Ernesto González
Como lo quisiste,
salimos de la necedad de aquel portal
de sus arquitrabes y columnas
que imaginan ser los pilares del mundo.
Salimos, como lo quisiste,
de nuestras vigas humanas
(sin prever que además saldríamos hasta de nuestra piel).
A esa hora, la bóveda que nos encierra,
era una criatura llena de ojos y silencios.
A esa hora ya no relampagueaba,
ni retorcía su epidermis pariendo lo mejor de sí misma.
Debajo de los astros era paz.
Como lo quisiste: bailamos juntos un ritual primigenio
(nosotros, tan malditamente elaborados)
y repetimos
(nosotros, tan agnósticos)
la antigüedad de aquel grito que invocaba a los dioses
para que dieran más lluvia de la que nos caía
y a la Tierra menos movimiento
(cuando no, su eterna detención).
Después de la danza y de la euforia, claro está:
vino el camino trillado.
Realizamos los verbos
que hasta los amantes comunes acostumbran
(puro asedio de pieles y humedades,
puro gastarse de carne contra carne)
y los mismos jadeos y ademanes
que no envejecen su vejez.
Como lo quisiste:
que también nos mediaran los dioses con el sol
y retardara tanto día, tanto gasto,
tanto pasar inútil de la luz a las sombras
y nos quedara siempre lluvia, rito...
piedad
astros.
miércoles, 31 de marzo de 2010
martes, 30 de marzo de 2010
Fotos como evidencia
Mi peluquera fue enfermera en el hospital psiquiátrico Mazorra, hacia finales de los 80, principios de los 90, en el salón de la mujeres políticas, que eran 87, me dice.
-Esto que vi hoy me eriza los pelos. Con Aldana no era así. Yo entré allí porque tenía el expediente limpio y pasé todas las verificaciones. Imagínate que mi papá fue a cinco guerras en África (peleadas con una convicción que le rinde hasta hoy día, ya anciano; sin embargo, ahora de visita en Miami, vive desde hace muchos años del dinero que le envía su hija, la balsera a la que repudió). No se me va olvidar nunca mientras viva: Para allí llevaron dos muchachitas de 24 años que lo que hacían era pegar carteles contrarrevolucionarios en La Habana. Las recogieron en La Rampa. Yo tenía 19 años, y ellas eran jovencitas como yo. Ellas me abrieron los ojos pobrecitas.
-¿Eran enfermas, eran neuróticas al menos?
-Nada de eso, ellas me abrieron los ojos. Y me envenenaron toda contra aquello. Ay si yo me acuerdo: a las enfermas les daban electroshock los lunes a la 1pm. Al tercer o cuarto electroshock ya no valían nada. Las volvían locas, desgraciadas de por vida. El médico no podía hacer nada; siempre estaba el seguroso musculoso; eran unos segurosos fuertes, grandes, y le decían “No hable con ellas, no las aconseje ni nada, que usted no se quiere desgraciar. Piense en su familia.” Ese tanque que ves ahí en la foto ese es el mismo, está lleno de formol y está lleno de cerebros amarrados con sogas, cerebros de los pacientes que se han muerto ahí, para que los usen los estudiantes de medicina. Por eso me escapé en balsa en el 92, no pude aguantar la locura.
lunes, 29 de marzo de 2010
Las pérdidas de la guerra
om ulloa
Llevo días calentando butacas de hospital, observando el derroche de vida ajena con la lentitud propia de rodillas de plástico y metal, con la respiración viciada de pulmones oxidados. Mi padre yace enfermo, agarrado a su dignidad sin abrir los ojos. Mientras, el viejo de la cama de al lado rechina los pocos dientes que le quedan y se revuelca entre las sábanas hasta que por fin se levanta, desnudo, corriendo al baño mascullando un entrecortado “sísísísí” que no le permite razonar ni respirar, o eso creen los enfermeros.
Sin embargo yo sé que está en sus cabales y que respira, aunque a veces el cerebro le chispee y lo engañe y le diga que le falta el aire de pura ansiedad. Sé que se pasa el día durmiendo y se levanta como a las cuatro de la tarde con un hambre voraz. Entonces me mira con ojos asustados, hasta que me reconoce como a la extraña que lo vigila desde la butaca, la que a veces lo ayuda a encontrar azúcar “de verdad” para el café clandestino que su hija le trae de noche. Luego me saluda con un gesto que a otros podría parecer huraño y, zas, me pregunta si ya se murió Fidel. Sin esperar respuesta empieza a comer de todas las bandejas que le han ido dejando a lo largo del día. Cuando le contesto que no, que no se ha muerto, el hombre se ríe con locura digna del momento. “Que no se muera”, dice atragantándose: “…que no se muera… que viva, como nosotros... mira, mira”, dice y alza la mano señalando hacia el pasillo adornado de quejas a medio caer, sollozos secos y alaridos huecos de gargantas viejas, muy viejas.
Estamos en Mayami, cuna del gran exilio cubano, en un centro de rehabilitación/asilo repleto de ancianos que el exilio ha consumido, poco a poco, desde hace cincuenta años. Aquí, debido al gran negocio de hacerlos durar una eternidad, lado a lado conviven locos con cuerdos, zurcidos y remendados con almas en pena. Y yo, con tremendo historial familiar de arrebatados, estoy sentada en la antesala del bombazo a la dignidad humana, lo sé, convencida de que voy a necesitar interminable terapia mental y química cuando salga de acá. Mientras, mi olfato ansía oler el mar que no queda tan lejos pero que se me escapa en cada viraje del timón que me lleva al lado de mi padre, otro viejo cubano más que se resiste a capitular.
Día a día, dos habitaciones a la derecha una mujer esquelética se pasa el día llamando a Jorge para que le abra la puerta. ¿Quién habrá sido o es Jorge?, me pregunto cerrando los ojos para ver pasar a un Jorge trigueño y bello, tal vez narizudo, abrazado a la mujer, su joven novia teñida de rubio a lo Marilyn, caminando por el malecón tomando granizados de tamarindo allá por el ‘54. “Que no se muera”, me interrumpe la voz del de la cama B, que ahora apenas se tapa con una sábana arrugada. “No importa”, le digo al enfermero que entra y lo regaña por estar casi en cueros. Le alcanza un vaso y una pastilla, que el hombre rezacha con autoridad, una voz muy diferente a la anterior. “¿Pa’qué me das eso, chico?”, le dice desafiante. “Para que se calme y no le falte el aire”, contesta seco el enfermero. El hombre lo mira con gran desdén, furioso. “¿Y qué voy a resolver yo con calmarme, dime, qué resuelvo yo con eso?”, refuta el viejo y se vira. Parece que me guiña un ojo al mismo tiempo que masculla casi con alegría: “A mí el aire me falta desde hace un chorro de años, chico”. Y luego, sin mirarnos, se tapa la cara con la sábana y repite una y otra vez: “Que no se muera”, hasta que se queda dormido otra vez.
Al día siguiente me entero que lo trasladaron de noche a psiquiatría porque se fajó a piñazo limpio con un médico que lo quiso obligar a tomarse el Xanax que le iba a proporcionar la calma que él no quería. Es temprano y mi padre se hace el que duerme. Salgo y camino a buscar el buchito de café entre los viejitos que esperan en fila el desayuno de pastillas y café con leche. Algunos me quieren tocar y otros me suplican que los ayude. Agarro el mango de la silla de ruedas más cercana y le doy una vuelta mientras le digo al hombre que Roberto Faz va a cantar “Comprensión” después del intermedio. Grita exaltado mientras agarro el sillón de otra viejita y le digo que mañana vamos a ir de excursión al valle de Yumurí. “¿Con Panchito?”, me pregunta alerta y le digo que sí. Otra mujer me mira seria desde su sillón y me pregunta si el agua está fría en la playa. Le digo que está deliciosa, que cierre los ojos y la pruebe con la punta del pie. A su lado un hombre centenario aúlla algo que suena obsceno. Me río porque he armado tremendo despelote en la cola de viejos y ya se me acercan los enfermeros. “What´s going on”, dice la enfermera más cercana. “Nada… la matutina sinfonía de las viejas melodías de Lecuona”, respondo, pero ella no entiende ni mango porque es filipina. Al final de la cola veo a un viejo calvo con ojos ansiosos que mira para todos lados. Cuando sigo y le paso por al lado me llama: “Oye, niña, ven acá”. Me detengo y lo miro. “¿Ya se murió Fidel?”, me pregunta. Aspiro el intenso olor a desinfectante salpicado de mierda y orine que flota en los pelillos de mi desarrollado olfato y alcanzo a ver otra cola de ancianos que espera en el pasillo opuesto, mirándome. Sé que todos esperan mi respuesta y ya sé cuál debe ser: “No, pero lo que tiene es incurable”. Algunos viejos aplauden y otros gritan. La señora de la playa me grita que el agua se parece a la de Varadero, clarita y caliente.
