viernes, 30 de abril de 2010
jueves, 29 de abril de 2010
50 años de absurdo
"El descontento y el desencanto son de esperarse. ¿Cómo puede alguien soportar ser gobernado por la misma persona por 50 años?"
La verdad incuestionable me hizo ponderar el absurdo, eso que es pero debiera no ser.
miércoles, 28 de abril de 2010
la libreta de la gratitud
om ulloa
era pequeña, con tapa de cartón azul y hojitas cuadriculadas agarradas por anillos múltiples de metal. mi padre la compró en una papelería —la primera gran maravilla de mi nueva vida— a los tres días de llegar a Madrid. estábamos viviendo en una pensión de la Carrera de San Jerónimo cundida de estudiantes anarcomunistas producto de la época, quienes día a día camino al baño comunitario miraban con desprecio a “los cubanos fascistas” en que “los gusanos” que habíamos sido unos días antes nos habíamos convertido con un salto de océano. “ostia, habéis dejado el paraíso por esto…”, mascullaban entre dientes manchados de nicotina escondidos tras tupidas barbas. era diciembre de 1968. ya París no ardía ni en Praga habría de nuevo primavera por largo rato. mientras, en Madrid hacía mucho frío y por todas partes había retrato franquista, pero por lo menos el viejo no tenía barba, pensaba la niña asustada que era mi sombra. además, en el primer piso del edificio de la pensión estaba la turronería Casa Mira —la segunda gran maravilla de mi nueva vida—, proveedores a antiguos monarcas y con seguridad al regente de turno, razón por la cual aguantábamos a los castizos bolcheviques y las chinches en los colchones rellenos de retazos y paja.
mis padres habían decidido quedarse allí hasta ver qué pasaba con nuestra nueva vida. o sea, hasta que llegara el primer cheque de ayuda. mi madre no podía creer que a una cuadra de la Puerta del Sol de Madrid —gran admiradora de las películas de Sarita Montiel ella— dormíamos en rústicos colchones de trapo y paja, ni tampoco lo de vivir cercada, otra vez, por marxistas de abundante vello facial, ella que no tenía pelos en la lengua y tanto odiaba el exceso de pelo en cualquier parte. mi padre se desentendía de aquellos marximaoístas con mirada indiferente, ausente en su desespero de tener que vivir de la caridad ajena. la primera vez que lo vi anotar algo en “la libreta de la gratitud” —así bautizó él la tercera gran maravilla de mi nueva vida, para diferenciarla de la otra infame libreta de la cual nos acabábamos de librar—, fue el día después de recibir el tan esperado cheque de Estados Unidos, ocho días antes de navidad.
lo observé anotar con su cuidada letra de molde el nombre de quien lo había enviado, la cantidad y la fecha. en silencio me pregunté por qué lo hacía, pero tal vez la boca llena de turrón me impidió preguntárselo en voz alta. luego, una vez ya instalados en el pisito de Ayala sin calefacción ni agua caliente, lo vi hacerlo cada vez que llegaba algún otro “moniorder” de cincuenta o de treinta o de diez rotundos dólares, que a la conversión eran miles de pesetas. millares casi maravillas que nos hacían posible una nueva vida. muy diferente a la otra que nos empezaba a parecer un sueño lejano y a la más cercana, pesadilla de una década increíble de entender. mes a mes, año tras año, mi padre anotaba en “la libreta de la gratitud” lo que familiares y amigos le enviaban para ayudarlo a compensar lo poco que él ganaba laborando en lo que fuera sin tener permiso de trabajo. de vez en cuando yo sacaba la libretica y la hojeaba con miedo. la suma ya eran números con varios ceros detrás, pensaba la preadolescente después de tres años. me imaginaba cuál era la intención de mi padre, pero el monto total se me hacía enorme. temía que la libreta se convirtiera en ingrata y nos reprochara que llenáramos inútilmente sus hojitas con cifras indescifrables e impagables. sin embargo, a los cinco, casi seis años, descendíamos al fin en la diana intencionada desde el principio: sobre un aeropuerto estadounidense. abajo sólo se veía el manto blanco de nieve.
otra nueva vida comenzaba a reciclarse de las viejas. ya casi nada me parecía una maravilla, muy a pesar de la idealista adolescente en la que me había convertido con otro salto de oceáno. a los pocos días mis padres —otrora comerciante y ama de casa de “la gran burguesía cubana”— empezaron a trabajar en fábricas donde se hacían cosas que nunca antes ninguno de los dos imaginó. mientras, Nixon rugía por los televisores que él no era ni truhán ni ladrón, aunque cara de ambos tuviera, pensaba yo añorando los paseos por el Retiro con mis amigachas tomando Fantas de naranja y comiendo pipas. hasta el olor de sobaco sucio del metro madrileño extrañaba, sentada en el mullido asiento trasero de un inmenso y reluciente coche, camino a una escuela llena de rostros pecosos, cabellos rubios y ojos azules. a las dos semanas, cuando mis padres cobraron por primera vez sus propios dólares, mi padre fue a su maleta —aún vivíamos con familiares— y sacó “la libreta de la gratitud”. nos mostró el monto total de lo que cada persona listada allí había contribuido para auxiliarnos y dijo: “hay que pagar hasta el último centavo. y empezamos hoy”. eran deudas de miles de dólares a algunos y de cientos a otros. efectivo en mano, mes a mes, mi padre pagó con ágil dignidad. muchos aceptaron el pago con alivio y otros con sorpresa. varios le dieron una palmada en la espalda con un “no se hable más del asunto”. y el más generoso, quien nos ayudó sin tener la obligación de hacerlo, ése redujo la deuda mayor a un tercio de lo que era, para no ofender a mi padre, y nos siguió dando, con creces, hasta el día de hoy.
mi padre conservó la libreta durante mucho tiempo. ya de universitaria contestona yo lo espiaba cuando la sacaba y la hojeaba. siempre meneaba la cabeza afirmativamente mientras lo hacía, lo mismo sentado en un sofá reciclado de un basurero que en la oficinita de su futuro negocio. o como ayer, que juntos —él anciano y yo ya hija madura— fuimos al Navarro de la 8 a comprar sus medicamentos y él se detuvo en el pasillo de útiles escolares. lo vi revolotear sus dedazos entre las plumas y reglas para llegar a las libretas pequeñas, tocarlas y sonreír meneando la cabeza. en seguida supe qué estaba pensando. miré a mi alrededor. por todas partes vi cabezas canosas y cuerpos frágiles que caminaban o cojeaban lentos tras sus carritos de compra. vi mujeres encorvadas pero elegantes y olorosas a colonia. vi hombres cuyas manos temblaban agarrados a bastones. vi seres averiados pero soberbios en su radiante cubanía —esa invisible esencia nuestra… áspera, ruidosa, amplia, sedosa y líquida como el mar que nos vio nacer. la niñata rebelde que fui y aún llevo dentro zarandeó a la mujer escarmentada y en silencio les dio las gracias, a todos.
no sé si lo hice por haber rechazado la censura y la imposición con firmeza y por lo tanto ganarse el exilio, muy a su pesar. no sé si fue porque, con arranque e ingenio, formaron una ciudad-estado que amo y aborrezco a un salto de un estrecho inhóspito. no sé si fue porque los recordé volcándose en pleno —como hizo mi madre treinta años atrás— para recibir otra turbulenta ola, aunque luego los haya mojado con la sorpresa de que veinte años sí son algo y cambian todo, o casi todo. en realidad no sé por qué, pero mirando a mi padre y a los viejos que deambulan por los pasillos de los Navarros de Miami, por fin ayer comprendí que entre ellos, entre todos, forjaron el primer eslabón de la cadena de la generosidad y de la gratitud, esenciales ingredientes del diasporado ajiaco cubano que para esa generación histórica nunca estuvieron racionados por ninguna libreta.
era pequeña, con tapa de cartón azul y hojitas cuadriculadas agarradas por anillos múltiples de metal. mi padre la compró en una papelería —la primera gran maravilla de mi nueva vida— a los tres días de llegar a Madrid. estábamos viviendo en una pensión de la Carrera de San Jerónimo cundida de estudiantes anarcomunistas producto de la época, quienes día a día camino al baño comunitario miraban con desprecio a “los cubanos fascistas” en que “los gusanos” que habíamos sido unos días antes nos habíamos convertido con un salto de océano. “ostia, habéis dejado el paraíso por esto…”, mascullaban entre dientes manchados de nicotina escondidos tras tupidas barbas. era diciembre de 1968. ya París no ardía ni en Praga habría de nuevo primavera por largo rato. mientras, en Madrid hacía mucho frío y por todas partes había retrato franquista, pero por lo menos el viejo no tenía barba, pensaba la niña asustada que era mi sombra. además, en el primer piso del edificio de la pensión estaba la turronería Casa Mira —la segunda gran maravilla de mi nueva vida—, proveedores a antiguos monarcas y con seguridad al regente de turno, razón por la cual aguantábamos a los castizos bolcheviques y las chinches en los colchones rellenos de retazos y paja.
mis padres habían decidido quedarse allí hasta ver qué pasaba con nuestra nueva vida. o sea, hasta que llegara el primer cheque de ayuda. mi madre no podía creer que a una cuadra de la Puerta del Sol de Madrid —gran admiradora de las películas de Sarita Montiel ella— dormíamos en rústicos colchones de trapo y paja, ni tampoco lo de vivir cercada, otra vez, por marxistas de abundante vello facial, ella que no tenía pelos en la lengua y tanto odiaba el exceso de pelo en cualquier parte. mi padre se desentendía de aquellos marximaoístas con mirada indiferente, ausente en su desespero de tener que vivir de la caridad ajena. la primera vez que lo vi anotar algo en “la libreta de la gratitud” —así bautizó él la tercera gran maravilla de mi nueva vida, para diferenciarla de la otra infame libreta de la cual nos acabábamos de librar—, fue el día después de recibir el tan esperado cheque de Estados Unidos, ocho días antes de navidad.
lo observé anotar con su cuidada letra de molde el nombre de quien lo había enviado, la cantidad y la fecha. en silencio me pregunté por qué lo hacía, pero tal vez la boca llena de turrón me impidió preguntárselo en voz alta. luego, una vez ya instalados en el pisito de Ayala sin calefacción ni agua caliente, lo vi hacerlo cada vez que llegaba algún otro “moniorder” de cincuenta o de treinta o de diez rotundos dólares, que a la conversión eran miles de pesetas. millares casi maravillas que nos hacían posible una nueva vida. muy diferente a la otra que nos empezaba a parecer un sueño lejano y a la más cercana, pesadilla de una década increíble de entender. mes a mes, año tras año, mi padre anotaba en “la libreta de la gratitud” lo que familiares y amigos le enviaban para ayudarlo a compensar lo poco que él ganaba laborando en lo que fuera sin tener permiso de trabajo. de vez en cuando yo sacaba la libretica y la hojeaba con miedo. la suma ya eran números con varios ceros detrás, pensaba la preadolescente después de tres años. me imaginaba cuál era la intención de mi padre, pero el monto total se me hacía enorme. temía que la libreta se convirtiera en ingrata y nos reprochara que llenáramos inútilmente sus hojitas con cifras indescifrables e impagables. sin embargo, a los cinco, casi seis años, descendíamos al fin en la diana intencionada desde el principio: sobre un aeropuerto estadounidense. abajo sólo se veía el manto blanco de nieve.
otra nueva vida comenzaba a reciclarse de las viejas. ya casi nada me parecía una maravilla, muy a pesar de la idealista adolescente en la que me había convertido con otro salto de oceáno. a los pocos días mis padres —otrora comerciante y ama de casa de “la gran burguesía cubana”— empezaron a trabajar en fábricas donde se hacían cosas que nunca antes ninguno de los dos imaginó. mientras, Nixon rugía por los televisores que él no era ni truhán ni ladrón, aunque cara de ambos tuviera, pensaba yo añorando los paseos por el Retiro con mis amigachas tomando Fantas de naranja y comiendo pipas. hasta el olor de sobaco sucio del metro madrileño extrañaba, sentada en el mullido asiento trasero de un inmenso y reluciente coche, camino a una escuela llena de rostros pecosos, cabellos rubios y ojos azules. a las dos semanas, cuando mis padres cobraron por primera vez sus propios dólares, mi padre fue a su maleta —aún vivíamos con familiares— y sacó “la libreta de la gratitud”. nos mostró el monto total de lo que cada persona listada allí había contribuido para auxiliarnos y dijo: “hay que pagar hasta el último centavo. y empezamos hoy”. eran deudas de miles de dólares a algunos y de cientos a otros. efectivo en mano, mes a mes, mi padre pagó con ágil dignidad. muchos aceptaron el pago con alivio y otros con sorpresa. varios le dieron una palmada en la espalda con un “no se hable más del asunto”. y el más generoso, quien nos ayudó sin tener la obligación de hacerlo, ése redujo la deuda mayor a un tercio de lo que era, para no ofender a mi padre, y nos siguió dando, con creces, hasta el día de hoy.
mi padre conservó la libreta durante mucho tiempo. ya de universitaria contestona yo lo espiaba cuando la sacaba y la hojeaba. siempre meneaba la cabeza afirmativamente mientras lo hacía, lo mismo sentado en un sofá reciclado de un basurero que en la oficinita de su futuro negocio. o como ayer, que juntos —él anciano y yo ya hija madura— fuimos al Navarro de la 8 a comprar sus medicamentos y él se detuvo en el pasillo de útiles escolares. lo vi revolotear sus dedazos entre las plumas y reglas para llegar a las libretas pequeñas, tocarlas y sonreír meneando la cabeza. en seguida supe qué estaba pensando. miré a mi alrededor. por todas partes vi cabezas canosas y cuerpos frágiles que caminaban o cojeaban lentos tras sus carritos de compra. vi mujeres encorvadas pero elegantes y olorosas a colonia. vi hombres cuyas manos temblaban agarrados a bastones. vi seres averiados pero soberbios en su radiante cubanía —esa invisible esencia nuestra… áspera, ruidosa, amplia, sedosa y líquida como el mar que nos vio nacer. la niñata rebelde que fui y aún llevo dentro zarandeó a la mujer escarmentada y en silencio les dio las gracias, a todos.
no sé si lo hice por haber rechazado la censura y la imposición con firmeza y por lo tanto ganarse el exilio, muy a su pesar. no sé si fue porque, con arranque e ingenio, formaron una ciudad-estado que amo y aborrezco a un salto de un estrecho inhóspito. no sé si fue porque los recordé volcándose en pleno —como hizo mi madre treinta años atrás— para recibir otra turbulenta ola, aunque luego los haya mojado con la sorpresa de que veinte años sí son algo y cambian todo, o casi todo. en realidad no sé por qué, pero mirando a mi padre y a los viejos que deambulan por los pasillos de los Navarros de Miami, por fin ayer comprendí que entre ellos, entre todos, forjaron el primer eslabón de la cadena de la generosidad y de la gratitud, esenciales ingredientes del diasporado ajiaco cubano que para esa generación histórica nunca estuvieron racionados por ninguna libreta.
martes, 27 de abril de 2010
Cuán desesperado puede estar un preso
Claudia Cadelo en Octavo Cerco:
Dile que deje la huelga, por favor, al gobierno no le importará que muera.
Me asusté un poco al principio ¿Quién les había dado mi número? Le pregunté y me dio una lista de desconocidos.
El hombre estaba preocupado, sentí vergüenza de mi propia desconfianza. ¿Hay algún problema?, preguntó. No, ninguno, dime qué pasa y veré qué puedo hacer.
