Ernesto González
Varadero, la playa de oleaje soñador que nos transparentaba opción y esperanza; kilómetros y kilómetros de llanura iridiscente y opalina que no son capaces de violentar el gris de ciertos octubres, ni los fucilazos del invierno costero, ni siquiera los brisotes de la cuaresma; kilómetros y kilómetros de polvillo cósmico dispersado para dejarse lamer por el azul. Hicacos, la penínula más adorable del mundo, donde la arena abrasa refractando sol aun tendidos bajo el almendro o los pinos, o al pasear por la terraza del Hotel Internacional. Varadero, varadero de guajiros hermosos y dulces, de polistas de la escuela de natación, de espaldas y pechos arropados por una textura de bebé, de clavadistas de vellos dorados y de un negro de ojos verdes, campeón nacional de Kayac, con quien me revolqué una madrugada en el portal de la casa de Pepe Luis. Costa bordeada de mansiones y hoteles de madera y jardines impresionantes de las casas de descanso del ministerio tal, o de la residencia de la viuda y los hijos del héroe más cual. Atravesábamos el puente de hierro en las guaguas checas que nadie sabe cómo han durado hasta el día de hoy (mira, Javy, están montando el escenario del anfiteatro), y queríamos que detrás de nosotros esa única vía de acceso estuviera permanentemente levantada, como si con ello fuera a desprenderse la península y a arrastrarnos hacia la libertad y el hechizo del norte, seremos unas locas famosas en Alaska, abriremos un bar-consuelo para los petroleros y nos hacemos millonarias en un mes, insoportablemente logradas.
El ómnibus tomaba la avenida de entrada a Varadero y nuestros egos reverdecían de hálito liberador; y nos agitábamos por la inminente aventura que nos aguardaba en un tramo de playa, o en las duchas de las ocho mil taquillas, o en sus baños, donde tú, Javy, tenías que reprimir tus jipíos y tu asma crítica durante el ejercicio erótico, porque la resonancia de las paredes era fuerte, y entre las cuales era imposible retener a Rafa, quien prefería enamorar a alguien, tendido al sol o en el mar, a demorarse ajustándose la trusa, doblando el pantalón y colocándolo en el perchero, para enloquecer de deseo detallando las pantorrillas y los muslos peludos de un vecino de taquilla, y los brazones de otro, y responder a unos ojos grises que miran extrañados, y por allá unas nalgas lampiñas y blancas, y abdómenes cuadriculados y espaldas que se abren desde una cintura que quiero apretar, y tetillas como las chapas que nos entregan a la salida de las ocho mil taquillas, tetillas rojas y oscuras y rosadas; tetillas circunvaladas por una miríada de vellitos encaracolados que daban ganas de arrancar a dentelladas, tetillas de párvulo que eran dos manchitas de carne tierna en el pecho ondulado.
Varadero, la Meca del ambiente hasta el deshielo del turismo. A Varadero se iba para ser uno mismo a fondo y en verdad; Varadero atraía a médicos, artistas y a bugarrones de los pueblos próximos y de los centrales azucareros y de los bateyes de Matanzas. Y apareció Guille colgado de sus muletas y el subibaja y el reguero de sus extremidades en el vacío, tácata, tácata, tácata, tácata, tácata, tácata, que recorría el pasillo en redondel de las ocho mil taquillas (¡esa coja viene desde La Habana a fletear a Varadero!); y el guajiro que no quiere que lo miren y regresa de las duchas envuelto en una toallita que le marca las nalgas y los huevones y una picha estándar; y uno que al quitarse los calzoncillos de patas, desnuda un cuerpo del carajo; y el que sabe que lo estoy contemplando, y el que puso mala cara porque tú, Javy, te has rascado los pliegues de tu culo funesto delante de él. Y está el que se le paró y te siguió a los baños; y el padre que le dijo al niño que fuera a marcar en la cola del helado, que tenía ganas de ensuciar, y fue y me la saboreó sentado en la taza del baño y se hizo mansturbó en dos segundos; y está el que la tiene salaza, y el alarde técnico que hiciste, Javy, al desaparecer la de un negro medio anormal; y mira ese que acaba de entrar y mira aquella gorda y cabezona; y uuuyy, qué asco, ese es caballero cubierto como era yo, esas pichas apestan (insoportablemente, Emilito); y un flaco en cueros que no tiene nada, (primer flaco que vive cerca); y un ex-presidiario que se cambia de ropa junto a Rafa y en la espalda reluce un tatuaje gigantesco de la Caridad del Cobre montada en su bote, por supuesto, y se da vuelta y en el pecho un imponente San Lázaro en muletas y con perros y halo de santo. Y debajo del ombligo una flechita y un lema: Baja y gózala que es tuya na má. Y en un hombro: Vieja, tú eres mi único amor sincero.