La enfermera filipina, sin mucha cortesía, me pide que me vaya. Le pregunto que si ignora el paralelismo histórico de las Filipinas y Cuba. Me mira muda. Insisto y le pregunto que si conoce ese dicho cubano de “más se perdió en la guerra” que los españoles tan bien tradujeran a su propio idioma como “más se perdió en Cuba”, sin apenas mencionar lo que perdieron al mismo tiempo en las Filipinas. La enfermera está ya bastante encabronada, pero no me importa y la sigo mientras reparte pastillas a estos supervivientes, estos viejos sonoros matanceros, centenarios guaracheros de oriente, villareños guerrilleros, pinareños tabaqueros, habaneros cabareteros y camagüeyanos tinajones huecos cuyos arrugados culos cagados le dan de comer a ella y a todos los que deambulan estos pasillos con jeringuillas en la mano dispuestas a ahogar sus últimas quejas. Impaciente me dice: “I don´t understand”. Con el puño señalo a los viejos del pasillo y le contesto con voz apagada: “Pues mira, china, empieza a entender … que más, mucho más se perdió en Mayami”.
Llevo días calentando butacas de hospital, observando el derroche de vida ajena con la lentitud propia de rodillas de plástico y metal, con la respiración viciada de pulmones oxidados. Mi padre yace enfermo, agarrado a su dignidad sin abrir los ojos. Mientras, el viejo de la cama de al lado rechina los pocos dientes que le quedan y se revuelca entre las sábanas hasta que por fin se levanta, desnudo, corriendo al baño mascullando un entrecortado “sísísísí” que no le permite razonar ni respirar, o eso creen los enfermeros.
Sin embargo yo sé que está en sus cabales y que respira, aunque a veces el cerebro le chispee y lo engañe y le diga que le falta el aire de pura ansiedad. Sé que se pasa el día durmiendo y se levanta como a las cuatro de la tarde con un hambre voraz. Entonces me mira con ojos asustados, hasta que me reconoce como a la extraña que lo vigila desde la butaca, la que a veces lo ayuda a encontrar azúcar “de verdad” para el café clandestino que su hija le trae de noche. Luego me saluda con un gesto que a otros podría parecer huraño y, zas, me pregunta si ya se murió Fidel. Sin esperar respuesta empieza a comer de todas las bandejas que le han ido dejando a lo largo del día. Cuando le contesto que no, que no se ha muerto, el hombre se ríe con locura digna del momento. “Que no se muera”, dice atragantándose: “…que no se muera… que viva, como nosotros... mira, mira”, dice y alza la mano señalando hacia el pasillo adornado de quejas a medio caer, sollozos secos y alaridos huecos de gargantas viejas, muy viejas.
Estamos en Mayami, cuna del gran exilio cubano, en un centro de rehabilitación/asilo repleto de ancianos que el exilio ha consumido, poco a poco, desde hace cincuenta años. Aquí, debido al gran negocio de hacerlos durar una eternidad, lado a lado conviven locos con cuerdos, zurcidos y remendados con almas en pena. Y yo, con tremendo historial familiar de arrebatados, estoy sentada en la antesala del bombazo a la dignidad humana, lo sé, convencida de que voy a necesitar interminable terapia mental y química cuando salga de acá. Mientras, mi olfato ansía oler el mar que no queda tan lejos pero que se me escapa en cada viraje del timón que me lleva al lado de mi padre, otro viejo cubano más que se resiste a capitular.
Día a día, dos habitaciones a la derecha una mujer esquelética se pasa el día llamando a Jorge para que le abra la puerta. ¿Quién habrá sido o es Jorge?, me pregunto cerrando los ojos para ver pasar a un Jorge trigueño y bello, tal vez narizudo, abrazado a la mujer, su joven novia teñida de rubio a lo Marilyn, caminando por el malecón tomando granizados de tamarindo allá por el ‘54. “Que no se muera”, me interrumpe la voz del de la cama B, que ahora apenas se tapa con una sábana arrugada. “No importa”, le digo al enfermero que entra y lo regaña por estar casi en cueros. Le alcanza un vaso y una pastilla, que el hombre rezacha con autoridad, una voz muy diferente a la anterior. “¿Pa’qué me das eso, chico?”, le dice desafiante. “Para que se calme y no le falte el aire”, contesta seco el enfermero. El hombre lo mira con gran desdén, furioso. “¿Y qué voy a resolver yo con calmarme, dime, qué resuelvo yo con eso?”, refuta el viejo y se vira. Parece que me guiña un ojo al mismo tiempo que masculla casi con alegría: “A mí el aire me falta desde hace un chorro de años, chico”. Y luego, sin mirarnos, se tapa la cara con la sábana y repite una y otra vez: “Que no se muera”, hasta que se queda dormido otra vez.
Al día siguiente me entero que lo trasladaron de noche a psiquiatría porque se fajó a piñazo limpio con un médico que lo quiso obligar a tomarse el Xanax que le iba a proporcionar la calma que él no quería. Es temprano y mi padre se hace el que duerme. Salgo y camino a buscar el buchito de café entre los viejitos que esperan en fila el desayuno de pastillas y café con leche. Algunos me quieren tocar y otros me suplican que los ayude. Agarro el mango de la silla de ruedas más cercana y le doy una vuelta mientras le digo al hombre que Roberto Faz va a cantar “Comprensión” después del intermedio. Grita exaltado mientras agarro el sillón de otra viejita y le digo que mañana vamos a ir de excursión al valle de Yumurí. “¿Con Panchito?”, me pregunta alerta y le digo que sí. Otra mujer me mira seria desde su sillón y me pregunta si el agua está fría en la playa. Le digo que está deliciosa, que cierre los ojos y la pruebe con la punta del pie. A su lado un hombre centenario aúlla algo que suena obsceno. Me río porque he armado tremendo despelote en la cola de viejos y ya se me acercan los enfermeros. “What´s going on”, dice la enfermera más cercana. “Nada… la matutina sinfonía de las viejas melodías de Lecuona”, respondo, pero ella no entiende ni mango porque es filipina. Al final de la cola veo a un viejo calvo con ojos ansiosos que mira para todos lados. Cuando sigo y le paso por al lado me llama: “Oye, niña, ven acá”. Me detengo y lo miro. “¿Ya se murió Fidel?”, me pregunta. Aspiro el intenso olor a desinfectante salpicado de mierda y orine que flota en los pelillos de mi desarrollado olfato y alcanzo a ver otra cola de ancianos que espera en el pasillo opuesto, mirándome. Sé que todos esperan mi respuesta y ya sé cuál debe ser: “No, pero lo que tiene es incurable”. Algunos viejos aplauden y otros gritan. La señora de la playa me grita que el agua se parece a la de Varadero, clarita y caliente.
La enfermera filipina, sin mucha cortesía, me pide que me vaya. Le pregunto que si ignora el paralelismo histórico de las Filipinas y Cuba. Me mira muda. Insisto y le pregunto que si conoce ese dicho cubano de “más se perdió en la guerra” que los españoles tan bien tradujeran a su propio idioma como “más se perdió en Cuba”, sin apenas mencionar lo que perdieron al mismo tiempo en las Filipinas. La enfermera está ya bastante encabronada, pero no me importa y la sigo mientras reparte pastillas a estos supervivientes, estos viejos sonoros matanceros, centenarios guaracheros de oriente, villareños guerrilleros, pinareños tabaqueros, habaneros cabareteros y camagüeyanos tinajones huecos cuyos arrugados culos cagados le dan de comer a ella y a todos los que deambulan estos pasillos con jeringuillas en la mano dispuestas a ahogar sus últimas quejas. Impaciente me dice: “I don´t understand”. Con el puño señalo a los viejos del pasillo y le contesto con voz apagada: “Pues mira, china, empieza a entender … que más, mucho más se perdió en Mayami”.
domingo, 28 de marzo de 2010
No, la pintura no ha muerto
El NYTimes del domingo ilustra el por qué la pintura no ha muerto, que pretende y casi logra implicar un "no morirá" posible, que es, de más está decir, plausible. Dice el artículo:
"Algo más reduce las posibilidades de la muerte de la pintura: hay demasiada gente pintando -la mayoría, ahora, obviamente mujeres- que están dejando su marca, y que convierten la pintura en una constante diálogo público."