Lo que me contó fue esto: El preso Alexandre de Quesada Martínez , condenado desde el año 89 por atentado, está muy enfermo de los riñones y le niegan atención médica. Hace seis días se cosió la boca y dejó de comer, el personal de la prisión no le hace el menor caso y su deterioro físico es muy evidente. Su amigo estaba muy inquieto, me pidió ayuda.
¿Cuán desesperado puede estar un preso para llamar a una desconocida en el otro lado del país y pedirle socorro?
Dile que deje la huelga, por favor, al gobierno no le importará que muera –no pude pedirle que también se descosiera la boca, era demasiado horrible.
Dile que deje la huelga, por favor, al gobierno no le importará que muera.
Me asusté un poco al principio ¿Quién les había dado mi número? Le pregunté y me dio una lista de desconocidos.
El hombre estaba preocupado, sentí vergüenza de mi propia desconfianza. ¿Hay algún problema?, preguntó. No, ninguno, dime qué pasa y veré qué puedo hacer.
Lo que me contó fue esto: El preso Alexandre de Quesada Martínez , condenado desde el año 89 por atentado, está muy enfermo de los riñones y le niegan atención médica. Hace seis días se cosió la boca y dejó de comer, el personal de la prisión no le hace el menor caso y su deterioro físico es muy evidente. Su amigo estaba muy inquieto, me pidió ayuda.
¿Cuán desesperado puede estar un preso para llamar a una desconocida en el otro lado del país y pedirle socorro?
Dile que deje la huelga, por favor, al gobierno no le importará que muera –no pude pedirle que también se descosiera la boca, era demasiado horrible.
¡Cuidado con los extraterrestres!
El científico Stephen Hawkins hace una aseveración que consideramos interesante. “Cuídense de los extraterrestres”. La razón: Es muy posible que se trate de nómadas hambrientos en son de guerra, de conquista.
El razonamiento de Hawkins desarma a cualquier utópico inocente. ¿Por qué habríamos de esperar que los extraterrestres fuesen distintos a nosotros?
lunes, 26 de abril de 2010
Pintar
Ramón Alejandro
Cuando acababa de morir François Lunven no estaba yo en condiciones de tener este tipo de sueño. Alighiero andaba por aquellos años todavía correteando por Afghanistan cuando todavía era un arcaico reino tradicionalista, fumando haschish y gozando de los desiertos en los cuales él me decía que sentía a Dios. Yo le oponía divinidades múltiples que se manifestaban a través del Monte, en sus infinitamente variadas especies vegetales, en los diversos palos que con sus diferentes virtudes proliferaban ilimitadamente cada una siguiendo su propia ley dentro de la Ley Mayor que las orientaba a todas unificándolas sin abolirlas. Y por supuesto que el color de esta Ley tenía que ser el negro más mate, el mismo color y textura que tiene la piel morena.
Como es que me ha sucedido el hecho de que la pintura se haya convertido en algo tan importante y tan íntimamente ligado a mi vida interior, cuando la pintura ha sido tan solo un oficio con el que modestos artesanos se ganaban la vida guapeando en circunstancias más bien difíciles, como hacía ese personaje que fue Roberto que me convenció a echarme a pintar como quien se tira al agua. Nada más que por poder comer algo con lo cual ir sobreviviendo, y poder alquilar un sitio en donde meterse cuando llueve y se hace de noche, o que se ponde a chiflar el mono del Invierno con sus vientos helados.
Y cuando se dice eso de que es para ganarse la vida es porque puede ser que uno sea incapaz de trabajar como hoy quiere la gente que tiene dinero que uno trabaje, de manera inhumana, sin sentido ninguno ni fe en nada. Solamente por ganarse la vida que se dice muy rápido pero que implica muchas cosas y mucha violencia a la naturaleza humana que no está hecha exclusivamente para trabajar ciegamente siguiéndo órdenes arbitrarias. Y porque es que a mí me dio por darle tanta importancia a eso de pintar cuadros al óleo, que inicialmente me daba tanto miedo cuando veía aquellas maravillas divinamente pintadas que están conservadas desde hace siglos en los grandes Museos de Europa y que con su embrujo me comían el cerebro. Y estaban allí reunidas porque a los artistas que las pintaron se las compraron los propios Reyes que luego se las fueron dejando de herencia a sus hijos príncipes.
Hasta que llegó la hora en la que los revolucionarios les empezaron a cortar sus cabezas a todos esos supuestamente nobles gobernantes para ponerles a la hora esos relojes anticuados que tenían adentro de ellas. Y que se acabaran de dar cuenta de que ya eran otros tiempos. Y ahora siguen ahí en lo que fueron aquellos antiguos Palacios Reales donde ya no hay ningún rey que sea dueño de ellas. Y que un joven castellano fue andando a pie desde Palencia a Madrid a través de toda esa meseta de Castilla la Vieja, para ir a la Academia de San Fernando a aprender a pintar y poder copiar algunos de esos cuadros que siguen colgados de las paredes del Museo del Prado. Pero yo no fui a ninguna escuela, y aquella vez que fui el portero me sacó de una patada en el culo por maricón.
Y cuando encontré un verdadero maestro lo tuve que dejar porque ya les contaré lo que me pasó con Giannis Tsarujis. Que ese sí que fue mi maestro, carajo. Porque ese sí que no solo sabía pintar, sino que sabía muy bien lo que era la Pintura con mayúscula. Ni Carlos Scliar, ni mi tio Pepe, ni Roberto García York, ni Johnny Friedlaender, sabían lo que él sabía. Que al que Dios-Olofi se lo da, San Pedro-Oggún se lo bendice. Y que lo que Natura no da, Ni Atenas ni Salamanca ni Florencia te lo pueden prestar.
Cuando acababa de morir François Lunven no estaba yo en condiciones de tener este tipo de sueño. Alighiero andaba por aquellos años todavía correteando por Afghanistan cuando todavía era un arcaico reino tradicionalista, fumando haschish y gozando de los desiertos en los cuales él me decía que sentía a Dios. Yo le oponía divinidades múltiples que se manifestaban a través del Monte, en sus infinitamente variadas especies vegetales, en los diversos palos que con sus diferentes virtudes proliferaban ilimitadamente cada una siguiendo su propia ley dentro de la Ley Mayor que las orientaba a todas unificándolas sin abolirlas. Y por supuesto que el color de esta Ley tenía que ser el negro más mate, el mismo color y textura que tiene la piel morena.
Como es que me ha sucedido el hecho de que la pintura se haya convertido en algo tan importante y tan íntimamente ligado a mi vida interior, cuando la pintura ha sido tan solo un oficio con el que modestos artesanos se ganaban la vida guapeando en circunstancias más bien difíciles, como hacía ese personaje que fue Roberto que me convenció a echarme a pintar como quien se tira al agua. Nada más que por poder comer algo con lo cual ir sobreviviendo, y poder alquilar un sitio en donde meterse cuando llueve y se hace de noche, o que se ponde a chiflar el mono del Invierno con sus vientos helados.
Y cuando se dice eso de que es para ganarse la vida es porque puede ser que uno sea incapaz de trabajar como hoy quiere la gente que tiene dinero que uno trabaje, de manera inhumana, sin sentido ninguno ni fe en nada. Solamente por ganarse la vida que se dice muy rápido pero que implica muchas cosas y mucha violencia a la naturaleza humana que no está hecha exclusivamente para trabajar ciegamente siguiéndo órdenes arbitrarias. Y porque es que a mí me dio por darle tanta importancia a eso de pintar cuadros al óleo, que inicialmente me daba tanto miedo cuando veía aquellas maravillas divinamente pintadas que están conservadas desde hace siglos en los grandes Museos de Europa y que con su embrujo me comían el cerebro. Y estaban allí reunidas porque a los artistas que las pintaron se las compraron los propios Reyes que luego se las fueron dejando de herencia a sus hijos príncipes.
Hasta que llegó la hora en la que los revolucionarios les empezaron a cortar sus cabezas a todos esos supuestamente nobles gobernantes para ponerles a la hora esos relojes anticuados que tenían adentro de ellas. Y que se acabaran de dar cuenta de que ya eran otros tiempos. Y ahora siguen ahí en lo que fueron aquellos antiguos Palacios Reales donde ya no hay ningún rey que sea dueño de ellas. Y que un joven castellano fue andando a pie desde Palencia a Madrid a través de toda esa meseta de Castilla la Vieja, para ir a la Academia de San Fernando a aprender a pintar y poder copiar algunos de esos cuadros que siguen colgados de las paredes del Museo del Prado. Pero yo no fui a ninguna escuela, y aquella vez que fui el portero me sacó de una patada en el culo por maricón.
Y cuando encontré un verdadero maestro lo tuve que dejar porque ya les contaré lo que me pasó con Giannis Tsarujis. Que ese sí que fue mi maestro, carajo. Porque ese sí que no solo sabía pintar, sino que sabía muy bien lo que era la Pintura con mayúscula. Ni Carlos Scliar, ni mi tio Pepe, ni Roberto García York, ni Johnny Friedlaender, sabían lo que él sabía. Que al que Dios-Olofi se lo da, San Pedro-Oggún se lo bendice. Y que lo que Natura no da, Ni Atenas ni Salamanca ni Florencia te lo pueden prestar.
domingo, 25 de abril de 2010
Erkin Koray: Türkü
las nubes se amontonan
como montañas
no hay escapatoria, excepto seguir adelante
nos piden una respuesta ahora
pero ya es demasiado tarde
¿qué camino tomar? -- Erkin Koray, Türkü.
____
con erkin toray volvemos a la sicodelia
pero este grito es del tercer mundo que nos toca
el primer beso
la promesa del ácido y la flor de la era
los pantalones tubito y el cerquillo
el humo del porro
el sexo apurado
la peste a sicote del hombre nuevo
la revolución y el chivatazo
LA VOZ en el altoparlante
la película francoitaliana
los carnavales
la guaga llena, el jamón sin queso
la escuela al campo
:::::
todas fotos en blanco y negro
ajadas en el baúl de los recuerdos.
sábado, 24 de abril de 2010
Pas de trois
Ernesto González
Un día se propiciaron las condiciones que Macusa había estado aguardando. Le dijo a Raidel que le había comprado el encargo. —Mañana mismo lo fumamos —respondió él apretándola en sus agradecidos brazos de bonitero (pescador de bonito)—. Mañana mismo, ¿verdad, teniente? Esa noche Raidel y el teniente llegaron temprano. Macusa cerró la puerta de la barraca y se tiraron en el suelo a fumar. Como era usual, la tertulia giró acerca de que el hombre era hombre y por tanto distinto de la mujer. Como era usual, Macusa protestó, aunque fue menos aparatosa: la breva empezaba a exhalar sus efectos igualitaristas y solidarios. La mujer es un ser humano, después de todo, dice el teniente, tiene derecho a disfrutar la vida. Es verdad, confirma Raidel y da una fumada. Pues claro, cojones, suelta Macusa. Lo que tiene que haber es respeto, retoma el calvo. Eso, eso, afirma el bonitero (pescador de bonito), si quiere gozar, que goce, pero con respeto. Y así se ponen de acuerdo en dos o tres tópicos de esa índole.
La mulata conversa observando las reacciones de sus contertulios; se acomoda entre ellos y empieza a juguetear. Los dos tipos están sin camisas, sudorosos. Ella respira ambos sudores, pasa la mano por las pieles, se moja en las dos epidermis. Besa por aquí, por allá, por acullá. Já, já, se ríe. Se atrabanca entre el pecho lampiño y poderoso del bonitero de Caibarién y la rubia pelambrera pectoral, igual de poderosa, del teniente. Está excitada, húmeda, no aguanta más el deseo de dar un lengüetazo a la enorme tetilla auroleada de amarillo del calvo —mucho mayor que un peso macho, Puti, uhh, muchísimo mayor, tendrías que verla—, quien lejos de molestarse porque el hombre es distinto de la mujer, deja escapar un suspiro. Macusa, de un mordisco, se prende abiertamente al peso macho, y succiona, besa, lengüetea la protuberancia rosada, el redondel, el monte amarilleado que la circunda.
Con las manos acaricia las tres tetillas restantes. Va de una tetilla a otra acariciando con dos de sus dedos la tetilla que libera de su boca. Apalancada por el fumar, Macusa salta de la blancura de Raidel al monte soleado del teniente —las cuatro tetillas se encogieron, Puti, se pusieron del tamaño de un medio, y como ellos no dijeron nada yo seguí en lo mío. Macusa siguió alocada de pecho en pecho, prendida, de tetilla en tetilla, abrazando el lomo blanquísimo del bonitero, besando, mordisqueando su cuello de toro, el cuello del calvete —le saqué pa’ fuera el “mandao” al teniente, Puti, qué mandao tiene, te hubieras muerto viendo el “mandao” de ese calvo. Le sacó el mandado a Raidel también. Juntó los dos mandados —no, no—, sí, sí, y se los metió juntos en la boca. ¡Me “cabieron” en la boca, Puti, no sé cómo, no lo sé, cómo lo voy a saber, pero me “cabieron” los dos “mandaos” juntos en la boca!
Las caras de los dos hombres están cercanas. El bonitero, turulato, como adormecido. El calvo, despierto, mirando la boca colorada de su subordinado, la perfección de su dentadura, sus tetillas encogidas, aquel mandado gemelar al suyo, aquellos dos mandados que por unos segundos salían de la boca de la mulata, pegados, glande con glande, intercambiando sus líquidos, escapando por unos segundos de las fauces que de inmediato volvían a engullirlos. De súbito, uno de los penes empezó a estregarse contra el otro, a vibrar, obligando a su enorme gemelo a hacer lo mismo. Macusa levantó la vista sabiendo de antemano de quién había partido la iniciativa. El teniente estaba besando los hombros del bonitero, gemelares en complexión a los suyos, los mordía moviéndose, vibrando todo él, gimiendo —ya estás en lo que querías, teniente, ya te complací, pero no te lo cojas completo, yo también tengo derecho—, hasta eyacular torrencialmente en la boca de la mulata y salpicar su cara, besando, arañando el lomo blanquísimo y el cuello de toro de su amigo, el bonitero de Caibarién. Las fumadas inducían en el bonitero un amodorramiento que, paradójicamente, no disminuía su lascivia. En esa humeante atmósfera, Macusa alcanzaría a disfrutar hasta de diez y doce orgasmos continuos.
Desde que los tres se enredaban en el camastro, Raidel cerraba los ojos. Ella se le sentaba encima y se empezaba mover como una descocada —motor fuera de borda, fuera de sí—, procurando compulsar hasta el último poro del bonitero, ávido pescador de sexo que acababa atrapando en sus redes todas las fases y los tiempos, la combustión y las mociones, la compresión y los escapes de las carnes oscuras y portentosas de la mulata. —¡Ay, no, Raidel, ya! Esto no es una competencia ni ná. Qué va. Oye, no te hagas el dormido. Coge, coge y fuma un poco, anda. Coge, coge una cachá tú también, teniente. Mientras saltaba y se hundía en el talle blanquísimo del pescador, Macusa succionaba vorazmente la verga del calvete parado en la cama, con sus pies apoyados en los maderos del extremo del bastidor, encima de la cabeza de Raidel, cuyos ojos, en ocasiones, se abrían imperceptiblemente echando una ojeada a las inigualables nalgas que le quedaban a unas pulgadas de su cara, a la verga rubia que tragaba Macusa, al monte de hierbas, tupido y soleado, que era el cuerpo de su superior militar.