Guille había llegado al parque de las 8 mil taquillas proveniente de Santa Clara (hay un ambiente tremendo, Javy, tú lo sabes Emilito, ese es tu pueblo, ¿no?); tácata, tácata, bolso al hombro, Guille estuvo gastando sus muletas aventureras por las calle de esa ciudad del centro de la Isla (Javy, esa coja tiene un pecho y una cara preciosos, si no estuviera tan desbaratada me la echaba; ay, eres insoportable, Emilito, olvídate de eso que a Guille lo que le gustan son los machos que huelan, olvídate). Y como no podía perderse el Festival de la Canción de Varadero, la loca minusválida pidió botella a una rastra en la Carretera Central (un aventón, Javy, es más fino); y había viajado mamándosela al chofer en la cabina, hasta Perico (qué rico se vienen esos cuarentones, no como los pepillos que ni te enteras); y el rastrero detuvo su rastra, despertó a su compañero que dormía en la litera, tras una cortinita, y ayudó a bajarse a la coja para que fuera al baño, siempre ando arriba con un tubo de pasta de diente y un cepillo bueno, bueno de verdad, preparada para esas contingencias, eso es lo único que no me puede faltar, los pago al precio que sea, así que avísenme si alguien los vende, el cepillo tiene que ser bueno, bueno de verdad, lo pago al precio que sea, avísenme.
En esa cafetería del pueblo de Perico, los dos rastreros y Guille comieron unos bocaditos de pasta que sabía ácida, y volvieron a subirse en la rastra. El chofer mamado sustituyó a su compañero en la litera, y el que iba durmiendo cogió el timón, un cincuentón enfermísimo, muy erótico vaya, y quién les dice a ustedes sin haber salido de Perico ya el hombre se la había sacado, y se le puso dura como un palo en un dos por tres. Y Guille volvió a tenderse en el asiento de la rastra, cuan cojo era, con la cabeza en el regazo del cincuentón erótico para continuar su concierto hasta Cárdenas, entre cortes, acelerones y frenazos, no se la pude sacar, mamé como una ternerita y no se la pude sacar, qué roña, cada vez que me acuerdo, aguantó como un caballo, el gusto que debe darle a las mujeres, yo no podía seguir, tenía los labios irritados y la mandíbula me dolía. Qué va, quédate con ella adentro, no puedo, le dije y me bajé.
De la guagua de Cárdenas, Guille había aterrizado directamente en las 8 mil taquillas de Varadero, donde esperaba ver por lo menos 4 mil hombres en cueros; y allí estaba recorriendo los pasillos circulares del edificio (no sé cómo no se marea esa coja, es insoportable); y se metía en los cubículos de taquillas, en las duchas y los baños donde permaneció hasta las cinco de la tarde, cuando Javy y yo regresamos para darnos una ducha, vestirnos y comer temprano, pues la inauguración del festival era a las nueve de la noche. Comimos unas croquetas desabridas en la cafetería El Caney, el centro del ambiente de Varadero, y fleteamos un rato. No nos convino nada, y como ya nos habíamos ejercitado por el día, nos fuimos para la parada de ómnibus, muy ansiosos por presenciar el Festival de la Canción de Varadero.
Decidimos cruzar a pie la ciudad, y nos unimos a un grupo de locas que entonaban lalala, lalalá, rosas en el mar, lalala, lalalá, rosas en el mar. Los estribos de las inmortales guaguas checas pasaban con las puertas abiertas y rebosantes de putas, maricones y hippies, y estábamos felices de cantar y caminar. Y se sumaron pájaros y cuatro tortilleras al grupo, y nos pasó por el costado un camión repleto de militares: ¡CHERNAS! Seguimos caminando sin inmutarnos, y dejamos atrás a unas cinco locas cheas que cantaban: Cavaste una tumba y hoy al regresar, sabrás que no estoy muerta por tu falsedad; y a un grupo de diez: abrázame fuerte, fuerteje, bieeen fueerte, fuergete, más fuerte. ¡FUERTES!, le gritamos a las osadas imitadoras de Marta Strada. Era un fluir interminable por las calles y las aceras de Varadero, en dirección al anfiteatro; autos americanos de los cuarenta, cincuenta y principios de los sesenta, bolsones de locas y tortilleras, de hippies y putas, y hasta una rastra llena de voluntarios a quienes quizás no les interesaba la música, pero habían dado el paso al frente en esta tarea de la Revolución, consistente en hacer bulto en el anfiteatro de Varadero por lo que pudiera pasar.
Y delante de nosotros, un coro de melenudos vestidos con camisas grises de trabajo voluntario, pantalones de ese estilo, collares de santajuana y tenis: Cometugueder, raídnao, cometugueder, raídnao. Un trigueño ripiera y apestoso me pasa el brazo por los hombros, me brinda una pastilla (anfetamina, qué fino, clasifica la coja Guille, quien canta, saluda y no se pierde una, tácata, tácata). No, gracias. Ay, dámela a mí, es Guille alargando la mano. Y el hippie se la da, y se inclina hacia mí: Cometugueder raídnao, y me hace repetir cometugueder, raídnao, y le pasa el brazo a la renga, que pone cara de haber aterrizado en la gloria. Y Javi, en mi oreja: No sé cómo aguantas al apestoso ese. Seguimos caminando y adelantamos a duetos de intelectuales (esta es la apertura de las fuerzas vivas, el potencial socialista redivivo en Occidente), a trovadores improvisados y a artistas que Javy me señalaba: Mira quién va en ese Fiat. Un auto nuevo, guiado por un pepillazo del carajo, pitaba solicitando vía. Esa calva vieja que ves ahí sí puede tener los pepillos a montones, los pone de choferes, y cuando se cansa de uno le regala un pulóver y un desodorante de afuera, le informa que prescinde de su trabajo y al día siguiente lo sustituye por el de turno. Es la culpable de los millones de ciclos de Marilyn en la cinemateca.
De la nada no puede crearse algo, no puede ser. Al menos eso pensaba hasta ese instante. Sin embargo, en un pestañazo, de la nada salieron a la avenida varias perseguidoras, y un cordón de policías se desplegó sobre ambas aceras, para seleccionar, de aquel fluir sincrético, barroco e infinito que corría desde el centro de Varadero, atravesaba el puente de hierro y entraba en el anfiteatro, a las locas afocantes, a los alcohólicos y empastillados evidentes, y a los peludos pese a que sus fachas fueran las de trabajadores voluntarios salpicados por una llovizna de diversionista singularidad. Uno de ellos nos había brindado una canequita con brebaje que la coja saboreó y clasificó al momento (cocimiento de hojas de campana, qué fino). Al ser interceptado por un policía, este hippie de la campana grita: ¿Y este es el festival del pueblo y para el pueblo que anuncia la televisión? ¿Es este o estoy perdido? Y un piñazo del uniformado le aclara que no lo es. Ah, dice el hippie, entonces estaba confundida la televisión. Y los policías están pidiendo el carné de trabajador o el de estudiante, y yo ni trabajo ni estudio; ay, el mío está roto, me van a cargar tú vas a ver; no sean estúpidas, nos van a cargar de todas formas, ¿no ven que son demasiadas plumas para un solo festival? Y Javy me susurra: Sígueme, y nos mezclamos con unas tortilleras y vemos a Guille que a pesar de su cojera escapa también. Y frente a la terminal de ómnibus estaban pajareando, Benigno, Alfredo El Ronco, La Sol y La Coppelia, acabaditas de bajarse de unos ómnibus especiales que habían puesto para viajar desde La Habana. Qué alboroto formaron: Cómo está esto, sí mira qué bueno está aquel, ¿ya-tuviste-vicio-nueva?; vamos, el festival empieza a las nueve; sí, tranquilitas a ver si nos dejan llegar, están recogiendo a María Santísima. Benigno trae la dirección de una vieja que vive frente al parque de las 8 mil taquillas, le-alquila-sólo-a-maricones-me-lo-dijo-La-Papito-que-fuéramos-a-cualquier-hora-que-la-vieja-alquila-el-portal-y-todo.