De arriba a abajo: The Butt, de Ellen Altfest, Untitled, de Christoph Ruckhäberle, Trying to Pluck Her Eyebrows, She Blinded Herself, de Negar Ahkami, Untitled, de Jakub Julian Ziolkowski, Fellow, de Leidy Churchman y finalmente, Loddie, de Michael Williams.
"Algo más reduce las posibilidades de la muerte de la pintura: hay demasiada gente pintando -la mayoría, ahora, obviamente mujeres- que están dejando su marca, y que convierten la pintura en una constante diálogo público."
De arriba a abajo: The Butt, de Ellen Altfest, Untitled, de Christoph Ruckhäberle, Trying to Pluck Her Eyebrows, She Blinded Herself, de Negar Ahkami, Untitled, de Jakub Julian Ziolkowski, Fellow, de Leidy Churchman y finalmente, Loddie, de Michael Williams.
Al cumplirse hace dos días el 51 aniversario del triunfo de la Revolución, acudieron a mi mente los recuerdos de aquel 1º de Enero de 1959. Ninguno de nosotros imaginó nunca la peregrina idea de que transcurrido medio siglo, que pasó volando, lo estaríamos recordando como si fuera ayer.-- Tomado de "Reflexiones del Compañero Fidel" en Granma.
Desde Cuba El blog Dimas, del periodista independiente Dimas Castellanos. Añadido a la lista de amigos.
Recorte de la prensa habanera del siglo XIX
Lydia Cabrera
Brillante la velada del pasado sábado en el Liceo Artístico y Literario. Entre la culta y distinguida concurrencia saludamos a cuatro condesas sin grandeza y a tres marquesas con grandeza. Fueron muy inspirados los poetas que nos dieron a conocer versos de su cosecha y las bellas señoritas de recitaron poesías de Espronceda , Campoamor, Zorrila y otros vates sublimes de este siglo, así como a las que luego nos deleitaron con sus bien timbradas voces acompañadas al piano por el maestro Filister.
Un punch excelente contribuyó a animar aún más a tan selectos asistentes y a que el joven Rubistan Rubiroso, poseedor de una hermosa voz de tenor accediera a cantarnos fragmentos de La Traviata cuya letra ha traducido íntegramente al castellano:
Traviata, álzame la pata,
y con el disimulo
enséñame... el muslo
Ya tarde, el marqués de trasmuela, consu acostumbrado gracejo y cortesía subió a la plataforma y se dirigió al auditorio para recordarles que...
Tingo tilingo (dijo el marqués)
mañana es domingo
se casa la rana
con Juán Barrigón
Y por si algún aficionado tenía la intención de entonar la última canción,concluyó sonriente:
El que hable primero
se traga un mojón
del tamaño de la torre de San Simeón
Fue una velada artística inolvidable, como todas las del Liceo Artístico Literario.
sábado, 27 de marzo de 2010
El cortadito de Versailles
Alfredo Triff
El Versailles expresa nuestro exceso y defecto. La fonda pequeñohabanera por excelencia se apoya en la debilidad del espejismo. Funciona. La masa exiliada -como León Ichaso sugiriera en una piccola scena de su último film, Paraíso- degusta verse degustando en reflejo verde-que-te-quiero-verde con ribetes de arabescos áureos. Pero si existe algo versaillanamente original, algo que pase a la historia, algo por lo cual puede manejarse a la 8 y la 32 del SW, desde los cuatro puntos cardinales de Miami, es para saborear el cortadito de leche evaporada. La cafea arábiga tenía su destino.
Composición: El cortadito es el Aufhebung del café con leche -más y sería un pecado empalagoso. Es postre líquido, denso, fragante, procurador sagüesero de la vigilia primaveral. El cortadito de Versailles es la mulata criolla del sabor -cuánto de negro y blanco a gusto. ¡Para colmo la mulata es china! Nuestra versión del caffè espresso se mezcla con leche evaporada en bain-marie y esa leche adquiere un amarillo de piel, propio de nuestra multiculturalidad.
La manera de servirlo: Primero la tazita blanca, palangana en miniatura, luego el chorro de arábigo prieto que entona melismas cafeínicos a su amada de los 7 velos con sus 7 rayos. Vendrá entonces la leche natosa, sudorando vaporosa, agitada en la jarra, suave y calda. Y se recibirán uno a otro en abrazo espumoso, embriagados hasta el borde de la taza blanca.
In Parentheses
A Collaborative Site-Specific Installation
Adalberto Delgado and Maria I. Amores
March 31 – July 1, 2010 time: 6:00pm to 9pm
Sunny Isles Beach Branch
18070 Collins Avenue,
Sunny Isles Beach
305-682-0726
viernes, 26 de marzo de 2010
Protagonistas de los 60: Caminos, esplendor y obstáculos del teatro cubano
27 de marzo, 2010
Cupo limitado RSVP a d.perezrementeria@umiami.edu.
Un evento convocado para explorar una década singular y paradójica del teatro cubano a través de sus protagonistas. La conferencia reunirá a un grupo de intelectuales y especialistas de teatro cubano que son historia viva de la época.
Participarán en el evento:
Eduardo Arrocha (La Habana), Premio Nacional de Teatro de Cuba. Diseñador de escenografía, vestuario. Director de arte.
Antón Arrufat (La Habana), Premio Nacional de Literatura de Cuba. Académico de número de la Academia Cubana de la Lengua. Dramaturgo, poeta, narrador y ensayista. Ganador del premio José Antonio Ramos de la UNEAC, por su obra Los siete contra Tebas.
Carucha Camejo (Nueva York, por Skype), fundadora junto a su hermano Pepe Camejo del primer Guiñol profesional de Cuba en 1949. Actriz, titiritera, profesora, investigadora , dramaturga y directora artística, laboró en Cuba hasta 1971 y se destacó por sus puestas en escena en los años 60.
Abelardo Estorino (La Habana), Premio Nacional de Teatro y Premio Nacional de Literatura de Cuba. Académico de número de la Academia Cubana de la Lengua. Dramaturgo y director teatral.
Eduardo Manet (París), Narrador, dramaturgo, director de escena,
director de cine. Ganador del Premio Interallié por su novela Rhapsodie
cubaine y del premio Lugné-Poe. Miembro honorario de la Academia de las
letras de Québec. Presidente del Consejo Parmanente de escritoires en
francés.
Matías Montes Huidobro (Miami), Profesor emérito de la Universidad de
Hawai, narrador, dramaturgo, editor y ensayista. Fue el primer ganador
del Premio de teatro José Antonio Ramos de la UNEAC por su obra Las
vacas. Ganador también del premio Café Gijón por su novela Esa fuente de
dolor.
Rafael Mirabal (West Palm Beach), arquitecto, profesor de diseño
arquitectónico, escenógrafo y pintor. Su trabajo escenográfico en la
Cuba de los sesenta marcó la excelencia y el reconocimiento
internacional de la época. En la actualidad Mirabal es una de las
figuras más reconocidas de la plástica cubana en la diáspora.
Jesús Ruiz (La Habana), director del departamento de Diseño escénico del
Instituto Superior de Arte de Cuba. Director del proyecto de Memoria
del diseño escénico cubano. Director de la Galería de Diseño escénico
Raúl Olvia.
Sigue aquíHumor, ¡ay humor!
Humor de Garrincha.
Y hablando del Garrix, y por eso de la crítica constructiva... si el humorista se deja llevar por la palabra, deberá tener cuidado que la imagen hable en delicado balance entre gesto e imaginación con prestidigitación y alevosía, como esta señora tira de arriba: ¡1,2,3 voilà!
Algo que Garrincha sabe muy bien. Pero la parole ¡ah, la palabra! enrreda la onda garrix-el-caos -ingenio del humorista-, no la ayudan ni los corsarios ni sus amiguitos en hojas voladoras. De nada vale la nostalgia en la isla solitaria:
Si el plan de la tira parte de la parole, el punctum -lo sabroso que mortifica del humor gráfico -eso que estimula al simpático- estará en función de lo más débil, pie forzado didáctico que fuerza la tira a volverse pujo letrado. Para probarlo: Charlot no necesita hablar para destornillar.
Touché!
