sábado, 17 de julio de 2010

Eso que llaman amor para vivir

(viene de la página anterior)

Hoy, que he vivido una experiencia singularísima, desde el lado también angustioso de uno de los 7 mil 776 enfermos de insuficiencia renal crónica que esperamos en México por la generosidad de una donación, por cortesía viva o cadavérica, puedo imaginar aquella intensa batalla contra reloj, la movilización de seis equipos de cirujanos, anestesistas, laboratoristas, especialistas, enfermeras, trabajadoras sociales, camilleros, pacientes compatibles, familiares y ángeles de la guarda de unos quince candidatos, entregados a la urgente tarea de ganarle, si no la guerra, una batalla a La Muerte, esa Señora tan astuta que, de mil personas que se lleva con Ella, sólo una se le revira y cede sus órganos con nobleza extrema. La balanza de las apuestas no baja de millar a uno, y así resulta muy difícil derrotarla. Y aquel octubre aciago la vida ganó, gracias a Ale. Pocos meses después, en Los Mochis, Sinaloa, se fundaba la Asociación ALE, organización social sin fines de lucro que desde su origen hasta el sol de este jueves de julio ha apoyado el trasplante, ya felizmente realizado, de unos quinientos pacientes –trescientos de ellos con insuficiencia renal crónica, tercera causa de muerte en hospitales de México, según datos públicos del Centro Nacional de Trasplantes. A otros tantos, Ale no nos permite perder una ilusión que, sin el apoyo de la Seguridad Social y otros grupos filantrópicos de real y venerada misericordia, sería con suerte un bonito delirio por no decir una última quimera: el desesperado sueño de seguir vivos.

Yo sé bien lo que les digo: es “eso que llaman amor para vivir”, como cantó Pablo Milanés. Les cuento. El sábado pasado, a la noche, recibí una llamada telefónica de alarma y el domingo, en ayunas, un segundo y tercer timbrazo me advirtió que la hora había llegado, después de tres años de espera. Debía presentarme de urgencia en el Hospital General de México con todos los documentos en regla –más la totalidad de mis fantasías a la mano, pues soy de los tercos que aún creen que sólo la poesía explica los milagros. Una familia bondadosa había aceptado donar los órganos de un pariente en situación terminal, y yo era uno de los siete u ocho candidatos a recibir alguno de sus dos riñones.

Poco a poco, uno a uno, fuimos llegando y rápido nos empezamos a conocer de otra manera, a pecho abierto, pues en situaciones extremas no hay derecho a la envidia o la rivalidad –menos a la codicia. Cada cual veníamos acompañado por un familiar sonriente, solícito e incansable, y cargábamos con algún talismán para la suerte, oculto a buen resguardo en la camisa o la blusa. Como nunca olvido que soy padre, habanero y supersticioso, yo me apreté el pantalón con un cinto de mi difunto padre (recurso reservado para momentos especiales) y llevé un retrato tamaño pasaporte de mi hija María José en el bolsillo superior izquierdo de la guaya­bera, el más cercano al corazón. Ella y su madre, María del Carmen, se ocuparon del obligatorio papeleo administrativo y yo me quedé observando desde un rincón los diligentes desplazamientos de una tropa de médicos, técnicos y enfermeras que iban y venían por un hospital tan extenso que, además de doctores en medicina, los obliga a ser también maratonistas.

Yo los vi. Revoloteaban. El doctor Héctor Diliz, cirujano jefe de la Unidad de Trasplante, estaba al tanto de los más mínimos detalles, desde aprobar las camas donde habrían de internarnos hasta buscar en los almacenes las batas reglamentarias para entrar en quirófano. Al mediodía nos vimos un par de veces, desde lejos, porque él actuaba en muchas partes al mismo tiempo, multiplicado, y de cada rincón del Hospital General regresaba con un problema menos, con una solución más. Al aparecer y desaparecer, corriendo de un lado a otro, me sentí tranquilo por la simple razón de que si el doctor Diliz seguía aquí, allá, ahí, sus pacientes no teníamos nada razonable que temer. Es exigente, minucioso, perfeccionista. Luego vi al doctor Juan José Platas que caminaba sin mirar donde pisaba, atento sobre la marcha a los claroscuros de una placa de abdomen, mientras nos saludaba a todos por nuestros nombres sin mirarnos, como si nos reconociera por los olores de nuestros respectivos sustos. El experto cirujano sudaba. Ahora leía el jeroglífico de un electrocardiograma; después, un cifrado de laboratorio. El doctor respiraba profundo. Platas es de oro.

Y vi a la delgadita Mónica, la enfermera que ama los poemas de Benedetti. Llegó veloz y lista para la pelea (¿lo hizo en patines?), sin importarle un rábano haber tenido que suspender su merecidísimo descanso de fin de semana. Vestía con orgullo su inmaculado uniforme aún húmedo, pues ni tiempo le había dado para plancharlo en casa. Bailaba al colocar los sueros en los ganchos. Bailaba al pincharnos las venas. Mónica bailaba. Vi al doctor Alejandro Luque, joven internista, pendiente de las pruebas finales de compatibilidad sanguínea, como campeón de tenis que juega en varias canchas a la vez y en todas responde los pelotazos de La Muerte disfrazada de traicionera diabetes o de enemiga anemia o de fumadora empedernida. Y vi al doctor Luis García, cirujano, que ese domingo sólo lamentaba perderse sus boletos comprados para asistir a la final del campeonato mundial de fútbol; sin embargo, como es hombre que lo sabe casi todo sobre las cosas simples de la vida, que son las realmente hermosas, se atrevió a pronosticar en voz alta que México vencería a Uruguay 2 riñones por 0.

La doctora Alejandra Cicero, cirujana, tiene que ser una muchacha muy bella porque aun en ropa de quirófano se veía luminosa. Estaba tan contenta con el giro que habían dado los acontecimientos que alguien no informado de lo que allí sucedía pudo suponer que ella iba a asistir esa noche a una fiesta de disfraces y no a un salón de operaciones donde habría de decidirse el destino de dos pacientes graves, tras unas cinco o seis horas de combate cuerpo a cuerpo. Sólo he visto esa expresión de alegría en el rostro de la madre de mi hija la tarde que iba a parirla, es decir, la tarde que iba por fin a conocerla. No sé cómo decirlo: Alejandra estaba maternal, radiante. Diosa.

El doctor Héctor Hinojosa, nefrólogo, irrumpió en mangas de camisa deportiva, como jamás lo había visto en su pequeño consultorio donde los pacientes nos sentamos en un cubito de madera, como mascotas amaestradas por el látigo de su inteligencia, y esa mañana me pareció un hombre mucho más joven de lo que suponía cuando lo veía de bata blanca y yo asumía que era un domador de tigres escapado de algún circo ambulante. Eso sí, mostraba en las pupilas su sonrisa de siempre, esa que le ilumina la cara, y no dijo una sola frase que no destilara optimismo ni nos dio un abrazo que no regalase seguridad, convicción y bríos, los tres medicamentos del alma que más necesitábamos. La enfermera Aracely veló por nuestro descanso toda la noche, que fue por demás lluviosa, y lo hizo con tanto esmero que acabó dentro de siete u ocho sueños, saltando de soñador en soñador, participando desde el centro mismo de cada espejismo o pesadilla --y si eran alucinaciones gratas nos dejaba seguir durmiendo, pero si por el contrario nos sofocábamos en desvaríos oníricos, entonces nos despertaba con una pluma de arcángel y nos consolaba hasta que volvíamos a rendirnos en la calma de su tranquilizante mirada de mujer, bendita mexicana.