Como los orgasmos de Macusa son ya siempre del orden de la docena, el calvo se cansa de estar encaramado y se sienta al borde de la cama. La mulata siente que agarran el sexo que la está penetrando; entonces, apoyándose en el poderoso pecho que tiene delante, se empina moviéndose arriba únicamente, hundiéndose menos en el pubis blanco, para que el teniente se complazca palpando a sus espaldas. Quince orgasmos tuvo la incansable mulata, una de aquellas madrugadas de mucho alcohol y muchas fumadas. Por delante, la lampiña blancura de Raidel. Por detrás, arqueado, la penetra el rubial peludo. Macusa siente dentro de sí el ritmo de ambos bálanos, casi rozándose, quizás separados por alguna tripa que ella hubiera querido extirparse con antelación, preparando esta hora única. Los dos hombres, lo lampiño y el rubial, lo blanco y lo enmarañado, se descargaban en lo negro, moviéndose incansables, dándose completos.
Una noche Macusa ve que el bonitero parece muerto del cuello de toro para arriba, y aprovecha aquella rara semiinconsciencia para dirigir la seductora operación que había estado madrugando en su mente. Desde la posición que el teniente había tomado para internarse en ella, sólo demoró unos minutos antes de acomodarse para a su vez acomodar una de las vergas en su esfínter, estando su vagina ya llena por la otra. Desde esa postura a la mulata le basta con sacarse el sexo del bonitero y atraerlo hacia el cercano ano del teniente. Estira la mano y así lo hace, y comienza a «darle brocha». Con unas cortas brochadas el calvo se dilata, y ella misma introduce al bonitero en el cuerpo de su superior. Muy revuelta —filmando, Puti, como tú dices, estaba creiza, como loca, vaya—, permanece en medio de aquel triángulo que ella parte por su grado cuarenta y cinco.
Aspavientosa, jadea, dice malas palabras, algunas en lengua yoruba y también buenas. Insiste en dar la imagen de que no hay nada fuera de lugar, aunque en realidad tiene ganas de pararse a contemplar, desde el centro del cuarto, la totalidad y certitud de aquella posesión tan postergada. Contrario a su costumbre, Raidel termina rápidamente. Contrario a su costumbre, gimotea: pinga, coño, carajo, pinga. En tanto, el teniente se masturba y empapa su propia y encendida pelambrera pectoral. Enseguida, cautelosa, sin esperar siquiera el cese de los suspiros y las palabrotas, Macusa retoma los bálanos aún endurecidos, empapados de humores, y los relocaliza en los sitios de donde jamás debieron haber salido
viernes, 23 de abril de 2010
Mi primer motel
Amílcar Barca
El primer beso que di en mi vida fue a la puerta de un armario, en casa de mi prima. Yo tenia ocho añitos y ella casi diez . "Si quieres besarme...primero tienes que practicar aquí " me dijo con sus gafas verdes de culo de botella y una vanidad hermosa en sus gestos que atraía mis sentidos...“ A mí no me besa nadie si no sabe cómo hacerlo” Después me acerqué a su pecado y, a la par, inauguramos nuestro inicial juego de médicos. Sin más bisturí que los deditos que la infancia permite, y con el olor aún a barníz que desprendía la madera, pensé que el mundo empezaba a dividirese entre lo prohibido y la lujuria.
Todo sucedía en una cabaña improvisada hecha con plásticos y cañas de río en una habitación donde, teóricamente, estaba destinada a la criada. (La criada no estaba) Al fondo del dormitorio había una galería pequeña donde se tendía la ropa. Allí desprendíamos los copos del jabón de lavar Omo y nos lo pasábamos de mano en mano para absorver mejor su aroma y desmenuzar como juego su cera entre las uñas. La ropa limpia recién salida de la lavadora era el perfume para inaugurar al final nuestras fantasías de ternura.
Y la ropa sucia de toda la familia que se amontonaba en el suelo, la utilizábamos como colchón improvisado para nuestros primeros pecados: la lencería de la abuela, los pantis negros agigantados de mi tía, los delantales repletos de sangre y vísceras de pescado que mi tío Manu usaba para vender en el mercado de la Boquería de Barcelona, o las medias de costura carmelita que servían para cubrir las piernas perfectas de mi otra prima Isabel. Aquellas libras y libras de ropa nos servían de atmósfera para hacernos preguntas como ésta: ¿Por qué los grandes utlizan tantas cosas para taparse la tita y la figa? Mientras, investigábamos las forma cónica o labial de nuestros órganos reproductores, regresaba la pregunta freudiana que aún marca nuestra vidas. ¿Por qué tu tienes eso y yo no? La angustia por ser pillados por nuestros padres era otra de las sensaciones mixtas de placer y culpa que gobernaban nuestra vidas.
Esta pasada Navidad, en la cocina de mi prima Flora, desmenuzábamos un hermoso pollo horneado con ciruelas pasas y piñones. Al yo hincar demasiado el tenedor de servir en la pechuga de la bestia, salpicóse el jugoso caldo interior del ave, y manchó sin piedad un lindo delantal blanco con flores rojas y verdes que mi prima iba a utilizar para servir el ágape en la mesa. “Házme un favor...desabróchame el delantal y pónlo en la lavadora”. De repente, me coloque detrás de su figura, y deshice el nudo que tensaba su vientre y su pecho. “Ahora abre la puerta de la galería y déjalo por ahí, que yo lo lavo después”.
Ejecutado su mandato sin cuestionarla: la miré. Y mientras se chupaba las yemas de sus dedos con la salsa del guisado navideño me dijo: “Ni se te ocurra. Con los calzoncillos sucios de mi marido en la canasta... esto sería un fracaso seguro”. Yo, a mi edad, me limité a sonreirle plácidamente, y me senté a conversar con la familia sobre el sexo de los ángeles.
El primer beso que di en mi vida fue a la puerta de un armario, en casa de mi prima. Yo tenia ocho añitos y ella casi diez . "Si quieres besarme...primero tienes que practicar aquí " me dijo con sus gafas verdes de culo de botella y una vanidad hermosa en sus gestos que atraía mis sentidos...“ A mí no me besa nadie si no sabe cómo hacerlo” Después me acerqué a su pecado y, a la par, inauguramos nuestro inicial juego de médicos. Sin más bisturí que los deditos que la infancia permite, y con el olor aún a barníz que desprendía la madera, pensé que el mundo empezaba a dividirese entre lo prohibido y la lujuria.
Todo sucedía en una cabaña improvisada hecha con plásticos y cañas de río en una habitación donde, teóricamente, estaba destinada a la criada. (La criada no estaba) Al fondo del dormitorio había una galería pequeña donde se tendía la ropa. Allí desprendíamos los copos del jabón de lavar Omo y nos lo pasábamos de mano en mano para absorver mejor su aroma y desmenuzar como juego su cera entre las uñas. La ropa limpia recién salida de la lavadora era el perfume para inaugurar al final nuestras fantasías de ternura.
Y la ropa sucia de toda la familia que se amontonaba en el suelo, la utilizábamos como colchón improvisado para nuestros primeros pecados: la lencería de la abuela, los pantis negros agigantados de mi tía, los delantales repletos de sangre y vísceras de pescado que mi tío Manu usaba para vender en el mercado de la Boquería de Barcelona, o las medias de costura carmelita que servían para cubrir las piernas perfectas de mi otra prima Isabel. Aquellas libras y libras de ropa nos servían de atmósfera para hacernos preguntas como ésta: ¿Por qué los grandes utlizan tantas cosas para taparse la tita y la figa? Mientras, investigábamos las forma cónica o labial de nuestros órganos reproductores, regresaba la pregunta freudiana que aún marca nuestra vidas. ¿Por qué tu tienes eso y yo no? La angustia por ser pillados por nuestros padres era otra de las sensaciones mixtas de placer y culpa que gobernaban nuestra vidas.
Esta pasada Navidad, en la cocina de mi prima Flora, desmenuzábamos un hermoso pollo horneado con ciruelas pasas y piñones. Al yo hincar demasiado el tenedor de servir en la pechuga de la bestia, salpicóse el jugoso caldo interior del ave, y manchó sin piedad un lindo delantal blanco con flores rojas y verdes que mi prima iba a utilizar para servir el ágape en la mesa. “Házme un favor...desabróchame el delantal y pónlo en la lavadora”. De repente, me coloque detrás de su figura, y deshice el nudo que tensaba su vientre y su pecho. “Ahora abre la puerta de la galería y déjalo por ahí, que yo lo lavo después”.
Ejecutado su mandato sin cuestionarla: la miré. Y mientras se chupaba las yemas de sus dedos con la salsa del guisado navideño me dijo: “Ni se te ocurra. Con los calzoncillos sucios de mi marido en la canasta... esto sería un fracaso seguro”. Yo, a mi edad, me limité a sonreirle plácidamente, y me senté a conversar con la familia sobre el sexo de los ángeles.
miércoles, 21 de abril de 2010
El talentoso Jorge Hernández invita
Jorge Hernández en:
“ B A R A B I E R T O ”
Dade
County Auditorium
2901 West Flagler Street
Miami, FL 33135-1300
(305) 547-5414
Miami, FL 33135-1300
(305) 547-5414
Jueves 29 de abril
7:30 pm
Una noche
inolvidable e íntima con música cubana, anécdotas y poesía.
$15.00
(fondos dedicados a la
restauración del teatro)
Mañana jueves a las 7pm, en el CCE
CONVERSATORIO SOBRE CINE: DEL ÉXTASIS AL ARREBATO
Con la participación de los artistas: Antoni Pinent, curador independiente y realizador de cine experimental Laida Lertxundi, videoartista: laidalertxundi.net Juan Carlos Zaldivar, videoartista: zaldivar.info
No hay arte sin experimentación. No hay arte sin creadores capaces de ir contra corriente: de extender los códigos de género sin miedo de llegar a lo absurdo; de explorar los territorios que han sido abandonados por la demanda del mercado mítico, retando el peligro de ser devorado por ellos; de abandonar los caminos usados de lo ortodoxo, ya sean de vanguardia o convencionales. El cine no es una excepción a esta regla. Del Éxtasis al arrebato. 50 años del otro cine español nace de esta aventura. Es un viaje que no tiene la intención de ser agotador, ni de establecer una regla, sino simplemente aspira a enseñar y diseminar. Hacer lo que está fuera, llamar a la puerta de lo que está dentro, no esperando reconocimiento, sino simplemente conseguir que cada vez más gente pueda comprender que este esencial espacio exterior está lleno de cosas extremadamente interesantes, y hacer crecer la curiosidad (que es siempre la verdadera fuerza detrás del conocimiento). Esto es, por lo tanto, un espectáculo de cine atractivo y diverso que no tiene miedo de tomar en consideración los límites del cine, todos sus límites: técnicos, sensoriales, estéticos y hasta morales y políticos. Solamente por explorar los límites es posible saber de las cosas.
CCEMiami
800 Douglas Rd. Suite 170,
Coral Gables
Entrada Gratuita
Un vino de honor seguirá al conversatorio
En Español.
prefijos y vicios de privación
om ulloa
discordancia. palabra llena de resonancia. es desafinada destemplada disonante. resuena en mis oídos desafinados la discordancia constante disonante y destemplada de una voz disconforme y desavenida con mi ser otra voz indisciplinada e indecente. una voz que me discrimina sin intento de disculpa. una voz que en discordia con mi discurso decide discrepar y mandarme a desterrar. estamos en desacuerdo esta voz y yo. el destierro me asusta pero más me duele no tener el eco de esa voz aunque venga envuelta en prefijos de privación. no concibo que desaparezca esa voz que dice ser distinta. esa voz que no quiere discutir sólo huir de la desavenencia. otrora de esa voz discípulo ahora díscolo soy. mi voz quiere preguntar cuándo se convirtió el diálogo en controversia. mi voz quiere disertar y diseminar en voz baja para descuartizar el disimulo quedo de la voz cantante y disecarlo en silencio. hay disidencia desigual dice la voz que dicta.
mi voz se vuelca en disminuir el disparate. por absurdo y desacertado el fallo de una sola voz no debe ser aceptado. hacen falta voces varias. múltiples en color y tono. a mi voz le hace falta esa otra voz aunque no esté disponible. aunque en su determinación desatine. pero no. la voz quiere descalabrar. descalificar los logros del dúo de voces que una vez fuéramos. cantábamos bien, digo. no, se apresura a corregir la voz que manda. nunca hubo unión de voces ni melodía mutua. mi voz descansa fatigada. el descaro a punto del descarrío, digo cincelando el desbarajuste de mi voz. la discordancia trae descomposición, sigo escuchando la voz descollante de éste ahora mi verdugo. desbocado el dolor de saberme desterrado desarticulo y descoyunto descripciones de desamor. porque aunque esta voz y la mía sean descreídas y ahora estén descosidas siempre termina en esa desamparada aversión. el amor engendra el odio con parsimonia de religión. desconcertada se opaca la voz que se alzó. desubicada en tal geografía de derroche y derrames de pasión. desafiante se desaferra en su desligue de mi voz.
deshabitada la mía destapa el desafecto. con el grito de mi voz desacato e insisto. la voz unilateral desconfía y enfurecida desabotona mi derecho al desacierto de haberla creído mía. qué derrumbe derrotista nos invade y el desconsuelo delira. a la deriva se dirigen las desavenencias derivadas en derrame denso y desilusionado. qué dispar la diferencia que hizo notar la voz que ahora en su ausencia cesa. qué disimilitud de divergencia que la escucho tenue e insistente en su dualidad. la voz escuece mi sueño de discursos amplios abiertos a la discrepancia. diálogos sin hablar que comuniquen más. difundir sin infundio. discrepar sin desconfiar. se ha fugado el repiquetear de la voz que me ha desterrado. siempre la quise mía y ahora la sé ajena y en venta como en verbena. voz para el que la quiera. en ésta mi siberia obsequiada por su discordancia y difamación crece mi lengua desorbitante y desafiante. se alza y sube. saborea el polvo que el viento levanta. es una lengua gigante y rasposa. una lengua descomunal y disparatada que produce una voz.
mi voz. distinta a la tuya, siempre. distante a la tuya, más que nunca. desviada de la tuya, por el momento. disimilar a tu voz, claro. mi voz segura que sabe que tú sin mi voz, nada. que yo sin tu voz, menos. ya ves, somos discrepantes como un vicio de dicción. vicio de lengua académica que quiere controlar la vulgaridad los barbarismos la impropiedad. vicio de tu voz que quiere controlar la mía y no puede y desiste de ella. una voz más una voz menos, qué más da. a nuestra edad hay que evitar escuchar tantas voces, dices. por eso hoy somos un vicio de lenguas enredadas no en un beso sino en un adiós que se desintegra sin voz.
discordancia. palabra llena de resonancia. es desafinada destemplada disonante. resuena en mis oídos desafinados la discordancia constante disonante y destemplada de una voz disconforme y desavenida con mi ser otra voz indisciplinada e indecente. una voz que me discrimina sin intento de disculpa. una voz que en discordia con mi discurso decide discrepar y mandarme a desterrar. estamos en desacuerdo esta voz y yo. el destierro me asusta pero más me duele no tener el eco de esa voz aunque venga envuelta en prefijos de privación. no concibo que desaparezca esa voz que dice ser distinta. esa voz que no quiere discutir sólo huir de la desavenencia. otrora de esa voz discípulo ahora díscolo soy. mi voz quiere preguntar cuándo se convirtió el diálogo en controversia. mi voz quiere disertar y diseminar en voz baja para descuartizar el disimulo quedo de la voz cantante y disecarlo en silencio. hay disidencia desigual dice la voz que dicta.