Ahora bien, si de amor por la parole se tratara, el humorista entonces puede subir la parada y oscurecer aún más el mensaje, -eso sí, olvídate de punch line y lo que diga la gente- y entonces pasamos de humor a humo de metáfora, tira posmoderna, tira-y-encoge deconstructivista, que es como decir: A buen humor, navaja de Ockham.
jueves, 25 de marzo de 2010
Tita la balsera (y abusadora estatal) segunda parte
Ernesto González
El anciano Mongo ha mantenido una actitud muy condescendiente y tolerante durante el monólogo de Leda Jhons, encarnada en la balsera Tita, e incluso sonrió mientras el público reía estrepitosamente. Los Declarantes estaban muy alertas, al tanto de la sonrisa del anciano Mongo, para entonces liberar sus propias sonrisas. Tita sigue relatando su extraño juicio. Los alegatos de la defensa no habían procedido. Le retiraron su título de doctora y se encerró en su cuarto de La Habana Vieja. Enterados de la trabazón erótica en el sillón de la clínica, los amantes de Tita aumentaron. Muchos de ellos quedaban feliz y largamente trabados en las entrañas de la dentista.
En esas andanzas estuvo hasta que un día recibió una sorpresa. El pesista mulato con que se había trabado en el sillón, apareció en la puerta del cuarto para invitarla a irse en una balsa. Tita tuvo que reprimir aquellos deseos fuertes de volverlo a acoger y retener dentro de sí. Había que priorizar las situaciones. Así que en vez de dejarse arrastrar por la mirada del deportista, que parecía evocar la extensa trabazón, Tita se quitó la bata de casa, se puso un short, un baja-y-chupa, tomó su cartera y corrió a subirse en el invento náutico junto con otros mulatos de La Habana Vieja.
Tita no dio detalles de aquel viaje rodeada de mulatos, a través del Estrecho de La Florida. Con mucha elegancia sorteó la anécdota: —Llegué a estas Tierras de Libertad una madrugada inolvidable y única, y aquí se han cumplido mis sueños, incluso el más preciado de ellos que era convertirme en actriz; y aquí estoy, entregándoles mi amor, mi historia, mi verdad y mi vida. Terminado este parlamento, Tita se desembaraza de su bata de casa roja, y muestra tal como es, su cuerpo masculino lleno de vellos, sus senos y su sexo profuso bajo una tanguita. La audiencia del Teatro de las Artes colapsa al presenciar este inesperado desnudo de la actriz-dentista.
Los Declarantes (¡¡¡ahhh!!!, ¡¡¡ohhh!!!), en absoluto desconcierto, muy intranquilos, miran al Anciano Mongo quien tapa los ojos de su esposa con una mano, con la otra le pide calma a sus acólitos. El resto de los Declarantes también se tapa los ojos con una mano. Tita-Leda camina casi desnuda hacia uno de los extremos del escenario, entre interminables aplausos y gritos de su público. La mente del anciano Mongo se debate entre la curiosidad y el deber. Los Declarantes lo observan. Él continúa enviando signos de espera, educación y tolerancia. A los pocos segundos, en medio de los aplausos y los gritos que no cesan, Tita regresa cubierta por una capa de plumas, saluda, se arrodilla, lanza besos, llora, se le salen unos mocos, se los limpia con un pañuelo que un asistente le trae al escenario y dice:
Hoy, por ser una noche muy especial, la noche de mi aniversario de compromiso, quiero tomarme una licencia. Si ustedes me lo permiten, quiero llamar al escenario al gran amor de mi vida, a la única persona que me ha querido y que verdaderamente he amado; la única persona que me ha hecho eternamente feliz, infinitamente feliz, mi compañera actual, Lesbia Ruíz. Sube, cariño, para que mi público te conozca. En este punto la turbación de los Declarantes llega a un apoteósico clímax. Como ante una declaración del mismo Jesús, se paran y corren por los pasillos hacia afuera del teatro, detrás del Anciano Mongo, cruzándose con Lesbia Ruíz quien en ajustado jean y con una varonil gorra de pelotero sube al escenario, besa a Tita y saluda al público. Una vez reunidos afuera del teatro, el Anciano Mongo intenta calmar a sus acólitos.
Los Declarantes están indignados. Al fin la voz orientadora del Anciano Mongo predomina: Hermanos, recuerden que odiamos el pecado, no al pecador. Recuerden eso siempre. Quiero decirles que el Señor lo ha puesto esto en nuestro camino por una razón desconocida. Recuerden que sus caminos están llenos de misterio. Por favor, oremos unos segundos antes de marcharnos. Pidamos claridad y amor a Jesús para librarnos de la confusión. Los Declarantes se toman de la mano, rodean al Anciano y oran durante unos segundos. Adentro del teatro todavía se escuchan los aplausos y los vivas dedicados a Tita-Leda. El Anciano despide a sus acólitos y pide a uno de ellos que acompañe a su es¬posa a la casa. La besa, la ve alejarse. Pregunta dónde está la salida de los artistas y va a esperar la salida de Leda.
El público se amontona junto a Mongo para disputarse un saludo de la controversial estrella, que por fin aparece rodeada de aplausos y gritos variopintos de sus admiradores. Leda está unos minutos saludando y respondiendo preguntas, la mayoría acerca de sus extraños poderes de trabazón. Uno de sus fervientes seguidores le propone la realización de un seminario, pues ya se sabe que el monólogo es testimonial. —Por favor, querido público, por favor —repone Leda—. Les pido recuerden a mi compañera actual aquí presente. Los hombres han quedado en mi pasado forever. Ese es mi yo anterior. Ahora soy una mujer diferente, espiritual, realmente amada y que ama. A Dios por encima de todo y a mi compañera junto a Él.
Al escuchar estas palabras el Anciano Mongo se estremece conmovido y se dice: Aquí hay material para lo que el Señor quiere que se haga, aquí hay barro para esa obra magna. Enseguida escribe una pequeña nota en un papel, la suma a su tarjeta de presentación y, con mucha dificultad, se la alcanza a la actriz rodeada de admiradores que continúan pidiendo detalles de sus extraños poderes de trabazón.
El anciano Mongo ha mantenido una actitud muy condescendiente y tolerante durante el monólogo de Leda Jhons, encarnada en la balsera Tita, e incluso sonrió mientras el público reía estrepitosamente. Los Declarantes estaban muy alertas, al tanto de la sonrisa del anciano Mongo, para entonces liberar sus propias sonrisas. Tita sigue relatando su extraño juicio. Los alegatos de la defensa no habían procedido. Le retiraron su título de doctora y se encerró en su cuarto de La Habana Vieja. Enterados de la trabazón erótica en el sillón de la clínica, los amantes de Tita aumentaron. Muchos de ellos quedaban feliz y largamente trabados en las entrañas de la dentista.
En esas andanzas estuvo hasta que un día recibió una sorpresa. El pesista mulato con que se había trabado en el sillón, apareció en la puerta del cuarto para invitarla a irse en una balsa. Tita tuvo que reprimir aquellos deseos fuertes de volverlo a acoger y retener dentro de sí. Había que priorizar las situaciones. Así que en vez de dejarse arrastrar por la mirada del deportista, que parecía evocar la extensa trabazón, Tita se quitó la bata de casa, se puso un short, un baja-y-chupa, tomó su cartera y corrió a subirse en el invento náutico junto con otros mulatos de La Habana Vieja.
Tita no dio detalles de aquel viaje rodeada de mulatos, a través del Estrecho de La Florida. Con mucha elegancia sorteó la anécdota: —Llegué a estas Tierras de Libertad una madrugada inolvidable y única, y aquí se han cumplido mis sueños, incluso el más preciado de ellos que era convertirme en actriz; y aquí estoy, entregándoles mi amor, mi historia, mi verdad y mi vida. Terminado este parlamento, Tita se desembaraza de su bata de casa roja, y muestra tal como es, su cuerpo masculino lleno de vellos, sus senos y su sexo profuso bajo una tanguita. La audiencia del Teatro de las Artes colapsa al presenciar este inesperado desnudo de la actriz-dentista.
