om ulloa
era pequeña, con tapa de cartón azul y hojitas cuadriculadas agarradas por anillos múltiples de metal. mi padre la compró en una papelería —la primera gran maravilla de mi nueva vida— a los tres días de llegar a Madrid. estábamos viviendo en una pensión de la Carrera de San Jerónimo cundida de estudiantes anarcomunistas producto de la época, quienes día a día camino al baño comunitario miraban con desprecio a “los cubanos fascistas” en que “los gusanos” que habíamos sido unos días antes nos habíamos convertido con un salto de océano. “ostia, habéis dejado el paraíso por esto…”, mascullaban entre dientes manchados de nicotina escondidos tras tupidas barbas. era diciembre de 1968. ya París no ardía ni en Praga habría de nuevo primavera por largo rato. mientras, en Madrid hacía mucho frío y por todas partes había retrato franquista, pero por lo menos el viejo no tenía barba, pensaba la niña asustada que era mi sombra. además, en el primer piso del edificio de la pensión estaba la turronería Casa Mira —la segunda gran maravilla de mi nueva vida—, proveedores a antiguos monarcas y con seguridad al regente de turno, razón por la cual aguantábamos a los castizos bolcheviques y las chinches en los colchones rellenos de retazos y paja.
mis padres habían decidido quedarse allí hasta ver qué pasaba con nuestra nueva vida. o sea, hasta que llegara el primer cheque de ayuda. mi madre no podía creer que a una cuadra de la Puerta del Sol de Madrid —gran admiradora de las películas de Sarita Montiel ella— dormíamos en rústicos colchones de trapo y paja, ni tampoco lo de vivir cercada, otra vez, por marxistas de abundante vello facial, ella que no tenía pelos en la lengua y tanto odiaba el exceso de pelo en cualquier parte. mi padre se desentendía de aquellos marximaoístas con mirada indiferente, ausente en su desespero de tener que vivir de la caridad ajena. la primera vez que lo vi anotar algo en “la libreta de la gratitud” —así bautizó él la tercera gran maravilla de mi nueva vida, para diferenciarla de la otra infame libreta de la cual nos acabábamos de librar—, fue el día después de recibir el tan esperado cheque de Estados Unidos, ocho días antes de navidad.
lo observé anotar con su cuidada letra de molde el nombre de quien lo había enviado, la cantidad y la fecha. en silencio me pregunté por qué lo hacía, pero tal vez la boca llena de turrón me impidió preguntárselo en voz alta. luego, una vez ya instalados en el pisito de Ayala sin calefacción ni agua caliente, lo vi hacerlo cada vez que llegaba algún otro “moniorder” de cincuenta o de treinta o de diez rotundos dólares, que a la conversión eran miles de pesetas. millares casi maravillas que nos hacían posible una nueva vida. muy diferente a la otra que nos empezaba a parecer un sueño lejano y a la más cercana, pesadilla de una década increíble de entender. mes a mes, año tras año, mi padre anotaba en “la libreta de la gratitud” lo que familiares y amigos le enviaban para ayudarlo a compensar lo poco que él ganaba laborando en lo que fuera sin tener permiso de trabajo. de vez en cuando yo sacaba la libretica y la hojeaba con miedo. la suma ya eran números con varios ceros detrás, pensaba la preadolescente después de tres años. me imaginaba cuál era la intención de mi padre, pero el monto total se me hacía enorme. temía que la libreta se convirtiera en ingrata y nos reprochara que llenáramos inútilmente sus hojitas con cifras indescifrables e impagables. sin embargo, a los cinco, casi seis años, descendíamos al fin en la diana intencionada desde el principio: sobre un aeropuerto estadounidense. abajo sólo se veía el manto blanco de nieve.
otra nueva vida comenzaba a reciclarse de las viejas. ya casi nada me parecía una maravilla, muy a pesar de la idealista adolescente en la que me había convertido con otro salto de oceáno. a los pocos días mis padres —otrora comerciante y ama de casa de “la gran burguesía cubana”— empezaron a trabajar en fábricas donde se hacían cosas que nunca antes ninguno de los dos imaginó. mientras, Nixon rugía por los televisores que él no era ni truhán ni ladrón, aunque cara de ambos tuviera, pensaba yo añorando los paseos por el Retiro con mis amigachas tomando Fantas de naranja y comiendo pipas. hasta el olor de sobaco sucio del metro madrileño extrañaba, sentada en el mullido asiento trasero de un inmenso y reluciente coche, camino a una escuela llena de rostros pecosos, cabellos rubios y ojos azules. a las dos semanas, cuando mis padres cobraron por primera vez sus propios dólares, mi padre fue a su maleta —aún vivíamos con familiares— y sacó “la libreta de la gratitud”. nos mostró el monto total de lo que cada persona listada allí había contribuido para auxiliarnos y dijo: “hay que pagar hasta el último centavo. y empezamos hoy”. eran deudas de miles de dólares a algunos y de cientos a otros. efectivo en mano, mes a mes, mi padre pagó con ágil dignidad. muchos aceptaron el pago con alivio y otros con sorpresa. varios le dieron una palmada en la espalda con un “no se hable más del asunto”. y el más generoso, quien nos ayudó sin tener la obligación de hacerlo, ése redujo la deuda mayor a un tercio de lo que era, para no ofender a mi padre, y nos siguió dando, con creces, hasta el día de hoy.
mi padre conservó la libreta durante mucho tiempo. ya de universitaria contestona yo lo espiaba cuando la sacaba y la hojeaba. siempre meneaba la cabeza afirmativamente mientras lo hacía, lo mismo sentado en un sofá reciclado de un basurero que en la oficinita de su futuro negocio. o como ayer, que juntos —él anciano y yo ya hija madura— fuimos al Navarro de la 8 a comprar sus medicamentos y él se detuvo en el pasillo de útiles escolares. lo vi revolotear sus dedazos entre las plumas y reglas para llegar a las libretas pequeñas, tocarlas y sonreír meneando la cabeza. en seguida supe qué estaba pensando. miré a mi alrededor. por todas partes vi cabezas canosas y cuerpos frágiles que caminaban o cojeaban lentos tras sus carritos de compra. vi mujeres encorvadas pero elegantes y olorosas a colonia. vi hombres cuyas manos temblaban agarrados a bastones. vi seres averiados pero soberbios en su radiante cubanía —esa invisible esencia nuestra… áspera, ruidosa, amplia, sedosa y líquida como el mar que nos vio nacer. la niñata rebelde que fui y aún llevo dentro zarandeó a la mujer escarmentada y en silencio les dio las gracias, a todos.
no sé si lo hice por haber rechazado la censura y la imposición con firmeza y por lo tanto ganarse el exilio, muy a su pesar. no sé si fue porque, con arranque e ingenio, formaron una ciudad-estado que amo y aborrezco a un salto de un estrecho inhóspito. no sé si fue porque los recordé volcándose en pleno —como hizo mi madre treinta años atrás— para recibir otra turbulenta ola, aunque luego los haya mojado con la sorpresa de que veinte años sí son algo y cambian todo, o casi todo. en realidad no sé por qué, pero mirando a mi padre y a los viejos que deambulan por los pasillos de los Navarros de Miami, por fin ayer comprendí que entre ellos, entre todos, forjaron el primer eslabón de la cadena de la generosidad y de la gratitud, esenciales ingredientes del diasporado ajiaco cubano que para esa generación histórica nunca estuvieron racionados por ninguna libreta.
om, excelente testimonio. yo uso libretas cuadriculadas. no puedo vivir sin ellas.
ResponderEliminarGracias a ti, por un testimonio tan bello de un cubano honesto, agradecido.Muchas gracias a usted.HLM
ResponderEliminar!Qué bárbaro om! se me hizo un taco en la garganta y se me aguaron los ojos. También salimos para esa época ('67), y recuerdo al viejo (en sus treinta y pico de edad entonces) como un león enjaulado. Un hombre que había pinchado desde los catorce años, devanándose los sesos para encontrar una manera de levantarse por sus propios pies. Le tomó unos cuatro meses, y en año y pico ayudaba a un par de sobrinos salir de allá. Saludos.
ResponderEliminarMI
Conmovedor. Qué gran fortuna has tenido, om. Porque hay quienes tuvimos que vivir la tristeza de hombres encanecidos por la traición castrista que nunca pudieron escapar. Dios bendiga a ese primer exilio que nos hizo más fácil el oxigeno en otra geografía.
ResponderEliminarMuy lindo ajuste de cuentas (y cuentos). Qué bien contar con memorias como la tuya. Diafanidad y precision. Palabras que salvan un vacio de silencio e indiferencia.
ResponderEliminarCristina
Sono, curiosamente el texto ha podido prescindir de los juegos verbales sintácticos, semánticos que te caracterizan. Celebro que sea un poco más confidencial, dicho de otra manera.
ResponderEliminarRI
Ese librito de tu viejo es digno de imitarse.
ResponderEliminarRI
hola y gracias a todos los comentaristas... RI, si lo que quiero es confiar y narrar algo no tengo por qué enredar la pita; sin embargo, si lo que quiero es experimentar y vacilar el lenguaje... esa lengua que me atormenta-fascina-encandila, entonces que se amarren los cinturones las comas y los puntos suspensivos... y los lectores, claro.
ResponderEliminarla generosidad y la gratitud abundaron en su momento en nuestra comunidad, pero sin embargo hay carestía en las nuevas generaciones, tanto en las cubanoamericanas como en las que recién llegan, bajo cualquier etiqueta...
omu
Que linda cronica,
ResponderEliminarun saludo,
a.b.