mi voz se vuelca en disminuir el disparate. por absurdo y desacertado el fallo de una sola voz no debe ser aceptado. hacen falta voces varias. múltiples en color y tono. a mi voz le hace falta esa otra voz aunque no esté disponible. aunque en su determinación desatine. pero no. la voz quiere descalabrar. descalificar los logros del dúo de voces que una vez fuéramos. cantábamos bien, digo. no, se apresura a corregir la voz que manda. nunca hubo unión de voces ni melodía mutua. mi voz descansa fatigada. el descaro a punto del descarrío, digo cincelando el desbarajuste de mi voz. la discordancia trae descomposición, sigo escuchando la voz descollante de éste ahora mi verdugo. desbocado el dolor de saberme desterrado desarticulo y descoyunto descripciones de desamor. porque aunque esta voz y la mía sean descreídas y ahora estén descosidas siempre termina en esa desamparada aversión. el amor engendra el odio con parsimonia de religión. desconcertada se opaca la voz que se alzó. desubicada en tal geografía de derroche y derrames de pasión. desafiante se desaferra en su desligue de mi voz.
deshabitada la mía destapa el desafecto. con el grito de mi voz desacato e insisto. la voz unilateral desconfía y enfurecida desabotona mi derecho al desacierto de haberla creído mía. qué derrumbe derrotista nos invade y el desconsuelo delira. a la deriva se dirigen las desavenencias derivadas en derrame denso y desilusionado. qué dispar la diferencia que hizo notar la voz que ahora en su ausencia cesa. qué disimilitud de divergencia que la escucho tenue e insistente en su dualidad. la voz escuece mi sueño de discursos amplios abiertos a la discrepancia. diálogos sin hablar que comuniquen más. difundir sin infundio. discrepar sin desconfiar. se ha fugado el repiquetear de la voz que me ha desterrado. siempre la quise mía y ahora la sé ajena y en venta como en verbena. voz para el que la quiera. en ésta mi siberia obsequiada por su discordancia y difamación crece mi lengua desorbitante y desafiante. se alza y sube. saborea el polvo que el viento levanta. es una lengua gigante y rasposa. una lengua descomunal y disparatada que produce una voz.
mi voz. distinta a la tuya, siempre. distante a la tuya, más que nunca. desviada de la tuya, por el momento. disimilar a tu voz, claro. mi voz segura que sabe que tú sin mi voz, nada. que yo sin tu voz, menos. ya ves, somos discrepantes como un vicio de dicción. vicio de lengua académica que quiere controlar la vulgaridad los barbarismos la impropiedad. vicio de tu voz que quiere controlar la mía y no puede y desiste de ella. una voz más una voz menos, qué más da. a nuestra edad hay que evitar escuchar tantas voces, dices. por eso hoy somos un vicio de lenguas enredadas no en un beso sino en un adiós que se desintegra sin voz.
martes, 20 de abril de 2010
domingo, 18 de abril de 2010
facebook, la cara extraña
¿Cómo articulo mi intimidad? En privado. A usted le llega otra no exenta de seudónimo, ni privada de sinceridades. Ella es otra, u otro –gracias a Dios. No sabía que en capacidad de actriz tendría tan buen recaudo reflexivo: la imagen que me reproduce se trastoca por obra y gracias del travestismo y la empatía. Pura expresividad. Heme aquí posando para la cámara, heme escondida ahí dentro de mí, he ahí ocultos esa otra parte del día, otras vidas. ROSTRO LIBRO o libro del rostro es un tóxico benévolo, ejercicio de la personalidad, barajando el librito escogido por la (más)cara. Control de vanidades. Y bueno, modalidad de relacionarnos, de ser contemporáneos. Para en tu ausencia llevarme un cúmulo de lo tuyo, la distancia entre las cosas, y este olvido de mí cogido con alfileres, en el agua cibernética, burlilla. Un clic y descuelgo mi nombre de la fotografía que no me favorece, clic y retiro del campo de visión al que sube boberías tales, clic elimino mis rastros, clic y activo mi fantasma, clic , clic y saco la lupa para estudiarme (soy la más extraña para mí), clic veo la paja en el ojo ajeno, mi presencia aquí y allá, mi estrategia, clic para vigilar una entrada, controlarla, clic sobre lo que se dice, clic para constatar un silencio en-video-so(a), clic para hacerme la que no escuché no vi, clic para introducir un sarcasmo que mejore mi imagen, y clic para evitarnos y clic para amarnos, clic me tomo un suspiro –que es dejar salir el alma. Por eso –ya lo dije- facebook es una trampa risueña.
sábado, 17 de abril de 2010
Descarga
Jesús Rosado
Lejos de la presunción literal, la “descarga” para el cubano no es estallido exterior. En su energía liberada, transita en sentido introvertido. Es implosión apasionada. Elena y Frank lo muestran aquí. Todo el despliegue somático –gestos, estertor y sudores- del descarguero expresa el goce subcutáneo indescriptible. El feeling telúrico. El romance etílico. Descarga es sensualidad, poesía kitsch, visceralidad avant-garde, romance y mordacidad, melodía y coloquio teatral. No se concibe la noche insular sin el carácter temperamental y vernáculo de este diálogo de notas y sentimientos, en el que la odisea humana asume el papel de comediante trasvesti. Por eso es que la arqueología aplicada a un amor caribeño escarba en la memoria descargosa, porque siempre halla un indicio, una reliquia, un fósil. Una explicación para aquel mercurio dilatado alguna vez dentro de la carne trasnochada. Y es que la noche para el isleño siempre ha navegado como un submarino caliente y la música es la bitácora de la aventura sumergible hasta que el velvet absorbe las húmedas incandescencias.
Zuppa de vegetales caribeños con pollo
Considérese la sopa como precepto y concepto. Factúrese elegancia con minimalismo. No se olvide la fragancia. Que todo plato exprese su función nutrimental con el color (se admiten versiones monocromáticas siempre que el sabor las justifique). Arriba, zuppa de vegetales caribeños con pollo. Ideal para la primavera fresca miamense. Ingredientes: Un pollo orgánico, más bien sobre lo flaco -saben mejor. Pimientos rojos, calabaza, ñame, una cebolla amarilla grande, boniato amarillo, un plátano verdepintón, abundante albahaca un poco de sal y pimienta.
Preparación: Píquese el pollo en trozos con su piel; séquelo bien. Haga un sofrito de ajo con aceite de oliva. Añádase dos o tres tazas de caldo pre-preparado, orgánico, con "low sodium" y 99% non fat. Este dilettante recomienda Swanson's o Wolgang Puck. Un chorro de vino blanco. Cuando el caldo esté hirviendo, añádase el pollo, los vegetales y las viandas, cortados en trozos no muy pequeños. El tiempo de cocción de toda la camada es más o menos el mismo. Cuando el pollo esté listo, sepárese la piel de la carne y bótese (ya para ese entonces, ésta habrá soltado su grasa natural, que es la idea). Cójase un mazo hojas de albahaca, córteseles en flecos con el cuchillo. Cuídese de mecer su hoja de izquierda a derecha, de modo que la hierba no quede desgarrada y mustia, sino seca y nítidamente cortada. Eche las hierbas sobre el caldo y sírvase inmediatamente. Último toque: flequillos de ají chipotle, seco.
Acompáñese la zuppa con un buen pan rústico y un Eden Valley Riesling (90 pts. del Wine Spectator, por $13.99). ¿Postre? Lo dejo a vuestra elección.
viernes, 16 de abril de 2010
Macusa y Puti (Habana Soterrada)
Ernesto González
Macusa por fin estuvo de acuerdo en que Puti, de alguna manera, se las ingeniara para saciar su deseo de Raidel. Ya Puti, muy nervioso, había robado el alcohol de noventa grados imprescindible para preparar una botella de menta y propiciar la cita. Por su parte, Macusa había descubierto que algo muy cautivante estaba ocurriendo en sus propias narices y decidió no pasarlo por alto.
—Puti, aplázame eso por ahora, perdóname, pero no se puede —le dijo asomada a la puerta de su barracón—. No vengas por aquí en unos días, que no me conviene. Ya te contaré. Si se da, ya te contaré, seguro. No pongas esa cara, cuando se puede, se puede, cuando no se puede, no se puede. ¿O qué, chico?
—Ay, está bien, Macu, está bien. Es que me había hecho la idea de dicha fiesta —y se fue muy deprimido a casa de Enos, a quejarse.
—Ay, está bien, Macu, está bien. Es que me había hecho la idea de dicha fiesta —y se fue muy deprimido a casa de Enos, a quejarse.
Un joven teniente de la unidad militar, blanco, calvo, de ojos azules, pelotero, el mejor bateador del equipo de béisbol, con unas extremidades verdaderamente museables, comenzó a aparecer por casa de Macusa acompañando a Raidel. Ambos jugaban de manos con frecuencia y bromeaban. Macusa se preguntó por qué aquel calvo tan atractivo aún no se había propasado con ella, ni mostraba síntomas de hacerlo. Los dos hombres se tomaban la botella de alcohol preparado que ella había guardado para su bonitero de Caibarién, y entablaban una intensa conversación que siempre rutaba acerca del derecho del varón a poseer otras hembras además de la suya. Derecho que desde luego ellos negaban a toda hembra y muy en especial a la hembra que «estuvieran representando».
Ha de decirse que Macusa, a propósito de la causa de las libertades sexuales, era una gran luchadora y comprometida feminista. Abogaba por el acceso de sus congéneres a la variedad de amantes y experiencias, tanto como lo hacían los hombres. Eso provocaba un intercambio de justificaciones varoniles que reiteraban el concepto de que el hombre era hombre, distinto de la mujer, y que desear la variedad era una atribución exclusivamente masculina. Macusa saltaba ofendida, convocaba palabrotas, gesticulaba y más adelante hacía huelga de silencio. En tanto, los dos hombres bajaban la voz, se enfrascaban en un diálogo íntimo y sólo algunos «carajo, cojones, coño, compadre», extraviados, podían escucharse. La mulata había quedado relegada a un segundo plano. Cuando esto ocurría, ella dejaba a los dos amigos en el portal y entraba en su barraca a poner en el destartalado tocadiscos portátil de los años cincuenta, su canción preferida La Perchelera.
Una noche Macusa vislumbró en los ojos azules y enrojecidos por el alcohol, del teniente, como cierto regusto en hablar del mismo asunto este de que el hombre es distinto de la mujer, y se dijo que detrás de los intereses y criterios que ambos compartían, había algo solapado, sobre todo de parte del precioso calvete.—Uno de estos días voy a complacerte, teniente, vas a hacer lo que quieres —le aseguraba Macusa.
Los dos amigos le contestaban riendo, se hacían una seña o se encogían de hombros. Y olvidando la disquisición, se enfrentaban de nuevo a los trueques y puntales de su ética: el hombre es hombre y por lo tanto distinto de la mujer.
La Perchelera (canción preferida de Macusa)
Con mi navaja en la mano
no le tengo miedo a ná,
porque soy La Perchelera
más valiente y más templá.
Yo traigo la navaja para los hombres
que en medio de los quereres hacen traiciones,
y al hombre que yo quiero, cuando me engaña,
le dibujo tres cruces seguidas en medio ‘e la cara.
La navaja es una cosa
que a los hombres compromete, un juguete.
La navaja es una cosa
que a los tontos aventaja, una laja.
Al que me engañe con otra
se la clavo por detrás,
al que me niegue el cariño
la puntica nada más.
Al que me engañe dos veces
se la doy en un costado
y al que me deje por otra
(ay, marecita ‘e mi alma)
se la doy en otro lado.
Ay qué rica, qué rica navaja
ay qué bien que la sé manejar
porque pincha, se hunde y que baja
ay, qué bien que la sé gobernar.
Con esta navaja que rompe y que baja
que rica navaja yo sé manejar.
jueves, 15 de abril de 2010
La inventora del picadillo de soya
Ana Margarita Perdigón
En la intersección de las calles 25 y B, en la habanera barriada del Vedado, pueden observarse grandes trabajos de construcción que se realizan en la casa situada en la esquina, por la calle 25, junto al número 855, donde se está levantando un apartamento de dos plantas. La edificación rompe con las líneas estéticas de la cuadra, y esta reportera pudo conocer que se trata de la vivienda de la ingeniera Elisa Panadén Ambrosio, dirigente del Ministerio de la Industria Alimenticia, quien al parecer goza de apoyo gubernamental por haber sido la inventora del llamado “picadillo enriquecido”, popularmente conocido como picadillo de soya.
Un vecino que prefirió no dar su nombre, expresó que al lugar llegan constantemente camiones del Estado -y también algunos particulares- cargados de cemento, bloques y otros materiales de construcción, en grandes cantidades, que son utilizados por la brigada estatal que trabaja en el lugar. El abogado independiente René Gómez Manzano comentó: “Resulta escandaloso que esto se haga en pleno día sin que la señora Panadén haya sufrido el menor contratiempo, mientras que el opositor y médico Darsi Ferrer lleva diez meses en la cárcel, sin acusación formal y sin juicio, por dos sacos de cemento y una reja que le fueron obsequiados por un antiguo paciente suyo que se marchó del país”.
Tomado de Desde la habana. Yayabo Press Foto: Aspecto del picadillo de soya crudo, vendido en Cuba por la libreta de racionamiento. Ana Margarita Perdigón es periodista independiente.
miércoles, 14 de abril de 2010
en el velorio
om ulloa
il. felipe morales: "el velorio"
no entiendo su voz cuando habla porque no la escucho. me concentro en mirarle los labios y sus movimientos casi imperceptibles. me la imagino niña. me la imagino sentada en la playa, jugando en la arena. no capto sus pensamientos porque con certitud son parecidos a los míos, confusos, inciertos. ella eleva la taza de losa china y se la lleva a los labios, finos pero bien delineados. saborea el té o la manzanilla o el café... y yo traspaso continentes con pies desnudos, febriles. me sacudo el polvo del sahara, el fango de los pantanos de brasil, la aridez y la escarcha de siberia, pero siempre detrás de ella. siguiendo sus piernas lentas en el vaivén cotidiano de caminar me enredo en volver a marcar sus huellas. me acerco y respiro despacio en su cuello, sin que me oiga, sin que me sienta. alguien le pregunta sobre sus viajes y yo me cambio de butaca. la miro fijo. no puedo evitar el imán de su blusa abierta a la brisa leve y el pensamiento de lujuria que me embarga al verla.
miro la caja de cedro y me la imagino muerta, cubierta de gasa y lirios blancos. escucho el llanto de su madre, de sus hermanos. vamos todos detrás del ataúd, lentos, todos muy lentos y quejumbrosos. la plaza del pueblo, de su pueblo, estalla de sol y el calor es asfixiante. pero todos vestimos de lino negro y vamos detrás de ella, que ya empieza a apestar a muerta, a momia, a olvido. la señora de la casa le pregunta si quiere más café o té o manzanilla y ella asiente con la cabeza, distraída mirando al mar. no, no, aquí no hay mar, me digo y respiro hondo tratando de olerla desde mi butaca. en la alfombra detecto migas de pan, de los bocaditos de atún, y me la imagino acostada en la alfombra comiéndose las migas que caen de la punta de mi lengua, que le sabe salada. le digo que debe ser el salitre del mar. se ríe y me contesta que aquí no hay mar, que estamos en el desierto. abro los ojos, amplios y me la bebo toda diciéndole que donde esté ella siempre hay mar, mucho mar y salitre, y peces, arena y sol... y salitre. elevo mi zapato hasta casi alcanzar su rodilla y me la imagino detrás de una máquina de rayos x, sus huesos plateados brillando en la noche. me acerco a la pantalla y la palpo. con mi boca palpo su esqueleto de mujer infiel porque sin duda alguna me la imagino traicionera, adúltera y viajera.