Los Declarantes (¡¡¡ahhh!!!, ¡¡¡ohhh!!!), en absoluto desconcierto, muy intranquilos, miran al Anciano Mongo quien tapa los ojos de su esposa con una mano, con la otra le pide calma a sus acólitos. El resto de los Declarantes también se tapa los ojos con una mano. Tita-Leda camina casi desnuda hacia uno de los extremos del escenario, entre interminables aplausos y gritos de su público. La mente del anciano Mongo se debate entre la curiosidad y el deber. Los Declarantes lo observan. Él continúa enviando signos de espera, educación y tolerancia. A los pocos segundos, en medio de los aplausos y los gritos que no cesan, Tita regresa cubierta por una capa de plumas, saluda, se arrodilla, lanza besos, llora, se le salen unos mocos, se los limpia con un pañuelo que un asistente le trae al escenario y dice:
Hoy, por ser una noche muy especial, la noche de mi aniversario de compromiso, quiero tomarme una licencia. Si ustedes me lo permiten, quiero llamar al escenario al gran amor de mi vida, a la única persona que me ha querido y que verdaderamente he amado; la única persona que me ha hecho eternamente feliz, infinitamente feliz, mi compañera actual, Lesbia Ruíz. Sube, cariño, para que mi público te conozca. En este punto la turbación de los Declarantes llega a un apoteósico clímax. Como ante una declaración del mismo Jesús, se paran y corren por los pasillos hacia afuera del teatro, detrás del Anciano Mongo, cruzándose con Lesbia Ruíz quien en ajustado jean y con una varonil gorra de pelotero sube al escenario, besa a Tita y saluda al público. Una vez reunidos afuera del teatro, el Anciano Mongo intenta calmar a sus acólitos.
Los Declarantes están indignados. Al fin la voz orientadora del Anciano Mongo predomina: Hermanos, recuerden que odiamos el pecado, no al pecador. Recuerden eso siempre. Quiero decirles que el Señor lo ha puesto esto en nuestro camino por una razón desconocida. Recuerden que sus caminos están llenos de misterio. Por favor, oremos unos segundos antes de marcharnos. Pidamos claridad y amor a Jesús para librarnos de la confusión. Los Declarantes se toman de la mano, rodean al Anciano y oran durante unos segundos. Adentro del teatro todavía se escuchan los aplausos y los vivas dedicados a Tita-Leda. El Anciano despide a sus acólitos y pide a uno de ellos que acompañe a su es¬posa a la casa. La besa, la ve alejarse. Pregunta dónde está la salida de los artistas y va a esperar la salida de Leda.
El público se amontona junto a Mongo para disputarse un saludo de la controversial estrella, que por fin aparece rodeada de aplausos y gritos variopintos de sus admiradores. Leda está unos minutos saludando y respondiendo preguntas, la mayoría acerca de sus extraños poderes de trabazón. Uno de sus fervientes seguidores le propone la realización de un seminario, pues ya se sabe que el monólogo es testimonial. —Por favor, querido público, por favor —repone Leda—. Les pido recuerden a mi compañera actual aquí presente. Los hombres han quedado en mi pasado forever. Ese es mi yo anterior. Ahora soy una mujer diferente, espiritual, realmente amada y que ama. A Dios por encima de todo y a mi compañera junto a Él.
Al escuchar estas palabras el Anciano Mongo se estremece conmovido y se dice: Aquí hay material para lo que el Señor quiere que se haga, aquí hay barro para esa obra magna. Enseguida escribe una pequeña nota en un papel, la suma a su tarjeta de presentación y, con mucha dificultad, se la alcanza a la actriz rodeada de admiradores que continúan pidiendo detalles de sus extraños poderes de trabazón.
Hoy por las Damas y por la libertad
Vistamos de blanco, portemos gladiolos y marchemos en silencio sobre la Calle Ocho en la Pequeña Habana, de la avenida 27 a la 22, empezando a las seis de la tarde.
miércoles, 24 de marzo de 2010
Futuro corneta
Lydia Cabrera
Los esposos Martinilla y Pepilla, como buenos cristianos que eran, ansiaban tener un hijo.
Cierta noche, entregánsode con más celo que de constumbre a la noble tarea de procrear, Martinillo murmuró en el oído de Pepilla:
-¡Te haré un gran hombre, será obispo, estadista, gobernador! A todo trotar, Pepilla respondió con énfasis:
-¡Será general, general!
Cuando, ya a punto de perder el sentido en aquella carrera inefable, escuchó un sonido prolongado y discordante e inconfundible que se escapó del ardiente Pepillo.
De repente insensible, inmovil, Pepilla exclamó desencantada:
-¡Será corneta!
Los esposos Martinilla y Pepilla, como buenos cristianos que eran, ansiaban tener un hijo.
Cierta noche, entregánsode con más celo que de constumbre a la noble tarea de procrear, Martinillo murmuró en el oído de Pepilla:
-¡Te haré un gran hombre, será obispo, estadista, gobernador! A todo trotar, Pepilla respondió con énfasis:
-¡Será general, general!
Cuando, ya a punto de perder el sentido en aquella carrera inefable, escuchó un sonido prolongado y discordante e inconfundible que se escapó del ardiente Pepillo.
De repente insensible, inmovil, Pepilla exclamó desencantada:
-¡Será corneta!
martes, 23 de marzo de 2010
Teresa Dovalpage: Cómo escribir y publicar un cuento en 3 días
La escritora Teresa Dovalpage (para info completa pulsa) impartirá el taller Cómo escribir y publicar un cuento, que se celebrará en Miami del 5 al 7 de mayo, de 6 a 9 PM, en el Wolfson Campus. Aunque comienza en mayo, los interesados deberían inscribirse desde ahora.
Teresa Dovalpage Three-day Workshop IN SPANISH Cómo escribir y publicar su cuento 3 días: Miércoles 5 al viernes 7 de mayo, 6 - 9 p.m.
De las coincidencias entre el enramado, la maravilla mecánica del Paradero del Vedado, la poesía científica de Lucrecio y la playa La Concha
Ramón Alejandro
Estaba yo un día disfrutando de las magníficas secuencias de cierta película sobre la música cubana, y escuchando con fruición la deliciosa banda sonora, cuando de repente veo un árbol, o parte de un árbol, solamente el tronco de un almendro playero. Súbitamente me sobresalto, y una emoción tan enorme me sobrecoge que el corazón por poco se me sale por la boca. Porque me daba la impresión de que yo conocía ese árbol al que sólo se le vio una parte del tronco pasando en un suave deslizamiento de tráveling.
Cuando la cámara siguió su camino dejando ver el sitio donde este viejo almendro estaba arraigado, reconocí que era el mismo árbol bajo cuya enramada mi madre me ponía a jugar entre mi hermano Carlos y mis tres hermanas Regina, Bebé y Elena. Que era bajo sus ramas cuajadas de grandes hojas pintadas de manchas rojas y amarillas que almorzábamos aquella sabrosa tortilla de papas y cebolla. Y que nos bebíamos la leche condensada revuelta con diversos refrescos cuando nos llevaba casi cotidianamente a la playa en aquellos veranos de fines de los años cuarenta y principios de los cincuenta.
Llegábamos hasta Marianao en unos tranvías que saliendo del paradero de La Víbora cogían por toda esa empinada Calzada de Jesús del Monte hacia abajo. Primero nos llevaban hasta el Paradero del Vedado en donde cambiábamos imperceptiblemente de via mediante una curiosa plataforma giratoria circular hecha de madera. Un portentoso aparato que tenía varias carrileras de raíles de acero entrecruzadas sobre su plana superficie, movida y levantada en vilo por escondidos mecanismos. Sin tener que bajar del mismo vehículo en el cual habíamos venido viajando cómodamente desde el Paradero de La Víbora. Salíamos tan campantes rumbo a la playa de la Concha por otra carrilera de las tantas que se entrecruzaban sobre el disco de ese místico aparato que barajaba en un instante a los cuatro puntos cardinales.
Era una máquina concebida a propósito para trastocar elegantemente y sin el menor sobresalto las ocho direcciones del espacio horizontal. Entrabas por un lado y salías por el lado opuesto para seguir tu caminito hacia otro rumbo diferente. Desplazado insensiblemente por invisibles estructuras que la ponían en movimiento por algún admirable artilugio ignorado por los inocentes viajeros. Porque esa gran rueda acostada, hecha de madera, que ejecutaba su bien articulada circumvolución, obedecía a la voluntad de un operario oculto que manipulaba las palancas de mando desde algún invisible lugar situado fuera de la vista del público. Sintetizando perfectamente en su cinética geometría todas las infinitas posibilidades del espacio a partir de ese punto y pivote central sobre el cual giraba sigilosa y eficazmente.
