miércoles, 11 de diciembre de 2013
Para no provocar un peligroso corte circuito en el cable que conecta al corazón con el cerebro, tienes que refrescarte la nuca tres días consecutivos con agua serenada
Ramón Alejandro
(de La familia Calandraca)
Ya caída la noche, poco antes de acostarte, llenas una jícara con agua del pozo; y si no tienes cerca un pozo cógela de la pila que da igual; mientras tanto vas invocando a Osáin recitándole aquello que te enseñé la otra vez, si ya no se te olvidó.
Piensa en la inmensidad del Universo y en las insondables constelaciones que desde lo más profundo de la eternidad, -porque en esa descomunal dimensión no existe ninguna diferencia entre el tiempo y el espacio- nos están mirando con sus siderales ojos que chisporrotean luces amarillas, rojas, azules. Cada cual irradiando su propio halo violáceo, mientras sin cesar, estos humanos seres que somos, en nuestra frívola inconsciencia seguimos agitándonos frenéticamente dentro de los hondos y oscuros recovecos de este bajo mundo sublunar. Vagando distraídos por los umbrosos sotobosques de este sabroso valle de lágrimas al que le tenemos tanto apego, el único teatro posible para que, tal cual somos en este preciso momento de la evolución de nuestra proteica y versátil naturaleza, tan sujeta a todo tipo de constantes transformaciones desde los tiempos sin comienzo ni final, que se pierden en el formidable bostezo del inconmensurable horizonte, en el cual, cierto día apareció ante los atónitos ojos de nuestro padre Oloddumare la inefable materia que todo lo sustenta.
Materia que simultáneamente es energía que se desdobla de modo físico y espiritual. Porque estamos aquí para desarrollarnos espiritualmente dentro de este vehículo somático perfectamente adecuado a las condiciones materiales imperantes en este específico planeta. El idóneo tareco cuyo funcionamiento nos ha tocado experimentar esta vez en la perruna existencia que vamos llevando, encerrados dentro de esta rotunda biosfera a lo largo y ancho de quién sabe cuantas encarnaciones sucesivas. Aparato de fama que viene ya provisto con sus amortiguadores y aceleradores, frenos, cloches, bujías y tornillos y de todo mecanismo, bisagra y muelle del que pueda tener un día la eventual necesidad. Porque de toda esa diferenciada materia, incluyendo tuercas, zapatillas y maniguetas sin olvidar los tubos, ganchos y otros pertrechos mecánicos perecederos, está constituido este cuerpo de carne y hueso que un día no muy lejano va a servir de tremendo banquetazo a esos gusanos de la tierra que no le tienen miedo a nada y que son capaces de meterle el diente por igual a cualquiera, quienquiera que sea, y a cualquier cosa.
Esos seres, que desde aquellas inconmensurables alturas en paz descansan y por el aire avanzan, nos observan mientras nos agotamos en vano y disipamos miserablemente nuestras fuerzas; bregando a brazo partido, empujones y codazos, sin querer darnos por vencidos, en constante lucha contra una turbamulta de corrientes contrarias y traicioneras; compuesta de envidias, inextinguibles codicias, insaciables lujurias, arayé, jiña, iñá, calvicie o alopecía, hemorroides, enfisemas y el carajo y la vela. Acogotados con todo tipo de osobbo que te abacora cuando y donde menos te lo esperas, terminando partido en dos con la boca abierta y llena de hormigas, la lengua guindando por fuera y todo el mondongo de nuestras palpitantes entrañas sirviendo de condumio a los escalofriantes insectos carroñeros que se anidarán en nuestro seno cuando nos trinque la sigilosa Ikú.
La siempre inesperada e impuntual pelona, que sin que se conozca una excepción, ni falla alguna, aplica la rigurosa ley bajo cuyo signo nacimos los infortunados mortales, cumpliendo de manera expeditiva y eficaz su natural función en el preciso momento que a ella le dé su real gana. Porque lo que más le complace es hacernos la gracia de sorprendernos; o bien mucho antes, o mucho después de lo que en nuestra arrogancia nos hayamos creído lo suficientemente precavidos como para mangarla como a una boba, engañarla definitivamente o engatusarla por un tiempito más con pueriles cálculos o fantasiosos presentimientos, súbitas corazonadas o inocentes vaticinios de aprendices de brujo.
Hasta que nos llegue esa hora en la que hartos ya, cansados de tanto puro trajín y tanta majomía; de nuestra propia iniciativa la llamaremos en vano, hastiados de tanto inútil jelengue e insensato ajetreo. Colocas la jícara sobre el quicio de una ventana que dé al norte, que de ahí es de donde nos viene eso único que nunca cambia, la fijeza de esa estrella polar alrededor de la cual gira en su loca ronda todo este mundo hecho de fugaces fantasmagorías involucradas en incesantes transformaciones.
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