Rosie Inguanzo
Nací en una casa por donde el mar entraba y salía.
Los hechos fueron imprecisos, borrosos, el mar los fue desgastando. Con el tiempo, sólo fue quedando la huella endémica de la emoción primera. La de vivir.
La sal calcinó la angustia de los días ahogados en el pecho de nadie. La sal se quedó en la boca de algunos recuerdos. El olvido no pudo guardarse de la mordida amarga y erosiva, irreversible.
He colocado símbolos en el lugar de los hechos, por lo que solo podré hablar desde el trasfondo, como desde el rigor de un sueño. Un hecho instantáneo, con significado disperso que, sin abrirse a la conciencia, me aúna en su soplo y se desborda.
El horror paría precarias metáforas
y hacía el aire denso como lava.
La fraternidad del horror que nos unía
sufría el paso del tiempo,
por lo que queríamos develarle con urgencia sus misterios,
para tragar bárbaros nuestra trama.
Extraíamos de su origen,
delaciones y universos temporales.
Vislumbrábamos su fuerza
donde nuestra precipitación era más terrible.
Nos salía por la noche y por los ojos.
Y aún era mejor callar que deshacernos:
uno necesita del horror y del silencio.
Y el horror, sentíamos,
era la ley tumultuosa de la eternidad.
Hoy me gustaría que los días transcurrieran con ese alivio, que los sueños de anoche fueran contados, que nada se revelara para saciarme, que lo vivido fuera memoria de otros. Soñar espacios en blanco, fulminados por la luz, como las paredes de la casa que se decolora en la orilla. Transcurrir en el desmayo: ese embeleso de la luz y de las sombras.
Trazo en el aire extrañezas con el dedo, donde nos parecemos mutuamente, aquella y yo. Espío algo que me fue dejado y que no puedo tocar. Palpo la tregua de los días invisibles de la otra. Sumamente empinados dolores hacia el fondo; con la docilidad que ensayo día a día abordo la casa desde el punto primero. Converso con las visiones profanas de una memoria elegida. Momentáneamente no respondo a los hechos rígidos, disecados.
Me desvío del curso inmovible, del curso de mi deseo. Algún bien se fomenta en el desvío. En el fondo tengo un balcón al mar.
Escuchábamos el ruido de los huesos y las bisagras; no menos que el mar, el silencio presuntuoso mediaba entre las sonoras transferencias, escrutando sigilosamente a través de los encubrimientos y las pasiones, sobornando los gritos y asignando significados duales desde el fondo del agua hasta los confines de la quietud incesante de la luz que la sumergía. Y la casa así sumergida, resistía el embate. El territorio era el silencio.
Ella abría las ventanas para que entrara Dios y Dios entraba y acontecía en las habitaciones, filtraba la luz el vitral empotrado en medio de los cuerpos. Los reflejos coloreaban el blanquísimo mantel de la mesa y trazaban destinos indescifrables que se mecían en las ramas. El rumbo que trazaron los cristales de colores podía leerse durante el día, como un simbólico tapiz, hasta que menguaba la luz.
La ciudad era un rumor que se oía desde el balcón. Llegaban retazos de discursos y consignas por los altavoces. Se escuchaban siglos de altísimas columnas y visiones que repercutían dentro de la casa, por los pasillos, en el frío piso de mármol, en el resquebrajamiento de todo lo visible. Los escaparates cerrados ahogaban necrologías del pensamiento, valses y olores inauditos. El ávido dolor se asía a los muebles. Queríamos escapar.
Hablábamos del dolor. Me hacía parecer inocente y vulgar… esa debilidad sensual. Y no le hablé de la alegría que me causaba su atención, sino de la tristeza. La triste alegría. El conocimiento del dolor no me hizo todo lo fuerte a toda su fuerza. ¿Qué le sé al dolor? Es solemne, su vanalización es la tragedia, porque lo desangra antes de tiempo, lo debilita —por eso quizás se puede ser feliz mientras se sufre. En un principio este fue tallando la alegría que de vez en cuando me recuerda de qué estoy hecha. El dolor de la locura, que es estar aturdido de dolor, el dolor de contemplarnos frágiles y en lo oscuro, de dar tumbos a ciegas para dar con nada, de beber en el propio cuerpo la metáfora de un dolor salvaje, del origen del dolor y del grito de Whitman contra todos los techos del mundo. Es esto lo que más me gusta en los ojos (me gustan las nubes en los labios) me cautivan—de susto—sus hijos.
He deseado escribir desde el pasillo de la casa, vuelta allí, midiendo los pasos que conducían al fondo interminable. Pero, ¿cómo medir el laberinto helado donde se cristalizaban los días y los golpes secos de los pasos hacia donde no se sabe dónde? El rumbo mullido de las arterias, la calamidad nocturna de los pasos y las presencias. Para andar por el pasillo habría de apoyarse en el vacío sin borde de una plenitud de vidrios rotos. El vacío de fondo se lo tragaba todo. Nos engañábamos al pensar que el saldo hubiera sido el fin del mundo. Soñábamos viajar algún día.
La maison est dans toutes les memoires,
simultánea y vitalicia,
sévére dans la brume du temps.
Refulge mutante y me conduce por raras rutas.
Entiéndase que el cruce entre esta casa y la falta de esta casa
es mi salto al vacío,
la nada entre dos cosas:
una multitud,
una relación ignota que se maneja en lo oscuro
y se conjuga con una lenta ondulación de identidad,
amago de una misma.
hermosa vivienda de apellido familiar, como la sangre. Te luces siempre en el dolor, mi rosa.
ResponderEliminarT.
Hermoso texto, Rosie. Entra en uno como ese mar en la casa. Sí, T, el dolor hay que saltárselo para no hacer de él un acero teñido de plasma.
ResponderEliminarQue dolidooo,pero que lindo.Has escrito por muchos de nosotros
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