Ernesto González
Luis el loco había vivido durante una temporada en una pajarera encaramada en un árbol, en el patio de la casa de mi hermana en Melrose Park. Mío, mi sobrino, había convencido a su madre para que lo dejara vivir allí hasta que Luis acabara de resolver su retiro por incapacidad, por locura.
No sé qué clase de locura era la de Luis, un lince para colarse sin pagar en los shows de música cubana, en las funciones del festival de cine donde se exhibían películas de la Isla y en las fiestas. Desde que llegó por el Mariel, nunca había tenido un trabajo fijo en Estados Unidos (lo cual estableció un Record Guiness), se había acostumbrado a alimentarse en casa de la gente, dormir en las salas y los garajes, y en la primavera y el verano en el árbol de casa de mi hermana.
Mío primero hizo que la madre metiera a Luis unos días en el cuarto de invitados. Él, entonces, se levantaba e iba a sentarse a la mesa a esperar que le sirvieran el desayuno, se lo comía y se iba sin decir ni gracias. Por las noches se tiraba en el jardín o se acomodaba en los escalones de la entrada de la casa a esperar a Mío, a mi hermana o a su marido para comer. Reina le aguantó dos desayunos y dos comidas, y lo botó.
Mío lo trajo de vuelta y convenció a su madre para que Luis permaneciera unos días en un rincón del garaje de la casa. Ese es un cara dura, ese no está loco ni nada de eso, es un haragán y un descarado, gritaba Reina con esperanzas de tocar alguna fibra de vergüenza de Luis parado afuera. El marido de mi hermana no se metía en nada, estaba prestado en esa casa. Mío abrazó a su madre y le habló con ese tono suyo persuasivo de enamorar a las mujeres. Reina le ofreció un último chance al loco, quien no quiso o no pudo aprovecharlo. Acomodó en un rincón del garaje la colchoneta que le dio Mío, y se aprestó a dormir.
En vez de orinar antes de dirigirse hacia Melrose Park en su bicicleta, hacerlo por el camino o aguantarse hasta la mañana siguiente, al loco se le ocurrió usar las enormes botellas de St Pauli Girl, la cerveza preferida de ese marido de mi hermana pintado en la pared, para depositar su orine. Ni siquiera pensó en botar en la basura las botellas de St Pauli Girl, vaciarlas en una esquina yerma del suburbio e ir a venderlas por unos centavos en un supermercado. Las dejaba llenas de urea y se marchaba a callejear como a las diez de la mañana. Fue la última gracia permitida por Reina. Luis se había ganado más reputación de aprovechado y manipulador que de loco, pero le seguíamos diciendo así.
Un día se vistió de payaso, se montó en su bicicleta milenaria y asaltó una sucursal del Midwest Bank con una pistola de juguete. Todo le fue bien durante el asalto al banco y la captura del dinero, incluidas las monedas de diez centavos, cinco y veinticinco que también exigió a punta de pistola plástica. La fatalidad lo persiguió al poner un pie fuera de la pequeña sucursal del Midwest Bank. Asaltar un banco y enriquecerse definitivamente había sido su esperanza amasada por años en el solar de Centro Habana donde había nacido, traducida en su sueño americano al poner los pies en la Florida.
Casi cuarenta años después, realizado el sueño con vestimenta y maquillaje perfectos de payaso, la fatalidad hizo su detestable acto de presencia a través de las monedas que había exigido junto con los fajos de billetes. Luis el loco no se había percatado de las consecuencias al aplicar su filosofía de mantener un consumo bajo: la bicicleta sonaba con unas quejas que daban lástima, los pantalones, las camisas y los zapatos entregados por las iglesias se rompían de puro desgaste, y la mochila de tamaño mediano para demasiadas limosnas había empezado a rasgarse peligrosamente.
De manera que las monedas escaparon al ritmo de los saltos y chillidos de la bicicleta, por los traicioneros descosidos de la mochila, dejando una estela fácil de seguir por la policía a partir del descubrimiento hecho por el gerente en los escalones de la entrada de esa sucursal del Midwest Bank, el banco de la comunidad. Luis el loco cayó preso en media hora. Cumplió tres años y batalló duro junto con su abogado para que le pasaran un chequecito de incapacitado mental.
Al empezar mi trabajo de recepcionista, la organización griega se había zafado del edificio lleno de deudas y problemas por la crisis económica, lo había vendido a una organización sin fines de lucro. El fin no sería el lucro, no obstante, abrieron el banderín para las rentas sin verificación ni nada. Ahí apareció, acompañado de unos cuantos borrachos y malandrines, Luis el loco.
Le leí la cartilla, lo amenacé con denunciarlo si robaba o le hacía algo a uno de los viejos. La cárcel te quema o te cambia, me dijo, es demasiado, los policías plantan evidencias falsas, venden drogas, asesinan, para qué contarte. Los cuentos eran escalofriantes, ¿esperaba mi lástima, mi compasión o serían reales? Quizás mitad y mitad, con él nunca se sabe nada concreto, a no ser su lema de consumo bajo que, por cierto, siempre había aplicado a la perfección.
Luis daba la impresión de estar sosegado, agradecido de haber escapado con vida (y con honor de hombre, según él), de aquel lugar. Repetía convencido: este mundo está jodido, esto no hay quien lo arregle, la solución es bajar el consumo, los gastos.
Sí, baja el consumo sin vivir a costa de los demás, le recordé.
Excelente, Ernesto. Lo disfruté inmensamente. Definitivamente tienes un sello único que te distingue y te da tu propia y muy bien timbrada tesitura . Desde luego, habrá quien intente compararte con Onelio Jorge Cardoso (me vino ese nombre a la mente; no hay otro motivo al mencionarlo) o cualquier otro literatosaurio del panteón nacional insular o de extramuros. Fuerte abrazo para ti.
ResponderEliminarjajaja, simpatica pero tambien triste historia.
ResponderEliminareso, saca a relucir todo el loquero cubensis que habita en los suburbios chicaguenses... me he reído al leer en un mismo cuento las palabras Melrose Park, pajarera, Mariel, Midwest Bank... nuestra insignificante huella en la escarcha, E. saludos, omu
ResponderEliminarLuis sí que juraba por su filosofía de bajo consumo, vamos, un vividor ecológico. Una pajarera como domicilio... definitivamente que hace a una persona ver la vida desde otra perspectiva. Muy bueno. Saludos.
ResponderEliminarMI
Simpático ese Luis. El relato lleno de chispazos ágiles: "la solución es bajar el consumo".
ResponderEliminarCristina