Francisco Oller, El Velorio, (1897).
Los que se fueron lloran, igual que los que están. Los que se van añoran, los que se quedan, más. Canción de Carlos Varela.
Ernesto González
Del fallecimiento de mi querida negra me enteré varias semanas después de haber ocurrido. No había contestado a mis correos, pero eso pasaba incluso con ella, no era de extrañar. Nadie me avisó de su muerte, me enteré de casualidad, en una fiesta. No lo puedo creer, ¿a ninguno de ustedes le pasó por la mente la idea de llamarme?, ¿se han vuelto tan hijos de puta? Ay, Sara, por favor, tú conoces a la hermana de Rosario. De todas formas no te perdiste nada, la quemó y ya.
Estábamos en una de esas fiestas donde tratamos de conjurar el calor de la Isla mediante canciones, bailes y chismes, donde acostumbramos a contemplar y celebrar el guaguancó que baila el Prieto, marido de Fátima, que no es prieto sino moro, etiqueta cubana con sabor a hombre o mujer de carnes duras, casi desde la misma entonación de esa palabra que vacila innecesariamente entre el adjetivo y el nombre. Un moro o mora de carnes fláccidas era impensable, ni siquiera bajo las condiciones aplastantes del frío, el viento que lo multiplica y las noches de invierno que aterrizan casi detrás del mediodía. Todas contemplábamos las sacudidas y las parálisis de los hombros y de la cintura del Prieto, de reojo o con desfachatez. Fátima parecía haberse adaptado a que le vacilaran al marido en una o mil formas; vacilón que incluía a mexicanas, puertorriqueñas, ecuatorianas, colombianas y hasta a dos maricones cubanos que no se perdían una fiesta del grupo si se enteraban de la probable asistencia del Prieto.
¿Quiénes van a la fiesta?, averiguaban, ah, Fátima va, qué bueno, a mí me encanta. A mí también, she is so funny, we love her. Sí, lo sé, repetía yo mirándolos con incredulidad. Mentira, los muy caraduras iban a la fiesta por el Prieto, ni miraban y apenas hablaban con Fátima. Los saludos, el abrazo prolongado del Prieto, y su sabor, les transmitía una calidez diferente, genuina, a la cual no estaban acostumbrados, además de sentir su cuerpo moro, rocoso. Un abrazo del Prieto bien valía una fiesta. Al oír la apertura insinuante del guaguancó, las piernas y la cintura del marido de Fátima empezaban a vibrar y a dejarse llevar por los tambores, con vida propia, donde estuviera en ese instante. Sentado o de pie, hablando o escuchando, el Prieto sentía la voz y el ritmo insinuantes, sacaba su pañuelo blanco y se lo ponía en la boca, y cualquier cubana presente lo seguía hacia el centro de la sala. En esos instantes Fátima siempre echaba una mirada por los alrededores, muy calmada, como una advertencia disimulada.
El Prieto es mi marido y se va conmigo aunque me lo vacilen, y dormirá conmigo hoy, las noches de este invierno y las de la primavera, y sudará en nuestra intimidad el verano próximo y todos los demás. No me importa que se haya empatado con una mexicana y esté arrebatado con la hija que no le puedo parir, tampoco me preocupa si creen que no lo sé, o estén seguras de que lo sé y lo aguante. Y no me interesa verlo sin trabajo fijo, nunca lo ha tenido ni lo tendrá, se gana sus kilos pintando paredes o haciendo arreglitos de carpintería y plomería por su cuenta, y respondo por sus necesidades, para eso es el hombre de mi vida. A nadie le importa lo que hay entre él y yo, nos aclaraba el silencioso desafío de Fátima, evidente cuando la mexicana le exigió el reconocimiento paternal de su hija y el Departamento de Familias de Evanston, el suburbio donde viven, le pasó una comunicación al Prieto para exigirle los pagos adeudados y una mensualidad hasta la mayoría de edad de la niña. Entonces hablaría con nosotras, una a una, para describirnos cómo él le había pedido perdón de rodillas. ¿Le importaba o no a Fátima lo que pensábamos las demás?
Rosario la insultó: Cágate en la gente, no comas mierda y vive como te dé la gana, a nadie le importa un carajo lo que haces con tu dinero y con tu vida. Rosario reaccionaba con acidez ante la pose de víctima de alguna de nosotras, se ponía las chancletas, sus cutaras, como las llamaba, y dejaba de ser la negra fina de inglés exquisito que conocíamos. En esos momentos no había quien la parara. Metía miedo ese contraste de mi negra, feminista extraña porque añoraba los piropos de las calles cubanas, y que un hombre la dejara pasar delante o le abriera la puerta del carro y le tendiera la mano. En una de esas circunstancias, valía la pena contemplar su sonrisa de satisfacción. Irradiaba complacencia, felicidad.
Todas, incluidos los dos maricones cubanos del grupo, hemos soñado con un amanecer menos frío, acompañado de ese prieto marido de Fátima, que es moro, ríe tanto, nos besa y nos abraza con un saludo distinto cada vez, como diseñado especialmente para cada una de nosotras, y encima de eso baila el mejor guaguancó imaginable por debajo de cero grado Farenheith. Todas hemos fantaseado con el Prieto. Algunas demasiado, como Carlucho y Manuel: embarran de baba los hombros del Prieto en cada abrazo y los ojos se les viran y hasta se les ponen en blanco. La afectividad, la energía franca y abarcadora del Prieto es demasiada, la verdad, para comer y para llevar. Durante una de las alertas visuales de Fátima ante la rumba iniciada por su marido, pregunté por Rosario, quien acostumbraba a llegar tarde a las fiestas. Y me enteré: su hermana la había quemado y ya. ¿De qué hubiera valido discutir con los cubanos por no haberme avisado de la muerte de mi negra?
Fátima había sido operada de cáncer y estaba bajo tratamiento de quimioterapia, los demás tenemos cientos de problemas, incluidas la gordura y la depresión, aceptadas como dos reglas insobornables de esta ciudad, quizás de este país joven e incapaz de separar tiempo y ganancias por un rato, y permitir el espacio silencioso, el intervalo apartado de la vida donde único puede ocurrir la fusión real de dos cuerpos deseosos. Fisión, rectificaba mi negra, vacilón atómico añorado, ¿quién se acuerda de eso? ¿De qué valía discutir? No hay tiempo para los muertos, si apenas lo hay para los vivos. A mi amiga la habían quemado y ya. Solté el abrazo de mi marido y corrí al baño a secarme las lágrimas. De regreso, me incorporé a bailar el siguiente guaguancó con el Prieto, ese transmisor de calor y de vida, ese provocador de fantasías en todas nosotras, mariconas, maricones o no.
Sigue leyendo aquí.
3 comentarios:
Ernesto, hablas mucho y no dices lo mas importante. Por que la mato la hermana?
nuestra conga interminable/historia comunitaria de un exilio glotón y deprimido y en todas partes, no sólo Chicago
no hubo asesinato, 102...
E, me gusta, me quedo con la primera parte y el enigma. bueno ver que a pesar del frío, los inviernos, el exilio dentro del exilio, seguimos tecleando.
omu
Publicar un comentario