No soy devota de Lezama Lima. Para mí la riqueza de su estilo es paradigma de aquella sobrecompensación típica que nos caracteriza como colonizados, sobreafectados por eruditismo y verborrea. Demasiado formalismo y culteranismo. Cortázar recapituló su extrañeza de “tapicerías infinitas”, bien. Y cierto disfrute me producen las imágenes extraídas con pinzas de su calidoscopio manierista, el surrealismo de las emociones. Menos afortunado en los ridículos que cae, lo antojadizo del estilo –que en tertulias y homenajes levanta suspiros de admiración. Rechazo de tajo a los lezamianos. Desprecio entonces el culto almidonado y engolado que se le rinde, el tono sobreadjetivado que se le dedica (“mole catedralicia” por ejemplo, de Armando Álvarez Bravo). Sin embargo, hoy Viernes Santo releí El patio morado y hallé esta imagen que resume algo de lo que estas fechas significan, evocando el luto morado de nuestras iglesias, el barroco derivativo de algunos sentimientos católicos, apostólicos y romanos, y el regodeo en el dolor que se le infligiera al nazareno, la angustia barroca, el esplendor de la muerte. Aquí un fragmento:
El paño morado de una prolongada tristeza colgaba de los largos patios, de las cámaras abullonadas que formaban el palacio del Obispado. En el centro del gran patio cuadrado parecía inundado de amistosas sombras desde la muerte de Monseñor. Los pasos fríos de los sacerdotes, que parecían contados por la eternidad que se divierte, lo atravesaban como el eco baritonal de un sermón fúnebre. Siempre había sido un palacio melancólico, no como son todos los palacios, sino con la melancolía no que nos invade más que nos posee cuando contemplamos un surtidor de escarcha. Ahora era algo más que un palacio melancólico, una tristeza fuerte e invasora pasaba no como una sombra, sino como el crepúsculo que va quemando sus diminutos címbalos, sus últimas llamas ante la invasión de la lluvia tenaz.