La «res extensa» de Descartes amaestrada por el ingenio mecánico de los humanos y puesta a girar para su comodidad y beneficio por la «res cogitans». El edificio dentro del cual funcionaba ese ingenioso aparato estaba constituido por unas amplias naves de monumentales arcadas clásicas. Y no resulta nada extraño que cuando viera años más tarde por vez primera las pinturas de Giorgio de Chirico reconociese inmediatamente esa misma armonía espacial tan misteriosa que reinaba dentro de ese edificio. Porque seguramente su arquitecto había sido influido por aquellas mismas evocadoras reminiscencias de la Roma Imperial que bañaban las pinturas de ese hijo de un ingeniero italiano nacido en Volos de Tesalia, el mismo puerto desde el cual hace ya innumerables siglos zarparon los Argonautas a conquistar el legendario Vellocino de Oro.
Cuando tuve la suerte de leer «De Rerum Natura» del genial Tito Lucrecio Caro, volví a recordar ese paradero de tranvías junto a la desembocadura del río Almendares que tanto marcó mi sensibilidad infantil. Y que de cierta menera me abrió la puerta de la fecunda Poesía Científica, que a mi modesta manera de ver es la forma artística más sublime que se haya producido en toda la cultura occidental. También es probable que sea aquella que más se aproxima al sentido profundo de los arcanos que en el Oriente. Por donde de manera significativa también surge cada día la luz del Sol, haya inspirado a tantos diversos linajes y escuelas de pensadores desde hace ya más de tres o cuatro milenarios. Porque algunos sabios de épocas pretéritas, llenos de compasión, regalaron a nuestra sufriente humanidad ciertos principios de filosofía surgidos de sus propias experiencias existenciales.
Para que con ellos pudiésemos evitar sufrimientos inútiles y encaminarnos por menos dolorosos senderos a través de estas difíciles edades en las que nos tocaría vivir. Tiempos turbulentos en los que nos iba a ser casi imposible andar caminos humanamente satisfactorios. Pero los ecos de las palabras de Demócrito y de Epicuro, y de tantos otros sabios benévolos, de cuando en cuando, lograban llegar hasta nosotros por insospechados senderos. A pesar de que monjes de todo trapo y calaña trataron de interponerse para que no pudieran alcanzarnos.
Porque precisamente siendo nuestra Mente la esencia y médula de nuestra propia humanidad, nos resulta indescifrable a nosotros mismos. Precisamente somos seres cuya propia naturaleza consiste en esa indescifrable complexión que nos habita, resultándonos tremendamente difícil poder observarnos a nosotros mismos que somos la llave de nuestro propio secreto. Tal como no podemos ver nuestra propias pestañas, ni la propia niña de los ojos con los que nos miramos.
Estaba yo un día disfrutando de las magníficas secuencias de cierta película sobre la música cubana, y escuchando con fruición la deliciosa banda sonora, cuando de repente veo un árbol, o parte de un árbol, solamente el tronco de un almendro playero. Súbitamente me sobresalto, y una emoción tan enorme me sobrecoge que el corazón por poco se me sale por la boca. Porque me daba la impresión de que yo conocía ese árbol al que sólo se le vio una parte del tronco pasando en un suave deslizamiento de tráveling.
Cuando la cámara siguió su camino dejando ver el sitio donde este viejo almendro estaba arraigado, reconocí que era el mismo árbol bajo cuya enramada mi madre me ponía a jugar entre mi hermano Carlos y mis tres hermanas Regina, Bebé y Elena. Que era bajo sus ramas cuajadas de grandes hojas pintadas de manchas rojas y amarillas que almorzábamos aquella sabrosa tortilla de papas y cebolla. Y que nos bebíamos la leche condensada revuelta con diversos refrescos cuando nos llevaba casi cotidianamente a la playa en aquellos veranos de fines de los años cuarenta y principios de los cincuenta.
Llegábamos hasta Marianao en unos tranvías que saliendo del paradero de La Víbora cogían por toda esa empinada Calzada de Jesús del Monte hacia abajo. Primero nos llevaban hasta el Paradero del Vedado en donde cambiábamos imperceptiblemente de via mediante una curiosa plataforma giratoria circular hecha de madera. Un portentoso aparato que tenía varias carrileras de raíles de acero entrecruzadas sobre su plana superficie, movida y levantada en vilo por escondidos mecanismos. Sin tener que bajar del mismo vehículo en el cual habíamos venido viajando cómodamente desde el Paradero de La Víbora. Salíamos tan campantes rumbo a la playa de la Concha por otra carrilera de las tantas que se entrecruzaban sobre el disco de ese místico aparato que barajaba en un instante a los cuatro puntos cardinales.
Era una máquina concebida a propósito para trastocar elegantemente y sin el menor sobresalto las ocho direcciones del espacio horizontal. Entrabas por un lado y salías por el lado opuesto para seguir tu caminito hacia otro rumbo diferente. Desplazado insensiblemente por invisibles estructuras que la ponían en movimiento por algún admirable artilugio ignorado por los inocentes viajeros. Porque esa gran rueda acostada, hecha de madera, que ejecutaba su bien articulada circumvolución, obedecía a la voluntad de un operario oculto que manipulaba las palancas de mando desde algún invisible lugar situado fuera de la vista del público. Sintetizando perfectamente en su cinética geometría todas las infinitas posibilidades del espacio a partir de ese punto y pivote central sobre el cual giraba sigilosa y eficazmente.
La «res extensa» de Descartes amaestrada por el ingenio mecánico de los humanos y puesta a girar para su comodidad y beneficio por la «res cogitans». El edificio dentro del cual funcionaba ese ingenioso aparato estaba constituido por unas amplias naves de monumentales arcadas clásicas. Y no resulta nada extraño que cuando viera años más tarde por vez primera las pinturas de Giorgio de Chirico reconociese inmediatamente esa misma armonía espacial tan misteriosa que reinaba dentro de ese edificio. Porque seguramente su arquitecto había sido influido por aquellas mismas evocadoras reminiscencias de la Roma Imperial que bañaban las pinturas de ese hijo de un ingeniero italiano nacido en Volos de Tesalia, el mismo puerto desde el cual hace ya innumerables siglos zarparon los Argonautas a conquistar el legendario Vellocino de Oro.
Cuando tuve la suerte de leer «De Rerum Natura» del genial Tito Lucrecio Caro, volví a recordar ese paradero de tranvías junto a la desembocadura del río Almendares que tanto marcó mi sensibilidad infantil. Y que de cierta menera me abrió la puerta de la fecunda Poesía Científica, que a mi modesta manera de ver es la forma artística más sublime que se haya producido en toda la cultura occidental. También es probable que sea aquella que más se aproxima al sentido profundo de los arcanos que en el Oriente. Por donde de manera significativa también surge cada día la luz del Sol, haya inspirado a tantos diversos linajes y escuelas de pensadores desde hace ya más de tres o cuatro milenarios. Porque algunos sabios de épocas pretéritas, llenos de compasión, regalaron a nuestra sufriente humanidad ciertos principios de filosofía surgidos de sus propias experiencias existenciales.
Para que con ellos pudiésemos evitar sufrimientos inútiles y encaminarnos por menos dolorosos senderos a través de estas difíciles edades en las que nos tocaría vivir. Tiempos turbulentos en los que nos iba a ser casi imposible andar caminos humanamente satisfactorios. Pero los ecos de las palabras de Demócrito y de Epicuro, y de tantos otros sabios benévolos, de cuando en cuando, lograban llegar hasta nosotros por insospechados senderos. A pesar de que monjes de todo trapo y calaña trataron de interponerse para que no pudieran alcanzarnos.
