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Hoy, que he vivido una experiencia singularísima, desde el lado
también angustioso de uno de los 7 mil 776 enfermos de insuficiencia
renal crónica que esperamos en México por la generosidad de una
donación, por cortesía viva o cadavérica, puedo imaginar aquella intensa
batalla contra reloj, la movilización de seis equipos de cirujanos,
anestesistas, laboratoristas, especialistas, enfermeras, trabajadoras
sociales, camilleros, pacientes compatibles, familiares y ángeles de la
guarda de unos quince candidatos, entregados a la urgente tarea de
ganarle, si no la guerra, una batalla a La Muerte, esa Señora tan astuta
que, de mil personas que se lleva con Ella, sólo una se le revira y
cede sus órganos con nobleza extrema. La balanza de las apuestas no baja
de millar a uno, y así resulta muy difícil derrotarla. Y aquel octubre
aciago la vida ganó, gracias a Ale. Pocos meses después, en Los Mochis,
Sinaloa, se fundaba la Asociación ALE, organización social sin fines de
lucro que desde su origen hasta el sol de este jueves de julio ha
apoyado el trasplante, ya felizmente realizado, de unos quinientos
pacientes –trescientos de ellos con insuficiencia renal crónica, tercera
causa de muerte en hospitales de México, según datos públicos del
Centro Nacional de Trasplantes. A otros tantos, Ale no nos permite
perder una ilusión que, sin el apoyo de la Seguridad Social y otros
grupos filantrópicos de real y venerada misericordia, sería con suerte
un bonito delirio por no decir una última quimera: el desesperado sueño
de seguir vivos.
Yo sé bien lo que les digo: es “eso
que llaman amor para vivir”, como cantó Pablo Milanés. Les cuento. El
sábado pasado, a la noche, recibí una llamada telefónica de alarma y el
domingo, en ayunas, un segundo y tercer timbrazo me advirtió que la hora
había llegado, después de tres años de espera. Debía presentarme de
urgencia en el Hospital General de México con todos los documentos en
regla –más la totalidad de mis fantasías a la mano, pues soy de los
tercos que aún creen que sólo la poesía explica los milagros. Una
familia bondadosa había aceptado donar los órganos de un pariente en
situación terminal, y yo era uno de los siete u ocho candidatos a
recibir alguno de sus dos riñones.
Poco a poco, uno a
uno, fuimos llegando y rápido nos empezamos a conocer de otra manera, a
pecho abierto, pues en situaciones extremas no hay derecho a la envidia o
la rivalidad –menos a la codicia. Cada cual veníamos acompañado por un
familiar sonriente, solícito e incansable, y cargábamos con algún
talismán para la suerte, oculto a buen resguardo en la camisa o la
blusa. Como nunca olvido que soy padre, habanero y supersticioso, yo me
apreté el pantalón con un cinto de mi difunto padre (recurso reservado
para momentos especiales) y llevé un retrato tamaño pasaporte de mi hija
María José en el bolsillo superior izquierdo de la guayabera, el más
cercano al corazón. Ella y su madre, María del Carmen, se ocuparon del
obligatorio papeleo administrativo y yo me quedé observando desde un
rincón los diligentes desplazamientos de una tropa de médicos, técnicos y
enfermeras que iban y venían por un hospital tan extenso que, además
de doctores en medicina, los obliga a ser también maratonistas.
Yo
los vi. Revoloteaban. El doctor Héctor Diliz, cirujano jefe de la
Unidad de Trasplante, estaba al tanto de los más mínimos detalles, desde
aprobar las camas donde habrían de internarnos hasta buscar en los
almacenes las batas reglamentarias para entrar en quirófano. Al mediodía
nos vimos un par de veces, desde lejos, porque él actuaba en muchas
partes al mismo tiempo, multiplicado, y de cada rincón del Hospital
General regresaba con un problema menos, con una solución más. Al
aparecer y desaparecer, corriendo de un lado a otro, me sentí tranquilo
por la simple razón de que si el doctor Diliz seguía aquí, allá, ahí,
sus pacientes no teníamos nada razonable que temer. Es exigente,
minucioso, perfeccionista. Luego vi al doctor Juan José Platas que
caminaba sin mirar donde pisaba, atento sobre la marcha a los
claroscuros de una placa de abdomen, mientras nos saludaba a todos por
nuestros nombres sin mirarnos, como si nos reconociera por los olores de
nuestros respectivos sustos. El experto cirujano sudaba. Ahora leía el
jeroglífico de un electrocardiograma; después, un cifrado de
laboratorio. El doctor respiraba profundo. Platas es de oro.