oigo a un viejo carraspear y me distrae el sonido ronco de la flema en la garganta. ella baja los ojos cada vez que bebe de la taza de manzanilla o té o café, y se pierden unos minutos, rozando el inalcanzable podio del silencio total. otra vez me cambio de butaca y caigo a su lado, sólo el vacío físico de un cojín por medio. ella levanta los ojos de aceitunas para observar la sombra intrusa y tose. me la imagino tuberculosa en un hospital checo de paredes frías, escupiendo sangre. allí, en praga, pre-revolución de terciopelo, le sostengo las manos y le cuento historias de turcos y árabes. le encantan los exotismos orientales, los tules multicolores de las esclavas del harem, dice y se sonríe. después tose, tose y tose, tuberculosa al fin. le narro la de la princesa mudéjar encerrada en la giralda, violada por el sol y por la luna bajo la mirada fría del califa. hace un mohín de disgusto. le molesta el humo del tabaco del viejo sentado en la otra butaca, la de cuadros amarillos. entra la dueña del velorio, la dueña de la pena, y se apoya en la mesa para hablar con ella sobre la enfermedad de la tía, la que se prolongó hasta que la mató. ay qué pronto la muerte se la llevó, la vieja solloza angustiada. prepárate, que pronto te ha de tocar, le digo con los labios sellados, mirándolas hablar de la tía muerta. a veces ella gira la cabeza, otras la deja caer sobre un hombro. mira a la vieja con ojitos tristes y se pasa la mano por el muslo, como planchando el pantalón de lino.
tiene piernas de campesina, gruesos los tobillos y flojas las carnes, pienso. me rasco la nariz disimulando mi atención y me quedo con la mano ocultándome el rostro. sin ella verme me siento vulnerable, cercado. entablo una senil conversación con el viejo del tabaco sentado en la butaca de cuadros amarillos. el viejo piensa que la mujer se murió de nostalgia. la nostalgia es dañina, dice el viejo como si se tratara de carne de puerco. le respondo que la nostalgia es demasiado grasienta y me mira sorprendido. aprovecho su asombro para volverla a mirar, a ella, y choco con todo el aceite amarilloso de sus pupilas de olivo. me miran sin pestañear, sin indicios de vida. extiendo una mano y le digo que la muerta fue amiga de mi madre. era mi tía, lejana, dice ella y vuelve a cruzar las piernas. pantalones negros y blusa de seda blanca. sobria, muy sobria y mi embriaguez de lujuria aumenta. tan de cerca la huelo, la husmeo, la olfateo como perro de caza. a nueces y frutos secos, huele así. seguro vino empacada en un buque de la conquista. exquisita, como el cacao y el café. ahora es amarilla como el maíz. choclo, elote, mazorca, sus dientes sabrán a atole. sus zapatos son de charol. me arrebata el charol. su brillo falso es el catecismo católico de la clase media que me parió. allá entonces competíamos a escupir los zapatos de margarita para luego lamerlos bajo sus faldas durante la práctica del coro. era un placer erótico ponerse zapatos de charol ayer, hoy y siempre. por eso me acerqué más y le pregunté su nombre.
amamantes, escuché. la miré a punto de soltar la carcajada que pusiera broche de oro al velorio. amamantes, repetí en interrogante sin perder sus ojos. eso mismo, amada montes, dijo. ahora sí que me la imaginé desnuda, encuerísima en la arena de la playa rodeada de siniestras montañas que por tal nombre le pertenecían. amada por los montes, mamada por las rías gallegas, mojada por el cantábrico y el caribe en un encuentro casual, así era la playa de amada montes, que seguro tenía el pubis pálido, castaño claro. amada montes que se mecía en la arena de un lado a otro, abriendo y cerrando las piernas y creando angelitos de arena. con cada movimiento, amada montes dejaba ver sus labios vaginales, rosados y finos. amada montes, que era ya un everest después de un pico turquino incierto, suspiraba con voz tendida frente al mar. sí, había mar y era verde coral. un mar verde para ti, amada, un mar de lágrimas negras, de deseos violetas y lujurias añiles. un mar para ti, casi le dije allí, en el velorio.
no te parece cómico mi nombre, me preguntó muy seria cortando la cadena televisiva del show de amada montes que me asediaba. destornillante, le dije y se sonrió. se inclinó hacia mí con cara de cómplice. ssshh, no se lo digas a nadie. a quién si no a mi sombra que ha de perseguirte hasta que muera, le dije vocalizando el silencio, mirándole los delgados dedos. no hables de muertos aquí, susurró y volvió a sonreír. yo la seguí justo cuando se levantó de la arena y el sol la iluminó, todo el culo y la espalda bordados de gránulos de arena fina... amada montes ya quiere salir a estrenar su sombrerito de pluma... con piernas lentas fue entrando al mar de espuma, al mar verde coral añil donde yo la esperaba con peces vivos entre los dientes. ella se acercó y palpó mi vientre de huesos plateados bajo el agua. resplandecían los rayos y la arena del mar hecho desierto se arremolinaba entre mis dedos. el agua estaba fría porque estamos cerca de turquía, le dije, y ella cerró los ojos dejando caer la cabeza sobre un hombro. si estuviéramos cerca de turquía no crees que el agua estuviera más caliente, dijo sin interrogante. por aquello de baños turcos, añadió en un instante que pasó entre ola y ola. así es, le contesté, en turquía el agua nunca es fría. sonrió con los ojos entrecerrados mientras se abollaba en la superficie. abóllate, amada montes, abóllate entre la espuma... me sumergí y le atrapé un muslo bajo el agua. al besarlo era floja su carne, puro flan de leche. sus manos chapoteaban sobre mi cabeza y yo le besaba la unión de pierna y pelvis.
el hombre del tabaco me dirigió una mirada desafiante y me retó a explicarle aquello de la nostalgia grasienta. resbala y nunca nos deja estar bien en ningún lugar, le expliqué aún flotando con ella en mares turcos. por qué, insiste el hombre del tabaco. porque resbala, es como la grasa, dañina, insisto, resbala y no nos deja avanzar. de regreso al punto de partida, satisfecho con sí mismo el del tabaco fue a explicárselo a la dueña de la casa del velorio, a la propietaria de la pena. amada montes entonces se sobaba el muslo bajo el lino negro, como si sintiera la sal de mis besos marinos escocerle la piel. hubiera jurado que en mi boca sentía el vaho de su sexo serrano, que se introducía en mis encías como jarabe de tos. había algas y caracoles en el gelatinoso interior. sentí que me embargaba la nostalgia de nuevo y me sorprendí de no necesitar oxígeno. nostalgia suicida, pues, me dije. la enfoqué de nuevo. vislumbraba su ombligo lleno de astillas de madera, del buque pionero que la trajo a este continente lejano. con avidez le chupé el vientre y subí a la superficie. allí choqué con su mano, que descansaba en mi brazo, que reposaba sobre la butaca, al lado de ella. vamos a tomarnos un trago, decía la voz de amada montes. y... la pausa se enredó en mi lengua, entre las astillas afiladas de su ombligo... ¿en el último trago nos vamos?, pregunté indeciso. adonde quieras, contestó ella ausente, con la mirada fija en la puerta.
por la calle el silencio era inquieto, sonsoneante como una mosca. llovía, siempre llueve en esta maldita ciudad, dijo ella. caminaba unos pasos adelantada y sus nalgas se movían con desorden, sueltas bajo el lino negro. sentí que los peces morían uno a uno en mi boca por la falta de mar, por la falta de agallas. el interior de mi boca se aflojaba, saboreando la anticipación. ella no miraba hacia atrás. nunca lo hizo. yo la seguía manso y predije un gran desastre, pero mis oídos tupidos de arena no escucharon el grito aterrado que imploraba que me detuviera. al fin, al doblar una esquina, abrí los labios y escupí las espinas de los peces muertos que nadaban en mi saliva desde turquía. el aire fresco y la distancia del mortuorio me despejaron la vista. había colores reflejados en el pavimento mojado. había tránsito lento y silencioso. había seres humanos muriéndose de indigestión de nostalgia o de carne de puerco, resbalando constantemente sobre la misma mancha de grasa que no los deja avanzar. pero este imbécil mamarracho sólo veía el movimiento rítmico de nalga y nalga, los cabellos y las manos afiladas de amada montes. la gran conquista de picos, montículos y montañas. aconcaguas, himalayas, pirineos, kilimanjaros, todos juntos, desde ese momento, empezaron a ser un constante recordatorio de la incipiente pesadilla.
parte 1 del cuento 1er feto, publicado en contratiempo, no. 13, 2004, págs. 14-15.
il. felipe morales: "el velorio"
no entiendo su voz cuando habla porque no la escucho. me concentro en mirarle los labios y sus movimientos casi imperceptibles. me la imagino niña. me la imagino sentada en la playa, jugando en la arena. no capto sus pensamientos porque con certitud son parecidos a los míos, confusos, inciertos. ella eleva la taza de losa china y se la lleva a los labios, finos pero bien delineados. saborea el té o la manzanilla o el café... y yo traspaso continentes con pies desnudos, febriles. me sacudo el polvo del sahara, el fango de los pantanos de brasil, la aridez y la escarcha de siberia, pero siempre detrás de ella. siguiendo sus piernas lentas en el vaivén cotidiano de caminar me enredo en volver a marcar sus huellas. me acerco y respiro despacio en su cuello, sin que me oiga, sin que me sienta. alguien le pregunta sobre sus viajes y yo me cambio de butaca. la miro fijo. no puedo evitar el imán de su blusa abierta a la brisa leve y el pensamiento de lujuria que me embarga al verla.
miro la caja de cedro y me la imagino muerta, cubierta de gasa y lirios blancos. escucho el llanto de su madre, de sus hermanos. vamos todos detrás del ataúd, lentos, todos muy lentos y quejumbrosos. la plaza del pueblo, de su pueblo, estalla de sol y el calor es asfixiante. pero todos vestimos de lino negro y vamos detrás de ella, que ya empieza a apestar a muerta, a momia, a olvido. la señora de la casa le pregunta si quiere más café o té o manzanilla y ella asiente con la cabeza, distraída mirando al mar. no, no, aquí no hay mar, me digo y respiro hondo tratando de olerla desde mi butaca. en la alfombra detecto migas de pan, de los bocaditos de atún, y me la imagino acostada en la alfombra comiéndose las migas que caen de la punta de mi lengua, que le sabe salada. le digo que debe ser el salitre del mar. se ríe y me contesta que aquí no hay mar, que estamos en el desierto. abro los ojos, amplios y me la bebo toda diciéndole que donde esté ella siempre hay mar, mucho mar y salitre, y peces, arena y sol... y salitre. elevo mi zapato hasta casi alcanzar su rodilla y me la imagino detrás de una máquina de rayos x, sus huesos plateados brillando en la noche. me acerco a la pantalla y la palpo. con mi boca palpo su esqueleto de mujer infiel porque sin duda alguna me la imagino traicionera, adúltera y viajera.
oigo a un viejo carraspear y me distrae el sonido ronco de la flema en la garganta. ella baja los ojos cada vez que bebe de la taza de manzanilla o té o café, y se pierden unos minutos, rozando el inalcanzable podio del silencio total. otra vez me cambio de butaca y caigo a su lado, sólo el vacío físico de un cojín por medio. ella levanta los ojos de aceitunas para observar la sombra intrusa y tose. me la imagino tuberculosa en un hospital checo de paredes frías, escupiendo sangre. allí, en praga, pre-revolución de terciopelo, le sostengo las manos y le cuento historias de turcos y árabes. le encantan los exotismos orientales, los tules multicolores de las esclavas del harem, dice y se sonríe. después tose, tose y tose, tuberculosa al fin. le narro la de la princesa mudéjar encerrada en la giralda, violada por el sol y por la luna bajo la mirada fría del califa. hace un mohín de disgusto. le molesta el humo del tabaco del viejo sentado en la otra butaca, la de cuadros amarillos. entra la dueña del velorio, la dueña de la pena, y se apoya en la mesa para hablar con ella sobre la enfermedad de la tía, la que se prolongó hasta que la mató. ay qué pronto la muerte se la llevó, la vieja solloza angustiada. prepárate, que pronto te ha de tocar, le digo con los labios sellados, mirándolas hablar de la tía muerta. a veces ella gira la cabeza, otras la deja caer sobre un hombro. mira a la vieja con ojitos tristes y se pasa la mano por el muslo, como planchando el pantalón de lino.
tiene piernas de campesina, gruesos los tobillos y flojas las carnes, pienso. me rasco la nariz disimulando mi atención y me quedo con la mano ocultándome el rostro. sin ella verme me siento vulnerable, cercado. entablo una senil conversación con el viejo del tabaco sentado en la butaca de cuadros amarillos. el viejo piensa que la mujer se murió de nostalgia. la nostalgia es dañina, dice el viejo como si se tratara de carne de puerco. le respondo que la nostalgia es demasiado grasienta y me mira sorprendido. aprovecho su asombro para volverla a mirar, a ella, y choco con todo el aceite amarilloso de sus pupilas de olivo. me miran sin pestañear, sin indicios de vida. extiendo una mano y le digo que la muerta fue amiga de mi madre. era mi tía, lejana, dice ella y vuelve a cruzar las piernas. pantalones negros y blusa de seda blanca. sobria, muy sobria y mi embriaguez de lujuria aumenta. tan de cerca la huelo, la husmeo, la olfateo como perro de caza. a nueces y frutos secos, huele así. seguro vino empacada en un buque de la conquista. exquisita, como el cacao y el café. ahora es amarilla como el maíz. choclo, elote, mazorca, sus dientes sabrán a atole. sus zapatos son de charol. me arrebata el charol. su brillo falso es el catecismo católico de la clase media que me parió. allá entonces competíamos a escupir los zapatos de margarita para luego lamerlos bajo sus faldas durante la práctica del coro. era un placer erótico ponerse zapatos de charol ayer, hoy y siempre. por eso me acerqué más y le pregunté su nombre.
amamantes, escuché. la miré a punto de soltar la carcajada que pusiera broche de oro al velorio. amamantes, repetí en interrogante sin perder sus ojos. eso mismo, amada montes, dijo. ahora sí que me la imaginé desnuda, encuerísima en la arena de la playa rodeada de siniestras montañas que por tal nombre le pertenecían. amada por los montes, mamada por las rías gallegas, mojada por el cantábrico y el caribe en un encuentro casual, así era la playa de amada montes, que seguro tenía el pubis pálido, castaño claro. amada montes que se mecía en la arena de un lado a otro, abriendo y cerrando las piernas y creando angelitos de arena. con cada movimiento, amada montes dejaba ver sus labios vaginales, rosados y finos. amada montes, que era ya un everest después de un pico turquino incierto, suspiraba con voz tendida frente al mar. sí, había mar y era verde coral. un mar verde para ti, amada, un mar de lágrimas negras, de deseos violetas y lujurias añiles. un mar para ti, casi le dije allí, en el velorio.
no te parece cómico mi nombre, me preguntó muy seria cortando la cadena televisiva del show de amada montes que me asediaba. destornillante, le dije y se sonrió. se inclinó hacia mí con cara de cómplice. ssshh, no se lo digas a nadie. a quién si no a mi sombra que ha de perseguirte hasta que muera, le dije vocalizando el silencio, mirándole los delgados dedos. no hables de muertos aquí, susurró y volvió a sonreír. yo la seguí justo cuando se levantó de la arena y el sol la iluminó, todo el culo y la espalda bordados de gránulos de arena fina... amada montes ya quiere salir a estrenar su sombrerito de pluma... con piernas lentas fue entrando al mar de espuma, al mar verde coral añil donde yo la esperaba con peces vivos entre los dientes. ella se acercó y palpó mi vientre de huesos plateados bajo el agua. resplandecían los rayos y la arena del mar hecho desierto se arremolinaba entre mis dedos. el agua estaba fría porque estamos cerca de turquía, le dije, y ella cerró los ojos dejando caer la cabeza sobre un hombro. si estuviéramos cerca de turquía no crees que el agua estuviera más caliente, dijo sin interrogante. por aquello de baños turcos, añadió en un instante que pasó entre ola y ola. así es, le contesté, en turquía el agua nunca es fría. sonrió con los ojos entrecerrados mientras se abollaba en la superficie. abóllate, amada montes, abóllate entre la espuma... me sumergí y le atrapé un muslo bajo el agua. al besarlo era floja su carne, puro flan de leche. sus manos chapoteaban sobre mi cabeza y yo le besaba la unión de pierna y pelvis.
el hombre del tabaco me dirigió una mirada desafiante y me retó a explicarle aquello de la nostalgia grasienta. resbala y nunca nos deja estar bien en ningún lugar, le expliqué aún flotando con ella en mares turcos. por qué, insiste el hombre del tabaco. porque resbala, es como la grasa, dañina, insisto, resbala y no nos deja avanzar. de regreso al punto de partida, satisfecho con sí mismo el del tabaco fue a explicárselo a la dueña de la casa del velorio, a la propietaria de la pena. amada montes entonces se sobaba el muslo bajo el lino negro, como si sintiera la sal de mis besos marinos escocerle la piel. hubiera jurado que en mi boca sentía el vaho de su sexo serrano, que se introducía en mis encías como jarabe de tos. había algas y caracoles en el gelatinoso interior. sentí que me embargaba la nostalgia de nuevo y me sorprendí de no necesitar oxígeno. nostalgia suicida, pues, me dije. la enfoqué de nuevo. vislumbraba su ombligo lleno de astillas de madera, del buque pionero que la trajo a este continente lejano. con avidez le chupé el vientre y subí a la superficie. allí choqué con su mano, que descansaba en mi brazo, que reposaba sobre la butaca, al lado de ella. vamos a tomarnos un trago, decía la voz de amada montes. y... la pausa se enredó en mi lengua, entre las astillas afiladas de su ombligo... ¿en el último trago nos vamos?, pregunté indeciso. adonde quieras, contestó ella ausente, con la mirada fija en la puerta.
por la calle el silencio era inquieto, sonsoneante como una mosca. llovía, siempre llueve en esta maldita ciudad, dijo ella. caminaba unos pasos adelantada y sus nalgas se movían con desorden, sueltas bajo el lino negro. sentí que los peces morían uno a uno en mi boca por la falta de mar, por la falta de agallas. el interior de mi boca se aflojaba, saboreando la anticipación. ella no miraba hacia atrás. nunca lo hizo. yo la seguía manso y predije un gran desastre, pero mis oídos tupidos de arena no escucharon el grito aterrado que imploraba que me detuviera. al fin, al doblar una esquina, abrí los labios y escupí las espinas de los peces muertos que nadaban en mi saliva desde turquía. el aire fresco y la distancia del mortuorio me despejaron la vista. había colores reflejados en el pavimento mojado. había tránsito lento y silencioso. había seres humanos muriéndose de indigestión de nostalgia o de carne de puerco, resbalando constantemente sobre la misma mancha de grasa que no los deja avanzar. pero este imbécil mamarracho sólo veía el movimiento rítmico de nalga y nalga, los cabellos y las manos afiladas de amada montes. la gran conquista de picos, montículos y montañas. aconcaguas, himalayas, pirineos, kilimanjaros, todos juntos, desde ese momento, empezaron a ser un constante recordatorio de la incipiente pesadilla.
parte 1 del cuento 1er feto, publicado en contratiempo, no. 13, 2004, págs. 14-15.
martes, 13 de abril de 2010
Paloma negra y destino
Matamos lo que amamos. Lo demás no ha estado vivo nunca. Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere un olvido, una ausencia, a veces menos. Matamos lo que amamos. ¡Qué cese esta asfixia de respirar con un pulmón ajeno! El aire no es bastante para los dos. Y no basta la tierra para los cuerpos juntos y la ración de la esperanza es poca y el dolor no se puede compartir. El hombre es anima de soledades, ciervo con una flecha en el ijar que huye y se desangra. Ah, pero el odio, su fijeza insomne de pupilas de vidrio; su actitud que es a la vez reposo y amenaza. El ciervo va a beber y en el agua aparece el reflejo del tigre. El ciervo bebe el agua y la imagen. Se vuelve -antes que lo devoren- cómplice, fascinado, igual a su enemigo. Damos la vida sólo a lo que odiamos.-- Destino, de Rosario Castellanos
lunes, 12 de abril de 2010
Traje del auto el fuego dorado, el auto de fe orado
Ramón Williams
-Llegué, Abuela- dice Magda y activa el interruptor del TV.
Al centro de la docena, Abuela permanece hierática y silenciosa. No parece importarle que el licenciado Rubiera anuncie sol bueno y mar de espuma para mañana. La oscuridad del contexto convierte el aparato de TV en un oráculo y a ella en una sibila muy vieja.
-El medio es el mensaje, él me dio un brebaje, el medio es un masaje...-dice la viejecita con los ojos fijos en el aparato y repite las palabras con la misma regularidad que Nilo halla bajo sus pies unos gastados escalones. Escaleras, cuartos y más cuartos. Este de Magda según la cual entramos en su mundo. Y es un mundo de puntal alto y altas paredes de un malva pálido decorado a rodillo con dibujos de formas caracoladas como volutas de capitel Jónico. No hay espejo en el tocador de caoba que obstruye la puerta del baño. Además de una cama, donde al menos caben dos pares de Nilo, un escaparatito se arrincona ante la estatura de cinco estantes empinados al techo.
A pesar de las ventanas abiertas un aroma tenue de mariscos domina la atmósfera domestica viciada por el polvo século de los libros. Revisando el mundo de Magda Nilo escucha el cierre discreto de la puerta. Ella queda allí, las manos detrás, sobre el pomo aún. Del otro lado de esa boca se ordenan los sonidos que Nilo escuchará. Cualquiera sean las palabras, banderillas de amenidad asoman por las comisuras de sus labios. Nada que diga ella amenaza la extraña paz de Nilo.
Me pregunto por qué no preguntas qué hacemos aquí,-dice la mujer y Nilo casi resuelve la duda, esboza una respuesta, pero ella ahorra.
Creo que en el fondo no quieres averiguarlo. El asunto del poco roce en clases… si te digo que hace diez años milito en El Partido….
-Me lo dices luego me haces una oferta irrefutable para que borre alucinaciones. De paso, me olvido de tu risa de jueves.
-No tienes que olvidar nada sino mejorar el orden de lo que recuerdas. Sólo quiero que leas algo sobre la vida y muerte del cosmos y el ocho acostado.
-En algunas culturas los velorios son fiestas. Traje del auto el fuego dorado, el auto de fe orado, del auto feo orado, el auto fue horadado…Te dejé un traguito.
-No es igual un entierro que un homenaje.
-No es lo mismo un hueco negro que un negro hueco. Magda suspira y su aliento de dragón bebedor fino disuelve en el aire la malcriadez en el retruécano del joven. Con extrema velocidad ella extrae un librito rojo de sus ropas que lentamente llega a Nilo.
-Toma, mejor te sientas y lees calladito a ver si no tengo que explicarte. No necesitas saber lo que busco en ti, todo está ahí pero no es un saber garantizado. Mañana lo olvidarás si no puedes vivir con su entendimiento.
-Llegué, Abuela- dice Magda y activa el interruptor del TV.
Al centro de la docena, Abuela permanece hierática y silenciosa. No parece importarle que el licenciado Rubiera anuncie sol bueno y mar de espuma para mañana. La oscuridad del contexto convierte el aparato de TV en un oráculo y a ella en una sibila muy vieja.
-El medio es el mensaje, él me dio un brebaje, el medio es un masaje...-dice la viejecita con los ojos fijos en el aparato y repite las palabras con la misma regularidad que Nilo halla bajo sus pies unos gastados escalones. Escaleras, cuartos y más cuartos. Este de Magda según la cual entramos en su mundo. Y es un mundo de puntal alto y altas paredes de un malva pálido decorado a rodillo con dibujos de formas caracoladas como volutas de capitel Jónico. No hay espejo en el tocador de caoba que obstruye la puerta del baño. Además de una cama, donde al menos caben dos pares de Nilo, un escaparatito se arrincona ante la estatura de cinco estantes empinados al techo.
A pesar de las ventanas abiertas un aroma tenue de mariscos domina la atmósfera domestica viciada por el polvo século de los libros. Revisando el mundo de Magda Nilo escucha el cierre discreto de la puerta. Ella queda allí, las manos detrás, sobre el pomo aún. Del otro lado de esa boca se ordenan los sonidos que Nilo escuchará. Cualquiera sean las palabras, banderillas de amenidad asoman por las comisuras de sus labios. Nada que diga ella amenaza la extraña paz de Nilo.
Me pregunto por qué no preguntas qué hacemos aquí,-dice la mujer y Nilo casi resuelve la duda, esboza una respuesta, pero ella ahorra.
Creo que en el fondo no quieres averiguarlo. El asunto del poco roce en clases… si te digo que hace diez años milito en El Partido….
-Me lo dices luego me haces una oferta irrefutable para que borre alucinaciones. De paso, me olvido de tu risa de jueves.
-No tienes que olvidar nada sino mejorar el orden de lo que recuerdas. Sólo quiero que leas algo sobre la vida y muerte del cosmos y el ocho acostado.
-En algunas culturas los velorios son fiestas. Traje del auto el fuego dorado, el auto de fe orado, del auto feo orado, el auto fue horadado…Te dejé un traguito.
-No es igual un entierro que un homenaje.
-No es lo mismo un hueco negro que un negro hueco. Magda suspira y su aliento de dragón bebedor fino disuelve en el aire la malcriadez en el retruécano del joven. Con extrema velocidad ella extrae un librito rojo de sus ropas que lentamente llega a Nilo.
-Toma, mejor te sientas y lees calladito a ver si no tengo que explicarte. No necesitas saber lo que busco en ti, todo está ahí pero no es un saber garantizado. Mañana lo olvidarás si no puedes vivir con su entendimiento.
domingo, 11 de abril de 2010
Feliz fin de curso a los futuros blogueros
En Octavo cerco, se destaca la graduación de un grupo de futuros blogo-periodistas. ¡Felicidades! Desde la otra orilla, les deseamos lo mejor. Quién lo iba a decir, que lo mejor del periodismo cubano de la isla tome lugar en la blogosfera alternativa.
sábado, 10 de abril de 2010
Graciela, la inigualable, ha muerto
Micael Ávalos
Me acabo de enterar de la muerte de Graciela Pérez, ocurrida ayer, 7 de abril, en Nueva York. Como el lector interesado podrá encontrar en otros lugares información al respecto, yo considero oportuno llamar la atención sobre ciertos aspectos que siembran confusión en la biografía de Graciela. Su fecha de nacimiento no me queda clara, la mayoría cita el día 25 de agosto de 1915, pero he leído a otros que dan como fecha de nacimiento el 23 (Giro, por ejemplo). Muchos creen que la Anacaona fue la primera orquesta femenina fundada en Cuba, pero cuando la orquesta hizo su debut en el teatro Payret el 19 de febrero de 1932, ya se conocían la Charanga de Irene Laferté, fundada en 1928 y la Orquesta Ensueño, formada por Guillermina Foyo y sus hermanas en 1930. Asimismo una etapa poco conocida es aquella entre su salida de las Anacaona en el 39 y su llegada a New York en el 43.
Graciela me contó que durante ese tiempo tocaba en la radio con el trío de Nené Allué (1905-1959) que ya para esta época era cuarteto y tenía nada más y nada menos que a Abelardo Barroso como voz prima. Esta debe contarse como una de las grandes pérdidas de la música cubana, comparable casi con la de falta de grabaciones de Pablo Quevedo. Solo nos queda imaginar cómo sonaría el dúo de Graciela con Abelardo. Es también lamentable que Graciela no haya grabado más mientras formaba parte de Machito y sus Afrocubans. Muchas veces quedaba limitada a cantar boleros o algunos sones y Machito llevaba la voz cantante. Su mejor disco para mí sigue siendo Íntimo y Sentimental del cual quiero que escuchen estos temas que se encuentran aquí. Su colaboración con Cándido Camero en el disco Inolvidable sigue siendo ejemplo de su amor por la música cubana y de sus deseos de seguir cantando, incluso cuando ya la voz no le daba más.
Se impone quizá, después de su muerte, una reconsideración cabal de lo que significó Graciela para la música cubana. Su carrera es el símbolo de la relación fluida que ha existido siempre entre la música cubana y la norteamericana. Su fácil pasaje del son al jazz, del jazz al bolero y de éste de vuelta al son, y su presencia en momentos claves de la historia musical cubana y norteamericana como lo son el fenómeno de las orquestas femeninas durante los años 30 en Cuba, la creación del jazz latino en los años 40 en New York, y más tarde en la misma ciudad, el esplendor inicial de la escena salsera en los 60, convierten a Graciela en un símbolo eterno de ese transvase constante de forma y substancia entre una y otra.
Me acabo de enterar de la muerte de Graciela Pérez, ocurrida ayer, 7 de abril, en Nueva York. Como el lector interesado podrá encontrar en otros lugares información al respecto, yo considero oportuno llamar la atención sobre ciertos aspectos que siembran confusión en la biografía de Graciela. Su fecha de nacimiento no me queda clara, la mayoría cita el día 25 de agosto de 1915, pero he leído a otros que dan como fecha de nacimiento el 23 (Giro, por ejemplo). Muchos creen que la Anacaona fue la primera orquesta femenina fundada en Cuba, pero cuando la orquesta hizo su debut en el teatro Payret el 19 de febrero de 1932, ya se conocían la Charanga de Irene Laferté, fundada en 1928 y la Orquesta Ensueño, formada por Guillermina Foyo y sus hermanas en 1930. Asimismo una etapa poco conocida es aquella entre su salida de las Anacaona en el 39 y su llegada a New York en el 43.
Graciela me contó que durante ese tiempo tocaba en la radio con el trío de Nené Allué (1905-1959) que ya para esta época era cuarteto y tenía nada más y nada menos que a Abelardo Barroso como voz prima. Esta debe contarse como una de las grandes pérdidas de la música cubana, comparable casi con la de falta de grabaciones de Pablo Quevedo. Solo nos queda imaginar cómo sonaría el dúo de Graciela con Abelardo. Es también lamentable que Graciela no haya grabado más mientras formaba parte de Machito y sus Afrocubans. Muchas veces quedaba limitada a cantar boleros o algunos sones y Machito llevaba la voz cantante. Su mejor disco para mí sigue siendo Íntimo y Sentimental del cual quiero que escuchen estos temas que se encuentran aquí. Su colaboración con Cándido Camero en el disco Inolvidable sigue siendo ejemplo de su amor por la música cubana y de sus deseos de seguir cantando, incluso cuando ya la voz no le daba más.
Se impone quizá, después de su muerte, una reconsideración cabal de lo que significó Graciela para la música cubana. Su carrera es el símbolo de la relación fluida que ha existido siempre entre la música cubana y la norteamericana. Su fácil pasaje del son al jazz, del jazz al bolero y de éste de vuelta al son, y su presencia en momentos claves de la historia musical cubana y norteamericana como lo son el fenómeno de las orquestas femeninas durante los años 30 en Cuba, la creación del jazz latino en los años 40 en New York, y más tarde en la misma ciudad, el esplendor inicial de la escena salsera en los 60, convierten a Graciela en un símbolo eterno de ese transvase constante de forma y substancia entre una y otra.
viernes, 9 de abril de 2010
cómo es posible que esos señores que hoy gobiernan mi país sean capaces de autorizar a la gente a golpear
¿Qué es el plan contra alteraciones del orden y disturbios contrarevolucionarios?
Lean el documento: No se pierdan el tono declarativo de las secciones: "Objetivo", "Breve apreciación de las posibles alteraciones del orden y acciones contrarevolucionarias", "Misiones para el rechazo de disturbios del orden y disturbios contrarevolucionarios", y finalmente, "Armamentos".
¿Cuál es la "misión" para mantener "el orden"? Salirle al pueblo con palos, cabillas y cables (la calle es de quientusabes). ¿Quienes participan? El PNR y segurosos entrenados por supuesto, pero ahora la misión es más insidiosa: hasta trabajadores de turno y bomberos tienen instrucciones precisas de ser tropa de choque "mete-palo" raulista/susodicha.
La meta: convertir a los trabajadores en porristas.
¿Quienes son los contrarevolucionarios peligrosos? ¿Las damas de blanco? ¿cualquier grupo de jóvenes que se proponga adjudicarse un rol civil de protesta contra el estancamiento de la sociedad cubana, que no venga dictado en el guión susodicho?
Están desesperados.
A Claudia Cadelo: ¡felicidades, por un periodismo de primera donde el periodismo es casi imposible!
jueves, 8 de abril de 2010
máquinas hembras
om ulloa
alerta siempre al sonido del choque. el frenazo en el callejón. las llantas ardientes sobre el asfalto. los muchachos de músculos contraídos por el efuerzo de la bravuconería. sin mariconería. carcajadas fuertes. saliveo alcohólico. lo masculino dicho distante del hecho que lleva al maltrecho trecho. al atajo de chicos pobres con sus cacharros enriquecidos. bellos. sucios. entre sus máquinas relucientes. las rozan como si espejismos fueran. de acero viejo máquinas hembras manejadas por machos ebrios. rápido. veloz centella aquella que se dispara en el chispetear de motores calientes.
vaginas abiertas. engrasadas y dispuestas a sus manos fálicas mecánicas. chevys chingones fords fury faros metales mustangs luces malibú pizarra corvair pisaycorre gira. dale, gira, cabrón. pushDApedal. pobres chicos ricos mecánicos. los muchachos de barrio y sus ruedas cimbreantes. tardes de olfato pegado al tubo de escape husmeando el poder del rugido. la furia. el grito. veranos de restauración lenta. descapotable inmaculado. cuñita cohete. las uñas sucias de los chicos pobres raspan el vinilo blanco. las alfombras rojas. los cintillos de acero. mecánicos ricos. ojos turbios. ecos de sus voces se despeñan por el callejón. sucio. hombres todos. dicen. machos. dicen. beben ron. carcajadas fuertes. madrugadas eternas. frenazos. llantas salpicadas de semen. los chicos pobres mecaneando las máquinas. en el callejón. virtuales. atentos. ornamentando carrocerías producto de otras carnicerías.
miércoles, 7 de abril de 2010
Mauricio Vallina en la Academy of Arts and Minds
Alfredo Triff
El recital de Mauricio Vallina en la Academy of Arts and Minds la noche del lunes fue algo especial, inusual, casi orbital.
No es fácil ser testigo de un recital de piano clásico virtuoso en estos días. No es el piano: es la música clásica, tradición pre-digital, que no es lo que era hace 50 años. Pero ese no es el caso. Vallina es pianista galardonado, estudiante infatigable, moscovita de talento, belga de exilio, cubano de milagro. Fue volado desde Bruselas, la ciudad del simbolismo, por Lili Rentería, para disfrute del público miamense. Qué maga la Rentería, siempre convocando sintonías bucólicas.
Después de la introducción de Manuel y la brevísima de Lili, con frase martiana de alguna carta finisecular apostólica, apuntando a la nobleza de carácter del pianista sin duda, se aparece este hombre angular, chopinianamente huesudo, salido de algún poema de Stefan George, de algún cuadro de Schiele, de facciones quasi-espectrales, pelo encaracolado en cascadas, manos largas, dedos finos. La apariencia misma del virtuoso decimonónico cuarto-decadal. Se sienta escueto, pálido, concentrado. Cunde el silencio y alguna que otra tos aleatoria miamense.
Abre el intérprete con la Fantasía y fuga en sol menor de Bach, arreglo de Lizst, que en las manos de Vallina parecía una bachiana chopiniana de Villalobos. Llama la atención el stacatto caprichoso, seco, de la mano izquierda, como si el pianista pinchara el tambó. Viene el aplauso. El pianista se levanta, saluda, mirando al horizonte, con la cara noble, digna, estoica.
Sigue Le Festin d'Ésope, obra muy difícil de Charles Valentin Alkan. Tema con variaciones pianísticamente caprichoso, disonante de pirotécnica, misantrópico de estilo. Para una segunda pieza (con piano de cola desconocido) es un riesgo seguro que el artista evoca. En la variación VII, este dilettante que escribe queda favorablemente impresionado con la digitación de Vallina, si bien con débil articulación, no menos limpia. ¿Estaría buscado el pianista un tipo de interpretación delicadamente oscura, como nacida de la amargura de un Hölderlin? Son ideas fugaces, appoggiaturas... pero ¡cómo no imaginar la locura, con este soirée musical de cubanos en medio de Coconut Grove, a las 6:30pm, en 2010, en medio de la crisis financiera!
Volviendo a la música: Ya en la variación VIII, la mano derecha de Vallina se torna más caprichosa, románticamente confusa, a propos de Alkan, el virtuoso pianista parece evocar los balkanes, es decir, algún ritmo oriental, primitiv, casi negro en la obra de Alkan. La idea es que todos somos negros (no jodan con tanta fis-nura, el piano es instrumento percutible y percutivo). En la variación XVI, Vallina se torna al teatro del gesto. Larry Villanueva diría al terminar el recital: "qué buen actor es Vallina". Es cierto. La variación XVII es todo atmósfera, ensueño. No importa que las notas no sean exactas, lo que vale es el efecto, dixit, la nota de la nota, cuando esta se embriaga de sí y expresa la filigrana valliniana. Para la variación XIX de octavas se presenta un virtuoso hecho para la mano, el bloque vacío, la secuencia cromática... para la variación XX Vallina tocaba, no el piano, si no el batá del romanticismo. ¡Bravo!
Siguen 3 piezas de Lecuona. La favorita de este dilettante fue "¡No hables más!", de contrapunto sonero, interrumpido por un cubano del público que solariegamente espetó a toda voz: ¡CUBAAAAAAAAA! como si se tratara de una pelea de boxeo. Fue una transición apropiada, moderadamente criolla.
Vallina cierra con el mismísimo demonio: El Valtz Mefisto de Lizst. Diabolo faustianamente surrealista. ¡Oh, Der Tanz! Qué danza final teogonal. El delgado pianista suda copiosamente. Se seca la cara con la manga de su atuendo gris brilloso. Justo antes de la codetta final, alguna gota de sudor salada penetra el ojo en la lágrima, mientras la brillante figura angular se convulsiona, pie en pedal, espasmódicamente cervical, al ritmo de hálitos pulsivos afro-húngaros. ¡Siá cará! Es Mefistófeles, que ha venido a joder la fiesta. Wunderbar!
Con el Mefisto, el escuálido pianista convocó ese verso maldito de Baudelaire, viajando desde la poética región neblinosa, sulfúrica y tártara:
Il y a dans tout homme, à toute heure,
deux postulations simultanées,
l'une vers Dieu, l'autre vers Satan.
martes, 6 de abril de 2010
El nudismo según Reynaldo Sands
Ernesto González
Aquel domingo aterrizamos en la playa como al mediodía. Cuando avisté aquellas cantidades de nalgas y pitos al aire libre me dio como un vahído, me subió como una cosa, vaya. Que no estaba acostumbrado a ese cuadro en vivo y en directo, y me quiso atacar la parálisis de nuevo. Pero esta vez su causa era el goce, no la depresión. Era un gozo para la vista; aquellos corpachones expuestos a mi malignidad. Por supuesto, no todos eran corpachones, había quizás demasiados gordos y gordas con las tetas por el ombligo y llenos de estrías, celulitis y vaya usted a saber cuántas otras hijeputancias de los años. Sin embargo, su obviedad asumida a cielo y mar abiertos la consideré tan oportuna y esclarecedora como, digamos, mis lentes de contacto.
La playa nudista estaba delimitada por dos cercas y por letreros que explican lo que el paseante se va a topar detrás de los matorrales, al encaminarse hacia la costa. Había una zona gay y una straight, como era de esperarse; y mucha tierra de nadie que me cautivó, donde me quería posar. Armandito es demasiado partidista como para soportar un straight a su alrededor, así que nos acomodamos en la zona gay. Plantamos las toallas y nuestros culos encima, y al instante vinieron unos pájaros a saludar a Armandito. Este es mi amigo Reinaldo Sands, me presentaba y agregaba como con timidez, es un excelente comunicador y escritor. Hubo que explicarles a las locas qué coño era comunicador. ¿Y qué escribes, misterio o ciencia-ficción?
Las dos opciones creativas propuestas por esas células tan apropiadamente llamadas grises, estuvieron a punto de arruinarme la contemplación del maná corporal que me rodeaba. Dejé a Armandito encargado de lidiar con esos cerebros, y me paré anunciando que iba al agua. Caminé en dirección al mar y me desvié hacia la zona straight que estaba como Dios manda. Se habían dado cita allí, sin escrúpulos de ninguna clase, los varones más hermosos del planeta. Me dieron como tres cosas seguidas, hasta mareo y un principio de asfixia que me obligaron a sentarme. Me quedé tan encantado que se me fueron las horas distinguiendo, clasificando, situando, comprendiendo. A partir de aquel domingo regresé los fines de semana que puede. Y solo, of course, para estar a mis anchas. En corto tiempo se me hizo familiar el panorama y las figuras sociales preclaras de aquella fabulosa playa de “encueros”. La figura central era Tom, un hombre de unos sesenta años, barba blanca y muy quemado por el sol. Es el vocero de la comunidad nudista. Tiene su sitio junto a la caseta del salvavidas, que nadie osa usurpar. Allí extiende Tom su chaisse longue y coloca junto a su cabeza un pequeño radio de pilas y los periódicos de la jornada.
A cada rato se le ve caminando entre los grupos, conversando, saludando a la gente. Siempre se acuclilla, rompiendo la territorialidad de su contertulio; y sus grandes y viejos huevos cuelgan y se mueven empujados por la gestualidad de sus brazos. Tom saluda a todos mientras sus huevos cuelgan graciosamente. Sin aquellos huevos gigantes y antiguos, esta no sería la playa que es. Tom, además, da masajes a las mujeres. Algunas, con la parte inferior del bikini puesta, se extienden para que Tom las empape de aceite y les friccione los muslos, la espalda y los pies. Se ve que el viejo Tom adora los pies jóvenes y suaves de las mujeres, es ahí donde sus manos se pasan la mayor parte del tiempo. Esas manos suyas, tan enormes y pellejudas como sus huevos, acarician el pie empapado de aceite con una maestría tal que la mujer va cayendo en un letargo sabroso e infinito que la aísla del sol, de las risas y del ruido de la gente; de los gritos de los que juegan voleibol y de la música que difunden las grabadoras portátiles, tan excesivas y escandalosas como en Santa María del Mar, por cierto.
Tom, invariablemente acuclillado, como para reafirmar la presencia de sus gigantescos huevos, arrodillado o encima de la mujer en cuestión, intenta alcanzar toda la piel dorada que se le ofrece; frota, insiste sobre los músculos, trata de llegar a los ligamentos, incentiva la sangre, rejuvenece a la fémina y se rejuvenece él de tanto palpar pieles jóvenes, de tanto olerlas, sentirlas y saborearlas. Tom es un buen ejemplo a imitar por los paladines de la territorialidad individual que huelen peligro en cualquiera que se les acerque. Se ve a la legua que Tom no tiene ni un centímetro de neurosis o ansiedad. Yo lo propondría como paradigma y hasta haría con él un comercial y eso, para enseñar al ciudadano promedio a dar respuestas espontáneas, creativas y saludables a las repetitivas situaciones diarias. En fin, ya estoy poniéndome didáctico. Lo que quiero decir, si me lo permiten las emociones, es que Tom es magnífico; vaya, que está beyond the words. Y aunque tenga una barba más blanca que la de Santa Claus, su alma palpita como la de un muchachón de La Rampa, o mejor, de Malecón. Alma de aire y sal puros, de pura libertad que flota desde al mar.
Sólo hay que contemplar la manera con que acaricia los pies de las muchachas y oírlo defender el nudismo, el naturismo -y me imagino- el sexismo; sólo hay que verlo saludando a la gente y entregando los flyers que manifiestan su derecho a estar en aquella playa como Dios lo echó al mundo y como lo puso al cabo de los setenta y tantos años de vida. E indirectamente, su derecho a sobar pieles jóvenes cada día. Los domingos Tom y sus amigos habilitan una pequeña tienda de campaña donde venden T-shirts, camisetas y gorras con lemas alusivos al nudismo; y lo más importante, con información sobre lo que está sucediendo con respecto a este issue, siempre en la mirilla del conservadurismo floridano. La mayoría de quienes vienen a esta playa son miembros de una organización naturista. Yo llegaba, recogía los volantes a ver cuál era la última y me quedaba unos minutos contemplando la maestría sobadora de Tom para con sus amigas. Al cabo de un rato, cansado de ver aquellos huevos —algo excitado quizás— proseguía mi peregrinaje por la orilla, observando las pieles blancas, amarillas o tostadas; situándolas, comprendiéndolas y amándolas en secreto. En mis caminatas escrutadoras descubrí al mentalista.
Creo que es cubano, aunque nunca le oí decir ni pío. Ni falta que me hacía. Como era una pieza con todo y lo demás, estuve detallando sus en¬cantos durante un rato que me permitió descubrir su psicología de mentalista. El tipo se desplazaba de un área de la playa a otra echando una ojeada seleccionadora y extremadamente discreta, serena y efectiva. Colocaba su mochila, sacaba su toalla gastada y la tendía en el sitio escogido que resultaba estar frente a una mujer sola o acompañada de una amiga. El mentalista se acomodaba de manera tal que la mujer(es) tenía(n) que verlo, con las piernas dobladas hacia arriba, cerradas, para que por debajo de ellas se deslizara tierna y coloradota su enorme mortadella. Al mentalista le molesta sobremanera que los gays lo miren, de ahí su técnica de las piernas juntas.
Cuando alguna desquiciadita —de las que abundan por allí claro está— insiste en mirar hacia las piernas del mentalista, no ve nada porque él las baja enterrando en la arena su mortadella rojota. El mentalista tiene una meta fija: la o las mujeres seleccionadas. Algunas veces le veía sentado a la altura de las escaleras que dan entrada a la playa, oteando hacia dónde dirigirse, esco¬giendo con imperturbabilidad ciertamente asiática, en el horizonte de desnudez de Halouver Beach, su presa del día. Una vez seleccionada su fémina, con inimaginable lealtad pasaba el día frente a ella mostrándole su escandalosa mortadella que se inflamaba o se escondía en la arena de acuerdo con las condiciones circundantes. Jamás vi a una sola mujer que se molestara, se cambiara de lugar, virara la cara o le diera la espalda al mentalista. Las acechadas, sin excepción parecían estar muy concentradas en su libro, tomando el sol o escuchando música.
Ninguna mostró jamás interés alguno por alejarse de aquella mortadella cercana y tiernamente amenazante. Que nunca vi a ninguna ni moverse, lo juro. Y al mentalista nunca le oí ni un monosílabo. Me he quedado sin comprobar si es cubano, habla inglés, es mudo o tartamudo. Juraría que es cubano. Los sonidos no existen para él, sino estrictamente la imagen. Aquí estaré toda la vida, parecía decir su impecable silencio; aquí estaré al acecho, revolviendo tu mente, acosando tus pensamientos, encendiendo de punzó tus entrepiernas y confundiéndote. Todavía no entiendo cómo un ser humano de aspecto normal —repito, no sé si mudo— puede estar horas enteras sin decir palabra, sin moverse a no ser con su vertiginoso gesto de enterrar la mortadella en la arena para evitar a alguna gay mirona y descocada.