Porque precisamente siendo nuestra Mente la esencia y médula de nuestra propia humanidad, nos resulta indescifrable a nosotros mismos. Precisamente somos seres cuya propia naturaleza consiste en esa indescifrable complexión que nos habita, resultándonos tremendamente difícil poder observarnos a nosotros mismos que somos la llave de nuestro propio secreto. Tal como no podemos ver nuestra propias pestañas, ni la propia niña de los ojos con los que nos miramos.
lunes, 22 de marzo de 2010
Proyecto Setra estrena revista hoy lunes en CCE
í
Este proyecto, que celebra las artes en nuestra ciudad, ha sido gestado por Eduard Reboll, Alejandra Ferraza y Lydia Caraballo. Allí nos vemos para celebrarlo.
domingo, 21 de marzo de 2010
Diálogo imaginario sobre el presidio político en Cuba
A continuación un diálogo imaginario entre Martí y este aprendiz de albañil de las letras, desde las nieblas del tiempo. Habla el Martí idealista y quejumbroso por la injusticia del Presidio político en Cuba, notas que parecen tan actuales. Bajo el Castrismo, el presidio político en Cuba ha devenido en la costra de la masa del pastel susodicho. El texto del poeta es terciado por una voz actual (en azul), respetuosa pero desencantada de los alardes patrioteros de la historia. Dos puntos de vista: Uno idealista civilista y constructor, el otro realista, cínico a los forros del poder, anarquista:
Nace con un pedazo de hierro; arrastra consigo este mundo misterioso que agita cada corazón; crece nutrido de todas las penas sombrías, y rueda, al fin, aumentado con todas las lágrimas abrasadoras. Dante no estuvo en presidio. Los 75 sí y la mayoría sigue presa. El susodicho es experto en ablandar voluntades (el electro a la cabeza, paliza, las tapiadas, qué sabes tú). El pueblo es ignorante y está dormido. ¿Dormido? Hasta cuándo José. El pueblo escarnece tanto como el líder. Uno para el otro, two-tú-tango. Se olvidaron de sí mismos y olvidaron que como el remordimiento es inexorable, la expiación de los pueblos es también una verdad. Te cabe toda. ¡Aleluya! Como dicen los pentecostales. Olvidáis que tuvo la garganta opresa y el pecho sujeto por manos de hierro; olvidáis que la garganta se enronqueció de pedir y el pecho se cansó de gemir oprimido; olvidáis su sumisión, olvidáis su paciencia, olvidáis sus tentativas de sumisión nueva. La empatía es harto difícil, y cuando se alcanza se hace casi imposible sostenerla. Cuba no es dada a la empatía. Pero yo os pido en nombre de ese honor de la Patria que invocáis, que reparéis algunos de vuestros más lamentables errores. Yo os pido que seáis humanos, que seáis justos, que no seáis criminales sancionando un crimen constante, perpetuo, ebrio, acostumbrado a una cantidad de sangre diaria que no le basta ya. La Patria no es sólo un ideal, es también eso en lo que deviene la historia de la nación. Son 50 años. Deja ese discurso, apóstol. Mi patria es el mundo del espíritu. ¿Qué venís haciendo tantos años hace? ¿Qué habéis hecho? El forro y el discurso. La VOZ cunde. Eso. La honra puede ser mancillada. La justicia puede ser vendida. Todo puede ser desgarrado. Pero la noción del bien flota sobre todo, y no naufraga jamás. Ojalá Dios te oiga, José. Ser pisoteado, ser arrastrado, ser abofeteado en la misma calle, junto a la misma casa, en la misma ventana donde un mes antes recibíamos la bendición de nuestra madre, ¿qué es? Es lo que pasa hoy en La Habana con las Damas de blanco o cualquiera que dice que NO. Nada ha cambiado José. En los 70 se llamaba acto de repudio. Todos tenemos la marca. Nada ha cambiado. No lo olvides, ¡la calle es de Fidel!
sábado, 20 de marzo de 2010
párrafos que erizan
Tomado del blog de Yoani, estos párrafos erizan porque contienen la verdad de alguien reportando desde el ciclón del asunto. Y lo mejor, despojado del vitriolismo procerista que debilita la fuerza de la verdad. Retórica candela-al-jarro-cívico-política para nuestro castrismo-de-cada-día:
_____
Temo que el grito se nos haga crónico y que la bofetada siga siendo la vía más rápida para acallar al otro. Me estremece presagiar una Cuba donde se continúa atacando física y legalmente a alguien por su filiación política o su tendencia ideológica. Qué triste país el que tendremos si a las autoridades les sigue pareciendo natural un escarmiento a quienes contradicen la opinión oficial.
¿Por qué no tienen el valor de invitar, a ese aburrido set donde hacen un monologo cada tarde, al menos un par de personas que piensen diferente? El más tímido y parco de los inconformes que conozco los desnudaría con un par de preguntas y con unas breves frases haría tambalear su teoría de la conspiración. Pero no se atreven. Amparados por el poder –no hay peor aliado para un periodista– sustentados su verbo y su pluma con las prebendas y los privilegios, saben que no soportarían la artillería de la crítica.
De ahí que ensalzan el golpe, azuzan las consignas y ponen unos videos picoteados para probar que al diferente hay que aplastarlo. Alimentan así el fanatismo, ese germen que amenaza con prolongarse más allá de sus propias vidas: el legado de odios y desconfianza que pretende dejarnos este sistema.
NEMESIS de Geandy Pavón: Luz contra pared
Proyección de video de Geandy Pavón en el blog de Enrisco. Título: "NEMESIS". La idea es simple, pero ahora no solo estética sino también política. Proyectar la imagen de Orlando Zapata Tamayo en el edificio de la Misión Cubana ante las Naciones Unidas. Luz contra pared y gana la luz.
viernes, 19 de marzo de 2010
Octavo cerco saca una foto macabra que descalabra el forro: lo único sagrado en Cuba es el discurso de LA VOZ.
Esta noche, cierre de No pedestrians need apply
Recepción de clausura de 7:00 a 11:00 p.m.
Color Alternative Space
7520 NE 4 Ct Miami, FL 33138
(305)905 6769
Pasa o no pasa... hasta la ciruela pasa
jueves, 18 de marzo de 2010
En Zu Galería: Día Internacional de la Poesía, este domingo
El 21 de marzo se celebra el Día Internacional de la Poesía, día
propuesto en el año 2001 por la UNESCO con la intención de rendir
honores en todo el planeta a la lírica. El mundo convulsionado en el que
vivimos necesita de una revalorización estética y de una inyección de
espiritualidad que lo sacuda, y eso podemos lograrlo con el estudio y
propagación de la poesía. Debido a esto Zu Galería los invita a sumarse
al empeño universal de mejorar al hombre y a la cultura. También los
invita a que nos reunamos en esa fecha con un manojo de buenos poetas
para celebrar en grande la fiesta de la palabra.
Este domingo, 21 de marzo a las 3pm: Poetas invitados: Aymara Aymerich, Maria Eugenia Caseiro, Ena Columbié, Elena Iglesias, Rosie Inguanzo, Elena Montes de Oca, y Elena Tamargo por parte de las damas. Joaquín Badajoz, Alejandro Fonseca, Joaquín Gálvez, Germán Guerra, Heriberto Hernández, Rolando Jorge, Félix Lizárraga,Carlos Pintado, George Riverón, y Juan Carlos Valls, por los caballeros. Contaremos con la participación especial de la poeta Odette Alonso Yodú que nos visita desde Mexico.
Este domingo, 21 de marzo a las 3pm: Poetas invitados: Aymara Aymerich, Maria Eugenia Caseiro, Ena Columbié, Elena Iglesias, Rosie Inguanzo, Elena Montes de Oca, y Elena Tamargo por parte de las damas. Joaquín Badajoz, Alejandro Fonseca, Joaquín Gálvez, Germán Guerra, Heriberto Hernández, Rolando Jorge, Félix Lizárraga,Carlos Pintado, George Riverón, y Juan Carlos Valls, por los caballeros. Contaremos con la participación especial de la poeta Odette Alonso Yodú que nos visita desde Mexico.
Tita la balsera (y abusadora estatal)
Ernesto González
Aparece la protagonista, de enormes senos, con una vaporosa y escotada bata de casa de floripondios rojos, sentada en una butaca de bar en medio del escenario. Según el monólogo, Tita había sido dentista en Cuba. Se había graduado muy joven de la carrera y había tenido que ir a cumplir el servicio social en la campiña cubana. Había tenido que levantarse de madrugada en el albergue para que un tractorista la llevara (me diera un rai, yunó), hasta la clínica localizada en el centro del pueblo. Algunos de estos tractoristas la habían enamorado (contriman, yunó, goryus, unos guajiros fabulosos), pero Tita había hecho lo posible por mantener intangible su condición de dentista rural recién graduada.
Una mañana, sin embargo, no pudo más, se rindió ante la evidencia y decidió complacer a uno de los tractoristas de manos grandes y ásperas, hermoso (rili, rili goryus, durísimo, vaya). Tita hace entonces un discurso sobre los torsos masculinos: los describe como carreteras de diez vías que conducen al paraíso (son superjaigüeys, ¿alguien lo duda?), los compara con una ascensión al Turquino, con un irreversible ataque al corazón y con una embolia (vaya, es que dan hasta hemiplejía). El nombre del tractorista era Pedro. Una mañana, desecho por el rechazo de la hermosa Tita, decidió dar un paso convincente: abrió su portañuela y expuso ante los trastornados ojos de la dentista, un enorme y torturador falo blanco (metí un grito, grité, sí, yunó, bicos nunca había visto nada parecido, y me asusté muchísimo previendo el irreparable daño que pudiera ocasionarme aquel miembro desatinado, me aterroricé en verdad, aimín, yunó). Tita desplegó sus diversas mañas adentro del tractor y el hombre quedó hechizado para siempre (foreveranever, yunó, nunca creí que nadie fuera a amarme así, nunca, hasta que ese tractorista del rai me amó como lo hizo, aimín, como sólo sabe hacerlo un contriman). El tractorista resultó ser un adicto sexual, especialmente a las mañas de Tita.