Y
vi a la delgadita Mónica, la enfermera que ama los poemas de Benedetti.
Llegó veloz y lista para la pelea (¿lo hizo en patines?), sin
importarle un rábano haber tenido que suspender su merecidísimo descanso
de fin de semana. Vestía con orgullo su inmaculado uniforme aún húmedo,
pues ni tiempo le había dado para plancharlo en casa. Bailaba al
colocar los sueros en los ganchos. Bailaba al pincharnos las venas.
Mónica bailaba. Vi al doctor Alejandro Luque, joven internista,
pendiente de las pruebas finales de compatibilidad sanguínea, como
campeón de tenis que juega en varias canchas a la vez y en todas
responde los pelotazos de La Muerte disfrazada de traicionera diabetes o
de enemiga anemia o de fumadora empedernida. Y vi al doctor Luis
García, cirujano, que ese domingo sólo lamentaba perderse sus boletos
comprados para asistir a la final del campeonato mundial de fútbol; sin
embargo, como es hombre que lo sabe casi todo sobre las cosas simples de
la vida, que son las realmente hermosas, se atrevió a pronosticar en
voz alta que México vencería a Uruguay 2 riñones por 0.
La
doctora Alejandra Cicero, cirujana, tiene que ser una muchacha muy
bella porque aun en ropa de quirófano se veía luminosa. Estaba tan
contenta con el giro que habían dado los acontecimientos que alguien no
informado de lo que allí sucedía pudo suponer que ella iba a asistir esa
noche a una fiesta de disfraces y no a un salón de operaciones donde
habría de decidirse el destino de dos pacientes graves, tras unas cinco o
seis horas de combate cuerpo a cuerpo. Sólo he visto esa expresión de
alegría en el rostro de la madre de mi hija la tarde que iba a parirla,
es decir, la tarde que iba por fin a conocerla. No sé cómo decirlo:
Alejandra estaba maternal, radiante. Diosa.
El doctor
Héctor Hinojosa, nefrólogo, irrumpió en mangas de camisa deportiva, como
jamás lo había visto en su pequeño consultorio donde los pacientes nos
sentamos en un cubito de madera, como mascotas amaestradas por el látigo
de su inteligencia, y esa mañana me pareció un hombre mucho más joven
de lo que suponía cuando lo veía de bata blanca y yo asumía que era un
domador de tigres escapado de algún circo ambulante. Eso sí, mostraba en
las pupilas su sonrisa de siempre, esa que le ilumina la cara, y no
dijo una sola frase que no destilara optimismo ni nos dio un abrazo que
no regalase seguridad, convicción y bríos, los tres medicamentos del
alma que más necesitábamos. La enfermera Aracely veló por nuestro
descanso toda la noche, que fue por demás lluviosa, y lo hizo con tanto
esmero que acabó dentro de siete u ocho sueños, saltando de soñador en
soñador, participando desde el centro mismo de cada espejismo o
pesadilla --y si eran alucinaciones gratas nos dejaba seguir durmiendo,
pero si por el contrario nos sofocábamos en desvaríos oníricos, entonces
nos despertaba con una pluma de arcángel y nos consolaba hasta que
volvíamos a rendirnos en la calma de su tranquilizante mirada de mujer,
bendita mexicana.
