámara escondida en los matorrales, ni el que les había virado la cara sin contestarle una pregunta trascendental: ¿es usted J.D. Salinger, el autor?
En el filme se nos revela un común mortal que adora escribir (y pensaría él, como el carpintero adora carpintear), el cine clásico y a las mujeres. Y en sus cenas con los vecinos adoraría comer, especialmente comida casera de esas que hacen las mujeres en los pueblos, adoraría hablar de las cosas corrientes que muchos somos incapaces de disfrutar, y quizás hasta de los problemas que enfrentaba su comunidad. Un testigo asegura que Salinger era un gran observador de la realidad y estaba al tanto de cuanto ocurría.
Y agrego de mi coleto, de paso, que no atragantaría a sus contertulios con citas de sus personajes, ni anticiparía el proyecto en que estuviera enfrascado y, de eso estoy convencido, escucharía con atención completa (como buen estudiante de Vedanta), lo que los demás le están comunicando. Ellos, por otro lado, evitarían cualquier pregunta demasiado personal, y si un niño se hubiera lanzado a hacerle una con esa auténtica curiosidad por el mundo y los seres que le rodean, de seguro J.D. le hubiera respondido con gusto y entre carcajadas.
Me viene a la mente cómo Grace Frick y Marguerite Yourcenar compartían el pan que cocían en su cocina, con los chicos o los vecinos de su comunidad, depositados en cestas en los umbrales de las casas al amanecer de los días festivos. Aunque esa sea otra historia, hay rasgos comunes, que no significan necesariamente modestia sino estilos de vida que no se esperan de los famosos (y tampoco de los no famosos). Porque, en definitiva, deseando ser distintos parece que todos llegamos a convertirnos en lo mismo.
Entonces, el hombre en cuestión del que hablamos, no tenía por qué ser esquizoide, ni neurótico (aunque algo de ese ingrediente contribuya a nuestra rebelión contra la condición /sub/humana), ni mentalmente inestable, ni padecería otras patologías psiquiátricas que no fuera la de salirse de la norma, de disgustarle ser el centro, estar bajo el reflector, ante el lente de la cámara, el micrófono y esa expresión de estúpido fisgoneo del que carece de vida interior.
Y aquí cabría preguntarse si existe tal cosa como la vida interior, si no residimos en verdad entre emociones y pensamientos (que pueden ser sumamente ruinosos o interminablemente aburridos), más que en la casona recién (re)poseída. Cabría indagar además si debemos asumir como normal lo que la sociedad y la cultura programan como norma.
Porque existen la curiosidad y la imaginación que enriquecen. Prueba de ello son la búsqueda del entrañable Holden (protagonista de esa joyita que es El guardián del trigal), y la visión que iba aprehendiendo del mundo, y cuyo rechazo acuñaba con una frase que una inolvidable amiga y yo repetíamos en instantes aciagos: ¡aquello me mató!
Y por encima de todo debería propagarse, como esa pandemia que nos incita a identificar el cereal que desayuna una de las estrellas de la fugaz constelación del momento, la curiosidad por saber qué somos y qué pintamos en este planeta, luego de observar cómo un deseo le siga al otro y al otro y al otro, y una frustración a la otra y a la otra y a la otra, o por indagar si hay un estado psicológico superior a ese automatismo y a la insatisfacción permanente que acumula esa identificación (aunque jamás la reconozcamos), entre otras maravillosas características del ego.
Esa entelequia cuya disolución es la suprema condicional para nuestra conversión a humanos.
Sigo pensando que la traducción al español del título es lamentablemente incorrecta y debió ser "centenal" en vez de "trigal"
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