La bacante, Gustave Courbet, 1847 |
Ramón Alejandro
(de La familia calandraca)
A primera vista; no parecería haber ninguna dificultad en amar sencillamente a ese ser que nos dio la vida, pero mientras van transcurriendo aquellos apacibles días de la pequeña infancia, durante los cuales el lindero del tiempo pasado, que nunca jamás volverá, se va insensiblemente desvaneciendo detrás de un brumoso horizonte en perpetua fuga. En esos instantes es cuando empieza a manifestarse en el cielo de la boca ese sabor amargo tan parecido al sabor de la cerveza. Es el primer sabor; y a su vez es el más vergonzoso, - y el más sabroso - que pueda aspirar a conocer la apolismada conciencia que caracteriza a nuestra atribulada especie.
Después del simple placer de existir en esos primeros embriagadores albores de nuestra vida, el descubrimiento del peculiar gusto que tiene esa inherente violencia que va consubstancialmente entretejida en la propia trama de nuestro cuerpo, - y por lo tanto de nuestra existencia; que no es más que el breve lapso de tiempo durante el cual funciona su compleja maquinaria - determinará para siempre ese familiar y amargo sabor que permanecerá perennemente impregnado en los archivos de nuestras papilas gustativas. Hasta que al fin un día abandonemos nuestro carapacho en cualquier fosa; ya vacío de su trémula pulpa y en proceso de desarticulación. Cuerpo que cuando está en su plenitud es una resoplante maquinaria, o un turgente aparato, - afianzado desde adentro por cables; - de variopintos colores y tan acendradamente enredados entre sí - que cada cual seguirá por su propia cuenta echando adelante según su veleidoso albedrío por esos caminos, senderos, veredas, avenidas y encrucijadas del mundo con sus desconchinflados artefactos adecuadamente dispuestos.
Ingeniosos artilugios con los cuales cada uno de los cinco sentidos ejerce sus tan necesarias como placenteras funciones por la libre; - sin por eso dejar ocasionalmente de enroscarse a cada paso, propinándose a sí mismos alevosos traspiés y traicioneros tropezones; entreverándose entre ellos mismos - mordiéndose furiosamente sus propios rabos y realizando caprichosas y sorprendentes maromas y murumacas a medida que avanzan llevándose su música a otra parte; - hacia un improbable destino que sin embargo termina por concretizarse - aunque no siempre de feliz manera.
Funciones que casi siempre nos resultan gratificantes, por ser optativas y aleatoriamente experimentables, como lo son todas esas sabrosas vivencias inmediatas; como el amor, los viajes y los diversos juegos y distracciones que tanto apreciamos. Todo aquello que nos produzca sabrosas cosquillitas. Ese delicioso cosquilleo del gusto a pulso, a pelo y a contrapelo. Escapándonosle cada vez que nos dé la real gana al mismo Diablo. Saliéndonos siempre con la nuestra. Corriendo como bola por tronera sin saber muy claramente a donde vamos. Dando un salto; como el saltamontes, sin saber en donde iremos a caer.
Es el maldito placer que iremos apeteciendo a medida que veamos gozar a los demás, o escuchando con regodeo el sabichoso relato de sus aventuras amorosas a través de las letras de las canciones populares. Todo eso que va constituyendo el repertorio emotivo de la variadas situaciones que los diversos apegos inicialmente más o menos imaginarios, - con algo de suerte - algún día llegaremos realmente a experimentar en vivo y en el mismo meollo de nuestra agradecida carne.
Estremecidos de placer en nuestro sensual e incesante chapoteo de puro gusto; haciéndonos sentir atados por sabrosísimas e indisolubles cadenas de un bronce aleado con pura carne y hueso vivo a la obtusa noria del deseo. Persiguiendo en redondo esa inalcanzable satisfacción, - que a partir de este eje central - se escabulle por los numerosos pasadizos radialmente divergentes que se van esfumando en vertiginosa fuga hacia las diez direcciones del espacio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario