Ernesto González
Me casé con Alisio, un guajiro de Palma Soriano, en una boda sonada hace veinte años. Cuando vi que me visitaba a menudo, me acariciaba mucho y se me quedaba mirando después de estar conmigo, como si no lo creyera, me dije: este hombre tiene pinta de bueno, aunque sea comunista y del partido. En definitiva, ¿qué tenía yo contra los comunistas? Sólo dos cosas: que Blanca Rosa Gil se fuera del país con todos sus boleros y que hubieran mandado a cerrar La Plácida. Y muchas de nosotras se casaron con los mismos militares que nos cerraron, y entraron en la jayalay.
Desde que me acuerdo, Alisio siempre me miró así, de esa forma bobalicona que para mí era familiar en el bayú. Los maricones que recogían las camas y cocinaban en La Plácida, o mis amigas envidiosas al verme vestida y perfumada, como una reina, bajando al bar a eso de las once de la noche, me miraban de esa forma bobalicona que me miraba Alisio. Primera vez que veía a un hombre de verdad mirándome así. No es que me estuviera viviendo con la mirada ni nada de eso, no. Era algo distinto. Alisio se ponía medio estrábico, se pone todavía cuando me mira. Me gusta verlo bizco, ¿qué rara es una, eh?
Feo sí era, es, lo sigue siendo y lo será; eso sí, y la peor cama de mi vida. No aguantaba mis meneos más de veinte minutos. Si se había tomado un trago, no los aguantaba más de media hora. Enseguida murmuraba dos ayes largos y terminaba como un bizco sonso dentro de mí. Alisio, le dije la primera vez que nos acostamos, Alisio, ¿ya? ¿pero será posible? No, no lo puedo creer... Y además me has templado con los calzoncillos y las medias puestos, yo no estoy acostumbrada a eso. Y no me has hecho nada antes de templarme. Nada. Y has acabado en unos minuticos. ¿Tú me estás oyendo, Alisio? ¿Qué te piensas que yo soy, eh? ¿Y ahora qué, Alisio? ¿Y YO QUÉ?
Discúlpame, mi amor, es que estuve el día completo reunido y estoy cansado.
Explícame desde cuándo cansa estar sentado, Alisio. Explícamelo, que no lo entiendo... No, no me toques.
Salté de la cama y me vestí. Estuve un mes sin verlo. Pero me estuvo cayendo atrás y mirándome bizco varias semanas. Como me tenía cansada, hablé con él. Logré convencerlo para que se acostara conmigo sin calzoncillo y me hiciera algo, antes, cualquier cosa, no sé, pero algo.
No le quedó más remedio que adaptarse a mí... Y yo a él, claro. Lo acepté en matrimonio, eso me tranquilizaba, por mis hijos y por mí. Estuve de lo más tranquilita con Alisio como quince años. De verdad que sí, yo misma no me lo quería creer.
Cuando me enteré de que habían declarado inhabitable el edificio donde vivía Enos, lo invité a venir para casa el tiempo que demorara la reconstrucción, calculado al principio en seis meses, y que al final duró dos años. Espacio sobraba en casa y él, amigo de mi hijo, ¿cómo iba a irse con su hermana comunista y del partido y con quien no se llevaba, cuando podía tenerlo conmigo aquí?
Me sobraban los cuartos. Mis hijos habían cogido sus rumbos y me pasaba el día sola.
Enos aceptó venir enseguida. Como me conocía bien, a los pocos días propuso trasladarme su clientela: Aquí sí podemos hacer dinero con tantos cuartos vacíos, me dijo. ¿Tú crees?, dudé un segundo, bueno, vamos a probar, diles a tus clientes que vengan.
Mi vida se trastornó desde esa misma mañana de la mudanza de Enos. Lo acompañaba un mulato claro con unos tremendos brazos muy venosos, anchos, fuertes. Este es El Boricua, Yoly, me lo presentó. Ayudé a Enos a colocar su ropa en el closet, y puse la comida que trajo en los estantes de mi cocina.
Enos y su boricua desaparecieron. Habían subido al cuarto situado encima del garaje, junto a la cocina.
Mientras seguía en mis trajines culinarios, oí a Enos, o a los dos, no sé, moviéndose sobre el viejo bastidor de la cama. Escuché unas patadas en el piso, como unos rodillazos, que anunciaban que lo estaban haciendo de rodillas, son rodillazos, sí, el mulato seguro está metido en Enos, empujando, no he estado con muchos mulatos pero se demoran una barbaridad. Ah, cómo se demoran, me repetí, sintiendo que regresaban mis deseos apaciguados de La Plácida.
Una picazón me entró de la cintura para abajo, mis senos se endurecieron como rocas y la boca se me resecó. Tal parecía que estaba escuchando uno de aquellos boleros de Blanca Rosa Gil, que yo ponía en la vitrola del bayú antes de subir la escalera y enredarme en mi cuarto con Roberto, el amor de mi vida.
Enos y su boricua se demoran demasiado. Han cambiado de posición. Ahora suena como si resbalaran. Hay un cuerpo en el piso, debe ser Enos. Vuelven los rodillazos. Mis senos me pesan tanto que me doblan, me agotan. Entre mis piernas hay lenguas de fuego rojas, azules, negras. Mi boca está más seca todavía, estoy erizada.
Suelto los cacharros que estoy fregando, halo una silla y acabo por sentarme a masturbarme en medio de la cocina, odiando a Alisio, inservible apurado, olvidada de Marieta, Cusi, Loreta y Valentín, que acuden al oír el revuelo que he formado y delante de los cuales finalizo aquella paja veloz, la primera de mi vida.
Caigo al piso casi muerta, rodeada de mis gatos, que aúllan espantados, y de mis perros que me lamen y ladran atacados.
3 comentarios:
Todo sexo esta mujer.
Nada de seso he visto en ella. Qué pequeña animal en celo.
que enfermedad!
buenisimo relato, la conformidad y el despertar tardio!
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