El mentalista es un perfecto contemplativo. Elegante, diferente de los disparadores que afloraban por la arena en los atardeceres. El mentalista es contemplativo, cauto y fino. Un cubano diferente, si lo es, cuestión que no puedo asegurarle a nadie. Una tarde apareció en la playa una pareja de hermosos jóvenes trigueños, se desnudaron a unos metros del mentalista, desplegaron sus toallas y su grabadora y se untaron Coppertown. Muchos de los intranquilos trashumantes como yo empezamos a mudarnos cerca de la pareja para enyoyar la obra de arte que formaban las dos bellezas congregadas. Eso ocurría ante la total apatía del mentalista. Llegamos a ser unos quince los que desperdigados en forma de U sitiamos a la pareja de hispanos que, tendidos en sendas toallas, permanecían indiferentes al apogeo que habían suscitado.
De pronto el joven pegó un brinco y se pasó para la toalla de su compañera. Tuvo que acomodarse de lado para que su cuerpo no tocara la arena, de manera que los congregados en la "U" hubimos de observar muy interesados cómo una segunda mortadella, verdaderamente competitiva, quedó enfilada hacia arriba acariciando la cadera de la joven. Rápidamente hubo un movimiento de consternación entre los integrantes de la letra, y una especie de dolor de cabeza colectivo nos invadió. Más caminantes se sumaron a la grafía, que se convirtió en "O" en pocos segundos. El mentalista contempló con inmenso desgano el movimiento de la pareja hispana y volvió a concentrarse en la fémina que acechaba. Cuál no sería ahora el asombro de los integrantes de aquella erotísima "O", al notar que la joven trigueña nos daba la espalda tomando sin duda una posición táctica con relación a su novio. El movimiento del codo de la hispana recostado a su cadera nos indicaba que su mano estaba jugando con la mortadella, acariciándola, cuando menos palpándola.
En tanto, la "O" se hizo compacta en grosor y tamaño. Juraría que una segunda "O" mayor se estaba formando en derredor y que una tercera florecería en cualquier momento. El espectáculo era bello, poético y simple, tan simple como una gota de agua, valga lo demodé de la metáfora: dos hermosos ejemplares del sexo opuesto jugueteaban y su juego resultaba maravilloso. Como lo bello es siempre pasajero, el performance poético se terminó en unos minutos. El retozo fue en ascenso y diríase que los calores de ambos jugadores. Cuando se vieron rodeados por tres círculos perfectamente concéntricos y centrados en ellos, dieron un brinco, se vistieron, recogieron sus chirimbolos y se marcharon. Entonces varios espectadores se acusaron de haber provocado la inesperada e inaceptable estampida.
—Ustedes, los maricones, si no la hacen a la entrada la hacen a la salida —gritaba uno, cubano, a una loca americana.
—What do you say?, what do you say?
—Siempre la hacen, con lo bueno que se estaba poniendo esto.
—Right, right —lo apoyó uno que entendía español.
—¿What did he say? —repetía la acusada mirándonos. La escena se había tornado insípida, demasiado demodé para mi gusto. Me levanté y me alejé. Lo mejor del día había pasado ya. O eso creí. En el fondo, tenía la esperanza de toparme con la pareja de hispanos entre los matorrales que rodean la playa. Ambos estaban demasiado calientes como para esperar llegar a casa para desfogarse. Yo jamás hubiera podido.
Aquel domingo aterrizamos en la playa como al mediodía. Cuando avisté aquellas cantidades de nalgas y pitos al aire libre me dio como un vahído, me subió como una cosa, vaya. Que no estaba acostumbrado a ese cuadro en vivo y en directo, y me quiso atacar la parálisis de nuevo. Pero esta vez su causa era el goce, no la depresión. Era un gozo para la vista; aquellos corpachones expuestos a mi malignidad. Por supuesto, no todos eran corpachones, había quizás demasiados gordos y gordas con las tetas por el ombligo y llenos de estrías, celulitis y vaya usted a saber cuántas otras hijeputancias de los años. Sin embargo, su obviedad asumida a cielo y mar abiertos la consideré tan oportuna y esclarecedora como, digamos, mis lentes de contacto.
La playa nudista estaba delimitada por dos cercas y por letreros que explican lo que el paseante se va a topar detrás de los matorrales, al encaminarse hacia la costa. Había una zona gay y una straight, como era de esperarse; y mucha tierra de nadie que me cautivó, donde me quería posar. Armandito es demasiado partidista como para soportar un straight a su alrededor, así que nos acomodamos en la zona gay. Plantamos las toallas y nuestros culos encima, y al instante vinieron unos pájaros a saludar a Armandito. Este es mi amigo Reinaldo Sands, me presentaba y agregaba como con timidez, es un excelente comunicador y escritor. Hubo que explicarles a las locas qué coño era comunicador. ¿Y qué escribes, misterio o ciencia-ficción?
Las dos opciones creativas propuestas por esas células tan apropiadamente llamadas grises, estuvieron a punto de arruinarme la contemplación del maná corporal que me rodeaba. Dejé a Armandito encargado de lidiar con esos cerebros, y me paré anunciando que iba al agua. Caminé en dirección al mar y me desvié hacia la zona straight que estaba como Dios manda. Se habían dado cita allí, sin escrúpulos de ninguna clase, los varones más hermosos del planeta. Me dieron como tres cosas seguidas, hasta mareo y un principio de asfixia que me obligaron a sentarme. Me quedé tan encantado que se me fueron las horas distinguiendo, clasificando, situando, comprendiendo. A partir de aquel domingo regresé los fines de semana que puede. Y solo, of course, para estar a mis anchas. En corto tiempo se me hizo familiar el panorama y las figuras sociales preclaras de aquella fabulosa playa de “encueros”. La figura central era Tom, un hombre de unos sesenta años, barba blanca y muy quemado por el sol. Es el vocero de la comunidad nudista. Tiene su sitio junto a la caseta del salvavidas, que nadie osa usurpar. Allí extiende Tom su chaisse longue y coloca junto a su cabeza un pequeño radio de pilas y los periódicos de la jornada.
A cada rato se le ve caminando entre los grupos, conversando, saludando a la gente. Siempre se acuclilla, rompiendo la territorialidad de su contertulio; y sus grandes y viejos huevos cuelgan y se mueven empujados por la gestualidad de sus brazos. Tom saluda a todos mientras sus huevos cuelgan graciosamente. Sin aquellos huevos gigantes y antiguos, esta no sería la playa que es. Tom, además, da masajes a las mujeres. Algunas, con la parte inferior del bikini puesta, se extienden para que Tom las empape de aceite y les friccione los muslos, la espalda y los pies. Se ve que el viejo Tom adora los pies jóvenes y suaves de las mujeres, es ahí donde sus manos se pasan la mayor parte del tiempo. Esas manos suyas, tan enormes y pellejudas como sus huevos, acarician el pie empapado de aceite con una maestría tal que la mujer va cayendo en un letargo sabroso e infinito que la aísla del sol, de las risas y del ruido de la gente; de los gritos de los que juegan voleibol y de la música que difunden las grabadoras portátiles, tan excesivas y escandalosas como en Santa María del Mar, por cierto.
Tom, invariablemente acuclillado, como para reafirmar la presencia de sus gigantescos huevos, arrodillado o encima de la mujer en cuestión, intenta alcanzar toda la piel dorada que se le ofrece; frota, insiste sobre los músculos, trata de llegar a los ligamentos, incentiva la sangre, rejuvenece a la fémina y se rejuvenece él de tanto palpar pieles jóvenes, de tanto olerlas, sentirlas y saborearlas. Tom es un buen ejemplo a imitar por los paladines de la territorialidad individual que huelen peligro en cualquiera que se les acerque. Se ve a la legua que Tom no tiene ni un centímetro de neurosis o ansiedad. Yo lo propondría como paradigma y hasta haría con él un comercial y eso, para enseñar al ciudadano promedio a dar respuestas espontáneas, creativas y saludables a las repetitivas situaciones diarias. En fin, ya estoy poniéndome didáctico. Lo que quiero decir, si me lo permiten las emociones, es que Tom es magnífico; vaya, que está beyond the words. Y aunque tenga una barba más blanca que la de Santa Claus, su alma palpita como la de un muchachón de La Rampa, o mejor, de Malecón. Alma de aire y sal puros, de pura libertad que flota desde al mar.
Sólo hay que contemplar la manera con que acaricia los pies de las muchachas y oírlo defender el nudismo, el naturismo -y me imagino- el sexismo; sólo hay que verlo saludando a la gente y entregando los flyers que manifiestan su derecho a estar en aquella playa como Dios lo echó al mundo y como lo puso al cabo de los setenta y tantos años de vida. E indirectamente, su derecho a sobar pieles jóvenes cada día. Los domingos Tom y sus amigos habilitan una pequeña tienda de campaña donde venden T-shirts, camisetas y gorras con lemas alusivos al nudismo; y lo más importante, con información sobre lo que está sucediendo con respecto a este issue, siempre en la mirilla del conservadurismo floridano. La mayoría de quienes vienen a esta playa son miembros de una organización naturista. Yo llegaba, recogía los volantes a ver cuál era la última y me quedaba unos minutos contemplando la maestría sobadora de Tom para con sus amigas. Al cabo de un rato, cansado de ver aquellos huevos —algo excitado quizás— proseguía mi peregrinaje por la orilla, observando las pieles blancas, amarillas o tostadas; situándolas, comprendiéndolas y amándolas en secreto. En mis caminatas escrutadoras descubrí al mentalista.
Creo que es cubano, aunque nunca le oí decir ni pío. Ni falta que me hacía. Como era una pieza con todo y lo demás, estuve detallando sus en¬cantos durante un rato que me permitió descubrir su psicología de mentalista. El tipo se desplazaba de un área de la playa a otra echando una ojeada seleccionadora y extremadamente discreta, serena y efectiva. Colocaba su mochila, sacaba su toalla gastada y la tendía en el sitio escogido que resultaba estar frente a una mujer sola o acompañada de una amiga. El mentalista se acomodaba de manera tal que la mujer(es) tenía(n) que verlo, con las piernas dobladas hacia arriba, cerradas, para que por debajo de ellas se deslizara tierna y coloradota su enorme mortadella. Al mentalista le molesta sobremanera que los gays lo miren, de ahí su técnica de las piernas juntas.
Cuando alguna desquiciadita —de las que abundan por allí claro está— insiste en mirar hacia las piernas del mentalista, no ve nada porque él las baja enterrando en la arena su mortadella rojota. El mentalista tiene una meta fija: la o las mujeres seleccionadas. Algunas veces le veía sentado a la altura de las escaleras que dan entrada a la playa, oteando hacia dónde dirigirse, esco¬giendo con imperturbabilidad ciertamente asiática, en el horizonte de desnudez de Halouver Beach, su presa del día. Una vez seleccionada su fémina, con inimaginable lealtad pasaba el día frente a ella mostrándole su escandalosa mortadella que se inflamaba o se escondía en la arena de acuerdo con las condiciones circundantes. Jamás vi a una sola mujer que se molestara, se cambiara de lugar, virara la cara o le diera la espalda al mentalista. Las acechadas, sin excepción parecían estar muy concentradas en su libro, tomando el sol o escuchando música.
Ninguna mostró jamás interés alguno por alejarse de aquella mortadella cercana y tiernamente amenazante. Que nunca vi a ninguna ni moverse, lo juro. Y al mentalista nunca le oí ni un monosílabo. Me he quedado sin comprobar si es cubano, habla inglés, es mudo o tartamudo. Juraría que es cubano. Los sonidos no existen para él, sino estrictamente la imagen. Aquí estaré toda la vida, parecía decir su impecable silencio; aquí estaré al acecho, revolviendo tu mente, acosando tus pensamientos, encendiendo de punzó tus entrepiernas y confundiéndote. Todavía no entiendo cómo un ser humano de aspecto normal —repito, no sé si mudo— puede estar horas enteras sin decir palabra, sin moverse a no ser con su vertiginoso gesto de enterrar la mortadella en la arena para evitar a alguna gay mirona y descocada.
El mentalista es un perfecto contemplativo. Elegante, diferente de los disparadores que afloraban por la arena en los atardeceres. El mentalista es contemplativo, cauto y fino. Un cubano diferente, si lo es, cuestión que no puedo asegurarle a nadie. Una tarde apareció en la playa una pareja de hermosos jóvenes trigueños, se desnudaron a unos metros del mentalista, desplegaron sus toallas y su grabadora y se untaron Coppertown. Muchos de los intranquilos trashumantes como yo empezamos a mudarnos cerca de la pareja para enyoyar la obra de arte que formaban las dos bellezas congregadas. Eso ocurría ante la total apatía del mentalista. Llegamos a ser unos quince los que desperdigados en forma de U sitiamos a la pareja de hispanos que, tendidos en sendas toallas, permanecían indiferentes al apogeo que habían suscitado.
De pronto el joven pegó un brinco y se pasó para la toalla de su compañera. Tuvo que acomodarse de lado para que su cuerpo no tocara la arena, de manera que los congregados en la "U" hubimos de observar muy interesados cómo una segunda mortadella, verdaderamente competitiva, quedó enfilada hacia arriba acariciando la cadera de la joven. Rápidamente hubo un movimiento de consternación entre los integrantes de la letra, y una especie de dolor de cabeza colectivo nos invadió. Más caminantes se sumaron a la grafía, que se convirtió en "O" en pocos segundos. El mentalista contempló con inmenso desgano el movimiento de la pareja hispana y volvió a concentrarse en la fémina que acechaba. Cuál no sería ahora el asombro de los integrantes de aquella erotísima "O", al notar que la joven trigueña nos daba la espalda tomando sin duda una posición táctica con relación a su novio. El movimiento del codo de la hispana recostado a su cadera nos indicaba que su mano estaba jugando con la mortadella, acariciándola, cuando menos palpándola.
En tanto, la "O" se hizo compacta en grosor y tamaño. Juraría que una segunda "O" mayor se estaba formando en derredor y que una tercera florecería en cualquier momento. El espectáculo era bello, poético y simple, tan simple como una gota de agua, valga lo demodé de la metáfora: dos hermosos ejemplares del sexo opuesto jugueteaban y su juego resultaba maravilloso. Como lo bello es siempre pasajero, el performance poético se terminó en unos minutos. El retozo fue en ascenso y diríase que los calores de ambos jugadores. Cuando se vieron rodeados por tres círculos perfectamente concéntricos y centrados en ellos, dieron un brinco, se vistieron, recogieron sus chirimbolos y se marcharon. Entonces varios espectadores se acusaron de haber provocado la inesperada e inaceptable estampida.
—Ustedes, los maricones, si no la hacen a la entrada la hacen a la salida —gritaba uno, cubano, a una loca americana.
—What do you say?, what do you say?
—Siempre la hacen, con lo bueno que se estaba poniendo esto.
—Right, right —lo apoyó uno que entendía español.
—¿What did he say? —repetía la acusada mirándonos. La escena se había tornado insípida, demasiado demodé para mi gusto. Me levanté y me alejé. Lo mejor del día había pasado ya. O eso creí. En el fondo, tenía la esperanza de toparme con la pareja de hispanos entre los matorrales que rodean la playa. Ambos estaban demasiado calientes como para esperar llegar a casa para desfogarse. Yo jamás hubiera podido.
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