Alfredo está cagado de miedo porque su padre pudiera estar en Varadero, y obligarlo a regresar por la fuerza, me lo tropecé en la puerta, a punto de irme. Y Chela: Mira, ahí tienes a tu hijito querido, mira con la facha que se va para Varadero. ¿Para dónde? Varadero, ¿Ah, si?, ¿en short?, ¿y con quién, si se puede saber? Con unas amistades; ah, sí (y me iba para arriba), ¿y se puede saber cómo son esas amistades?; AMISTADES, CARAJO, AMISTADES. Y Cañedo le pega un piñazo: A mí no se me habla así, ¿oíste?; ¿y qué he hecho yo, coño? Usted entra a esa casa y se pone un pantalón si quiere ir a Varadero, y de chancletas nada, se pone tenis, para eso se los traigo del extranjero, no puede estar chancleteando como las putas del barrio de Colón. Y Cañedo le mete otro piñazo que tira a Alfredo al piso en el umbral de la casa. No te vayas a pasar de mariconcito conmigo, ¿oíste? Y Chela: Cañedo, por favor, los vecinos. Eso es lo que quiero, que me oigan los vecinos, te mato, coño, (y me dio una patada en la barriga), aprende a hablar como los hombres, carajo. Y Chela interviene para contener a Cañedo, y El Ronco aprovecha para arrastrarse en dirección al pasillo del edificio y da un brinco y se aprieta la barriga adolorida por la patada, agarra la mochila con el brazo libre y sale corriendo por la puerta, estoy cagado, Javy, si Cañedo me ve aqui en Varadero, me mata, seguro.
Acabamos de rebasar la última capa del tamiz policíaco desplegado en las dos avenidas principales de Varadero, cruzamos el puente de hierro y descendimos por una escalera hacia el área destinada a quienes carecen de invitaciones: las gradas, al fondo del anfiteatro, desde donde cantantes y músicos dan la impresión de ser enanos mudos aquejados por desórdenes psiquiátricos. Y yo: Era verdad, la entrada es gratis. Ay, Emilito, ¿qué es lo que se cobra en este país, chico?, por eso nada sirve.
7 comentarios:
E, gran orgía... también de descripciones, saltarinas y saltimbanquis como las jóvenes locas que describes. Se siente el sudor, el semen, la saliva y la asfixia de toda esa (mi) generación y su juventud marginada.
Y se escucha el eco de Arenas... la llegada a Varadero en su "Viaje a La Habana", 1era parte ...
(Eva, después de golpearse la cabeza con una de las estalactictas de las Cuevas de Bellamar, narra):
"Los dos salimos jadeantes. Ni aire había dentro de aquel sitio inmundo. Esa tarde, por suerte, fuimos a Varadero. Allí tuve oportunidad de mostrar mi corte abanico y el canesú tejido a punto de nervio, finísimo. Tú (Ricardo) te paseate en bikini por la Avenida Dupont, con el gran chambergo de fieltro semejante al oro y las plataformas de cristal. El mar, la gente civilizadísima que ahora nos aclamaba".
omu
Tienes razón, omu. Ya alguna vez he comentado que Arenas sienta cátedra entre las líneas de Ernesto, pero hay aquí un cinismo que se hace sello personal. Además, excelentemente escrito. Sensibilidad, swing y oficio.
Sensibilidad, swing y oficio le sobra a Ernesto. Exhuberante y desbordado, como la vida de muchos gays, muy normales por demas!Excelente!
Arenas era directo y mordaz, rayano por momentos en lo insoportablemente soez. Ernesto es directo y mordaz, pero su sello preserva siempre, a toda costa, el sentido de la estética literaria en función del relato y sus ejes temáticos, sin renunciar a su sabor ni traicionar su realismo; y sin perderse, felizmente, en el facilismo de cada drama escenificado o el calentísimo erotismo de las referencias sexuales y vivencias aquí expuestas. De nuevo me conquistas con un relato, Ernesto. Volé en el tiempo y se dispararon los poros. Un fuerte abrazo.
Un nuevo relato.
http://losrelatosdemauricesparks.bl
ogspot.com/2010/08/rositas-de-maiz.html
Gracias.
Delicioso relato.
Un nuevo relato (fragmento).
http://losrelatosdemauricesparks.blogspot.com/2010/08/la-fotografa.html
Gracias.
Publicar un comentario