Ramón Alejandro
Estaba yo un día disfrutando de las magníficas secuencias de cierta película sobre la música cubana, y escuchando con fruición la deliciosa banda sonora, cuando de repente veo un árbol, o parte de un árbol, solamente el tronco de un almendro playero. Súbitamente me sobresalto, y una emoción tan enorme me sobrecoge que el corazón por poco se me sale por la boca. Porque me daba la impresión de que yo conocía ese árbol al que sólo se le vio una parte del tronco pasando en un suave deslizamiento de tráveling.
Cuando la cámara siguió su camino dejando ver el sitio donde este viejo almendro estaba arraigado, reconocí que era el mismo árbol bajo cuya enramada mi madre me ponía a jugar entre mi hermano Carlos y mis tres hermanas Regina, Bebé y Elena. Que era bajo sus ramas cuajadas de grandes hojas pintadas de manchas rojas y amarillas que almorzábamos aquella sabrosa tortilla de papas y cebolla. Y que nos bebíamos la leche condensada revuelta con diversos refrescos cuando nos llevaba casi cotidianamente a la playa en aquellos veranos de fines de los años cuarenta y principios de los cincuenta.
Llegábamos hasta Marianao en unos tranvías que saliendo del paradero de La Víbora cogían por toda esa empinada Calzada de Jesús del Monte hacia abajo. Primero nos llevaban hasta el Paradero del Vedado en donde cambiábamos imperceptiblemente de via mediante una curiosa plataforma giratoria circular hecha de madera. Un portentoso aparato que tenía varias carrileras de raíles de acero entrecruzadas sobre su plana superficie, movida y levantada en vilo por escondidos mecanismos. Sin tener que bajar del mismo vehículo en el cual habíamos venido viajando cómodamente desde el Paradero de La Víbora. Salíamos tan campantes rumbo a la playa de la Concha por otra carrilera de las tantas que se entrecruzaban sobre el disco de ese místico aparato que barajaba en un instante a los cuatro puntos cardinales.
Era una máquina concebida a propósito para trastocar elegantemente y sin el menor sobresalto las ocho direcciones del espacio horizontal. Entrabas por un lado y salías por el lado opuesto para seguir tu caminito hacia otro rumbo diferente. Desplazado insensiblemente por invisibles estructuras que la ponían en movimiento por algún admirable artilugio ignorado por los inocentes viajeros. Porque esa gran rueda acostada, hecha de madera, que ejecutaba su bien articulada circumvolución, obedecía a la voluntad de un operario oculto que manipulaba las palancas de mando desde algún invisible lugar situado fuera de la vista del público. Sintetizando perfectamente en su cinética geometría todas las infinitas posibilidades del espacio a partir de ese punto y pivote central sobre el cual giraba sigilosa y eficazmente.
La «res extensa» de Descartes amaestrada por el ingenio mecánico de los humanos y puesta a girar para su comodidad y beneficio por la «res cogitans».
El edificio dentro del cual funcionaba ese ingenioso aparato estaba constituido por unas amplias naves de monumentales arcadas clásicas. Y no resulta nada extraño que cuando viera años más tarde por vez primera las pinturas de Giorgio de Chirico reconociese inmediatamente esa misma armonía espacial tan misteriosa que reinaba dentro de ese edificio. Porque seguramente su arquitecto había sido influido por aquellas mismas evocadoras reminiscencias de la Roma Imperial que bañaban las pinturas de ese hijo de un ingeniero italiano nacido en Volos de Tesalia, el mismo puerto desde el cual hace ya innumerables siglos zarparon los Argonautas a conquistar el legendario Vellocino de Oro.
Cuando tuve la suerte de leer «De Rerum Natura» del genial Tito Lucrecio Caro, volví a recordar ese paradero de tranvías junto a la desembocadura del río Almendares que tanto marcó mi sensibilidad infantil. Y que de cierta menera me abrió la puerta de la fecunda Poesía Científica, que a mi modesta manera de ver es la forma artística más sublime que se haya producido en toda la cultura occidental.
También es probable que sea aquella que más se aproxima al sentido profundo de los arcanos que en el Oriente. Por donde de manera significativa también surge cada día la luz del Sol, haya inspirado a tantos diversos linajes y escuelas de pensadores desde hace ya más de tres o cuatro milenarios.
Porque algunos sabios de épocas pretéritas, llenos de compasión, regalaron a nuestra sufriente humanidad ciertos principios de filosofía surgidos de sus propias experiencias existenciales.
Para que con ellos pudiésemos evitar sufrimientos inútiles y encaminarnos por menos dolorosos senderos a través de estas difíciles edades en las que nos tocaría vivir. Tiempos turbulentos en los que nos iba a ser casi imposible andar caminos humanamente satisfactorios. Pero los ecos de las palabras de Demócrito y de Epicuro, y de tantos otros sabios benévolos, de cuando en cuando, lograban llegar hasta nosotros por insospechados senderos. A pesar de que monjes de todo trapo y calaña trataron de interponerse para que no pudieran alcanzarnos.
Porque precisamente siendo nuestra Mente la esencia y médula de nuestra propia humanidad, nos resulta indescifrable a nosotros mismos. Precisamente somos seres cuya propia naturaleza consiste en esa indescifrable complexión que nos habita, resultándonos tremendamente difícil poder observarnos a nosotros mismos que somos la llave de nuestro propio secreto. Tal como no podemos ver nuestra propias pestañas, ni la propia niña de los ojos con los que nos miramos.
7 comentarios:
caballeros no se pierdan el guaguanco de chancletas de palo entre santiaguito martin (el bardo de Calentando el bate) y su editora de Paris.
Leanlo en los comentarios de este post del Abicu ultraconservador
http://abiculiberal.blogspot.com/2010/03/el-coco-farinas-en-el-hospital-mayor-de.html
DE PINGA
Alabao! Ahora sí que se armó el solar. Esa bronca es de alquilar balcones. No se la pierdan. Ya hay demanda y todo por medio, como verán si corren al blog antes de que quiten los comentarios.
R. Alejandro, como siempre.
Sí señor, R. Alejandro escribe deliciosamente y en porciones exactas para saborearlo sin empalagar.
Saludos,
MI
DE PINGA, COMO SIEMPRE
Con Ramón vamos redescubriendo el espacio isleño. En esa mirada proustiana al reencuentro con el polvo de ancestros, nos encaramamos muchos viajeros zarpados de la iguana de mar. Pero solo se redescubre desde la distancia, lejos, bien lejos, de los poros de la fatalidad.
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