María Cristina Fernández
Contaba Keith Haring de la primera vez que vio a Andy Warhol en un café cerca del Museo de Arte Moderno. Sin decidirse a abordarlo, caminó varias veces frente al lugar y luego se alejó sin que mediara ninguna palabra entre el ídolo y él. Haring andaba haciendo de las suyas en New York con plumones y tizas, dejando un reguero de graffitis en las estaciones del tren suburbano. Un apóstata del dios consumo, obsesivo del garabato, un perturbador visual. Podía salpicar un sacrosanto poster de Johny Walker con hombrecitos gateando o platillos voladores. Era un especialista en profanar la cultura de imágenes que nos conduce al mercado.
Afuera de un mercado neoyorquino Flavio Garciandía, artista cubano adelantado a su época, vio salir a Keith Haring cargando una bolsa de compras. Garciandía no lo pensó dos veces y tuvo a bien expresarle a Haring la buena suerte que le tocó ese día en que por azar pudo conocerle. Probablemente sabía que podía no haber una segunda vez.
En cinco años de vida, Haring acumuló cien multas por exponer sus símbolos pictóricos en espacios públicos. Alguna vez la policía lo arrestó en el subway, lo esposaron, fue encerrado en un baño público y allí temió encontrar su fin.
Tiempo después Keith pintaría la muerte de Michael Stewart, asesinado por la policía que lo acusaba de un crimen terrible: dibujar en las paredes. Stewart iba a tomar el tren a Brooklyn, pero acabó estrangulado, sus ojos eran dos bolas de sangre irreconocibles. Tenía sesenta hematomas y veinticinco años.
Michael Stewart, USA for Africa 1985 |
La segunda vez que Haring vio a Warhol tuvo una suerte grande. Andaba por casualidad caminando por West Broadway cuando apareció el ídolo, acosado por fanáticos y fotógrafos que disparaban flashes de sus cámaras. Tal vez por instinto de anticipación, Warhol le puso en las manos al joven de gruesas gafas una copia de la revista “Interview”. Esta vez Haring, a diferencia del cubano Flavio, tampoco tuvo palabras o gestos para entregarse a Warhol.
Yo me he sorprendido a veces tratando de definir la muerte de unos cuerpos jóvenes, inflamados por el ardor de dejar improntas, signos, lenguaje subvertido, en los páramos de las ciudades del gran mundo.
Cuando a Israel Hernández, pichón de artista de sólo dieciocho años, le quitaron la vida en una cacería sin sentido aquí en Miami, recordé a Jean-Michel Basquiat reaccionando ante la muerte del joven graffitero Stewart: “Esto pudo pasarme a mí”.
Esto puede pasarle a cualquiera mientras la brecha entre el que ejercita una libertad de expresión y el que la coacciona sea tan profunda. Si al leer esto sientes unos deseos tremendos de garabatear ciertas fachadas pulcras, o de redefinir en términos de justicia la palabra "vándalo”, no te asustes. Estamos del lado de los vulnerables , y son los gendarmes, no los artistas, los que me han dejado por mucho tiempo sin poder articular una palabra, como cuenta Haring le sucediera al encontrarse de súbito en las calles de New York con su admirado Warhol.
Hace un año propuse a una institución importante en esta ciudad / me lo guado por respeto/una curaduria donde se exponían los primeros graffitis de la historia de Miami por artistas que ahora sobrepasan los 50 como yo y no me dieron respuesta..., Buen post Cristina.
ResponderEliminarAmilcar Barca
¡Sr@e| L¡\/es~^~
ResponderEliminar¿Y qué pinta Flavio?
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