Por último, apareció el sereno doctor Alejandro Rossano, cirujano, lector obligado de mis novelas, un joven demasiado sabio para su edad que yo he aprendido a admirar sin reservas –tanto que, si por alguna extraña razón le agradezco mi dolencia fatal al Dios en quien todavía creo, es por haber tenido la oportunidad de conocer a un ser humano tan afable como él y considerarme su amigo para siempre, sea tan larga mi vida como él capaz de prorrogarla. Nos saludó a todos de mano. Quería que apretáramos con las nuestras la suya, esa mano que habría de abrirnos y conectarnos en la panza el riñón del que a partir de entonces dependeríamos para que nuestro futuro volviera a igualarse a nuestro pasado, gracias al profesionalismo de esos hombres y mujeres en verdad heroicos que se pasaron más de cincuenta horas sin pegar un ojo, o durmiendo a ratos, torcidos en una incómoda silla de madera, para por fin decidir que aquellos dos órganos tan generosamente donados por alguien que nunca conoceríamos iban a latir ahora, de nueva cuenta, en los cuerpos de dos muy humildes mexicanos que llevaban más tiempo que los demás padeciendo una enfermedad angustiosa si las hay, un sufrimiento que acaba por devorarnos los músculos e intoxicarnos la sangre y dormirnos en un sopor profundo del cual ya no nos salvan ni la ciencia ni los chamanes. “Hola, poeta”, me dijo Rossano con sedante naturalidad. “Hola, hermano” le dije y le pregunté por sus hijos. No hablamos de catéteres ni de riñones ni de mis libros: hablamos de vikingos. De Erik el Rojo, descubridor de Groenlandia. Su hijo menor se llama Erik. La mano de Rossano es delgada, de dedos finos, pero aprieta fuerte: me dejó paz en la mía.

El martes llamé al doctor Rossano y me confirmó que los dos trasplantes resultaron exitosos: “Ya orinan”, me dijo –y yo pensé, al apagar mi último cigarro, que debía brindar con agua de Jamaica por los que aceptaron, con todo el dolor del mundo, donar los órganos de su ser querido. Y brindar por los que tomarán mañana idéntica decisión, y también por mis adorables médicos y enfermeras (incluyo, por supuesto, a los del Salón de Diálisis del Hospital General y la clínica El Refugio, que me purifican la sangre tres veces por semana); brindar por mis camaradas de infortunio, en particular por los dos pacientes regresados a la normalidad, por los de la Asociación ALE, mis amorosos protectores. Y mientras alzaba la copa, en compañía de María José y de su madre, pensé que hoy Ale tendría unos once años de edad y tal vez le habría gustado leer esta crónica con final feliz que recuerda los relatos de hadas donde todo era posible por obra y magia de esa hechicera nombrada Poesía. “Queda prohibido llorar sin aprender,
levantarte un día sin saber qué hacer,
tener miedo a tus recuerdos.

Queda prohibido no sonreír a los problemas,
no luchar por lo que quieres,
abandonarlo todo por miedo,
no convertir en realidad tus sueños.



Queda prohibido no demostrar tu amor.

Queda prohibido dejar a tus amigos.

Queda prohibido olvidar a toda la gente que te quiere”, escribió Pablo Neruda. Queda prohibido no donar. Por eso se lo dedico a él, a Ale, y con Ale a la familia Alverde-Castro, y con ellos a todos los socios benefactores de las Asociación, en nombre de los quinientos pacientes que le deben la vida, y de los otros cientos que gracias al ejemplo de un niño no hemos perdido la fe en la esperanza ni la esperanza en la caridad. Lo hago por encargo de los más de mil doscientos paisanos a oscuras que recibieron el apoyo necesario para vencer las sombras con la luz en complejas cirugías de cataratas, y así pudieron ver por sí mismos, sin que nadie les contara, lo sucedido en el Hospital General este segundo domingo de julio. El sol, claro, ¿no lo ven?, salió como siempre a la mañana siguiente. Lo dijo el poeta Eliseo Diego, mi padre: “La eternidad por fin comienza un lunes”. Cada lunes. Cualquier lunes.