Por último, apareció el sereno doctor
Alejandro Rossano, cirujano, lector obligado de mis novelas, un joven
demasiado sabio para su edad que yo he aprendido a admirar sin reservas
–tanto que, si por alguna extraña razón le agradezco mi dolencia fatal
al Dios en quien todavía creo, es por haber tenido la oportunidad de
conocer a un ser humano tan afable como él y considerarme su amigo para
siempre, sea tan larga mi vida como él capaz de prorrogarla. Nos saludó a
todos de mano. Quería que apretáramos con las nuestras la suya, esa
mano que habría de abrirnos y conectarnos en la panza el riñón del que a
partir de entonces dependeríamos para que nuestro futuro volviera a
igualarse a nuestro pasado, gracias al profesionalismo de esos hombres y
mujeres en verdad heroicos que se pasaron más de cincuenta horas sin
pegar un ojo, o durmiendo a ratos, torcidos en una incómoda silla de
madera, para por fin decidir que aquellos dos órganos tan generosamente
donados por alguien que nunca conoceríamos iban a latir ahora, de nueva
cuenta, en los cuerpos de dos muy humildes mexicanos que llevaban más
tiempo que los demás padeciendo una enfermedad angustiosa si las hay, un
sufrimiento que acaba por devorarnos los músculos e intoxicarnos la
sangre y dormirnos en un sopor profundo del cual ya no nos salvan ni la
ciencia ni los chamanes. “Hola, poeta”, me dijo Rossano con sedante
naturalidad. “Hola, hermano” le dije y le pregunté por sus hijos. No
hablamos de catéteres ni de riñones ni de mis libros: hablamos de
vikingos. De Erik el Rojo, descubridor de Groenlandia. Su hijo menor se
llama Erik. La mano de Rossano es delgada, de dedos finos, pero aprieta
fuerte: me dejó paz en la mía.
El martes llamé al
doctor Rossano y me confirmó que los dos trasplantes resultaron
exitosos: “Ya orinan”, me dijo –y yo pensé, al apagar mi último cigarro,
que debía brindar con agua de Jamaica por los que aceptaron, con todo
el dolor del mundo, donar los órganos de su ser querido. Y brindar por
los que tomarán mañana idéntica decisión, y también por mis adorables
médicos y enfermeras (incluyo, por supuesto, a los del Salón de Diálisis
del Hospital General y la clínica El Refugio, que me purifican la
sangre tres veces por semana); brindar por mis camaradas de infortunio,
en particular por los dos pacientes regresados a la normalidad, por los
de la Asociación ALE, mis amorosos protectores. Y mientras alzaba la
copa, en compañía de María José y de su madre, pensé que hoy Ale tendría
unos once años de edad y tal vez le habría gustado leer esta crónica
con final feliz que recuerda los relatos de hadas donde todo era posible
por obra y magia de esa hechicera nombrada Poesía. “Queda prohibido
llorar sin aprender,
levantarte un día sin saber qué hacer,
tener miedo a
tus recuerdos.
Queda prohibido no sonreír a los problemas,
no luchar
por lo que quieres,
abandonarlo todo por miedo,
no convertir en realidad
tus sueños.
Queda prohibido no demostrar tu
amor.
Queda prohibido dejar a tus amigos.
Queda prohibido olvidar a
toda la gente que te quiere”, escribió Pablo Neruda.
Queda prohibido no donar.
Por eso se lo dedico a él, a Ale, y con Ale a la familia Alverde-Castro,
y con ellos a todos los socios benefactores de las Asociación, en
nombre de los quinientos pacientes que le deben la vida, y de los otros
cientos que gracias al ejemplo de un niño no hemos perdido la fe en la
esperanza ni la esperanza en la caridad. Lo hago por encargo de los más
de mil doscientos paisanos a oscuras que recibieron el apoyo necesario
para vencer las sombras con la luz en complejas cirugías de cataratas, y
así pudieron ver por sí mismos, sin que nadie les contara, lo sucedido
en el Hospital General este segundo domingo de julio. El sol, claro, ¿no
lo ven?, salió como siempre a la mañana siguiente. Lo dijo el poeta
Eliseo Diego, mi padre: “La eternidad por fin comienza un lunes”.
Cada lunes.
Cualquier lunes.