Cada mañana, de lunes a viernes, se repetía el ritual mañoso de la futura balsera. Una vez, demasiado ensimismada en el placer que recibía, en plena llama, Tita encendió con una de sus sabias sacudidas el chucho del tractor que echó a andar lentamente hasta el pueblo. Ya las mañas de Tita habían engatusado lo suficiente al tractorista, no acostumbrado a aquellas cosas de ciudad que hacía la doctora. De manera que muchos guajiros en la calle pudieron ver cómo Leda (estaba hechizada, enloquecida, sudada, yunó, como crazi) subía y bajaba en la cabina del tractor que se desplazaba despacio por la Calle Real del pueblo. Un montón de curiosos se fue formando detrás del ingenio agrícola agitado por los movimientos mañosos de Tita, encima de las piernas de su campesino. Los trabajadores que se dirigían hacia sus labores, los niños y los adolescentes que iban hacia sus escuelas, prácticamente todo el pueblo, se incorporó al desfile encabezado por Tita, quien con sus ojos apretados, su pelo sueltísimo y su cabeza levantada hacia el techo del tractor, subía y bajaba desaforadamente en la cabina (aturdida, yunó, en otro mundo con el contriman, aimín).
Cuando por fin el tractor chocó con una palma real y se detuvo frente a la clínica donde la dentista trabajaba, un carro de la policía los estaba esperando. Sacaron a la dentista sudada y carmesí por un flanco del maltrecho tractor y al tractorista por el otro. Los oficiales de la policía no quisieron oír las explicaciones que ambos querían dar (Nobadi, yunó); sobre todo Tita, que deseaba decir que había sido cosa del destino, no nada inmoral ni nada de eso (era algo que ambos sentíamos, algo muy fuerte que no soy capaz de explicar, sólo Dios sabe por qué, sólo Él lo sabe, yunó, aimín). Ante esta confesión exultada por Tita con un vibrante llanto, el Anciano Mongo, muy atento al monólogo desde su butaca en el centro de la platea, no puede menos que volver a asentir y comprender. Los Declarantes de Jesús, que no habían perdido pie ni pisada del rostro del Anciano, se miran y también asienten. —Recuerden siempre que odiamos el pecado, no al pecador —susurra el Anciano echando una mirada indulgente a los Hermanos por los alrededores, quienes escuchan el recordatorio y transmiten la enseñanza de boca a oído. Los Declarantes alejados del líder observan su aquiescencia, asienten y continúan oyendo a Tita.
La futura balsera sigue llorando en silencio, bajo el haz de luz que se torna rojo tomate. Un joven y emocionado Declarante sentado detrás del Anciano, salta de su asiento y grita enarbolando sus brazos: ¡Alabado sea el Señor! ¡Alabado sea el Señor!. Tita, estática en el escenario, mide aquella reacción y da un orgulloso sacudón de cabeza. —¡Así sea! —grita. El Anciano Mongo rompe en aplausos. Los hermanos aplauden y se miran asintiendo. Pasados unos vibrantes segundos, Tita se sumerge nuevamente en su personaje: —Ese mismo día tuve que partir hacia La Habana, a cumplir prisión, acusada de haberle dado un uso inapropiado a los recursos del estado. El auditorio murmura de asombro. Tita hace una pausa larga sobre el escenario cubierto ahora por un haz de luz violeta. Los Declarantes vuelven a observar al Anciano Mongo quien con uno de sus gestos asegura que la obra marcha bien.
Luego de cumplir unos meses de prisión y jurar sobre la Constitución de la República que jamás volvería a dilapidar los recursos del estado, Tita volvió a su trabajo como dentista. Con mucho esfuerzo pudo comprar un cuartico en La Habana Vieja (que estaba comindaon, yunó, como ahora, ifyunoguaraimín). Al principio Tita estaba muy contenta, trabajaba en La Habana Vieja e iba caminando a la clínica. Estaba cómoda, tenía casa por primera vez en la vida, amigos y un novio maravilloso. Tenía hasta teléfono público en el piso (a unos pasitos de mi habitación, yunó, estaba divina, lo que se dice divina, lo tenía todo, todo, era lo máximo, ¿a qué más podía aspirar una dentista como yo, nacida y criada allí, yunó). Pero como la felicidad es efímera, aún en el paraíso socialista, Tita volvió a tener problemas. Rompió su juramento, no el hipocrático, sino el teocrático, y volvió a malversar los recursos que tan generosamente el estado había puesto a su disposición. Tita abusó de la generosidad y del perdón estatales. Sí, eso había dicho el juez durante el juicio. —Todavía la gente de La Habana Vieja me conoce como La Abusadora Estatal. Es náiz, yunó, que los hombres te llamen abusadora, ifyunoguaraimín.
En esta ocasión el objeto abusado no había sido un tractor, tan fundamental en la economía del país. El recurso del estado al que se le había adjudicado un uso indebido era el viejo y maltrecho sillón de la clínica dental, en el cual la dentista atendía a sus pacientes. (Nunca pensé que algo así fuera a ocurrirme, de verdad que no, yo tenía mi novio, joven y goryus me sentía querida y lo quería a él, ¿qué más iba a pedir?, era lo máximo, yunó, lo máximo). Sin embargo, ocurrió. Un atractivo y descarrilado mulato de La Habana Vieja, frecuente paciente de Tita, acabó por sonsacarla dentro de la consulta. La sonsacación tuvo lugar cuando la doctora intentaba alcanzar una muela demasiado escondida en el fondo de la boca del mulato (una muela del juicio enorme, yunó, que me dejó sin juicio arol). Tita hubo de inclinarse riesgosamente hacia su paciente (es que, como ven, no soy muy alta), desventaja que el mulato aprovechó para rozar el pecho de su doctora. (No soy de piedra, yunó, NO SOY DE PIEDRA, ¿OK? Estoy hecha de pura carne cubana, ifyunoguaraimín). El mulato tampoco era de piedra, y de un tirón, con gracejo de deportista (addchualy, es levantador de pesas, yunó), cargó a Tita y la sentó en sus piernas. Estaba muy alterada, no me esperaba aquello, de verdad. No estaba dispuesta a dejarme invadir así por un paciente. Lo miré un segundo y le dije: Espérate, déjame comprobar que la puerta de la consulta está bien cerrada. Inmediatamente la dentista regresó a acomodarse por propia voluntad en las piernas mulatas del pesista.
Allí se meneó hacia arriba y hacia abajo; y como era su costumbre, con la cabeza dirigida al cielo. En este caso concreto dirigida hacia la lámpara de luz fría fundida y llena de telarañas que había en el techo de la consulta. Al cabo de una hora, como nadie respondía a la puerta del consultorio, cundió el espíritu de preocupación revolucionaria por los pasillos de la clínica dental. El director, apoyado por el sindicato y el del núcleo del Partido, llamó por teléfono a los bomberos y les explicó la situación con alguna dificultad pues no se trataba de ningún fuego obvio ni en ciernes. El jefe del núcleo del Partido fue quien encabezó la ascensión por la escalera del camión de bomberos, recostada a la ventana abierta de la consulta. Con un pie colocado en el último escalón y uno adentro de la consulta de Tita, el jefe de núcleo comprobó lo que ya imaginaba. Detrás subieron cuatro bomberos, el director y el representante del sindicato de los dentistas en la clínica. Todos, choqueados por la magnitud de la escena: dos seres, adheridos en un núcleo macizo —o en una masa nucleada—, convulsionaban y gemían en el sillón dental que se encorvaba hacia la derecha con peligro para los presentes. Ni los bomberos, ni el director, ni el ladeo del sillón lograban separar a Tita del mulato, ni al paciente de su dentista (estábamos estiqui, yunó, pegados con goma, llenos de un deseo loco, interminable, qué sé yo, no sé qué era aquello, aidonrrilino, guarever, yunó).
Seis integrantes del Destacamento de Respuesta Inmediata se personaron en la consulta a pedido del Partido. Luego de analizar qué respuesta más rápida sería la apropiada para este hecho inédito en la historia del Destacamento, pusieron manos a la obra y en unos minutos consiguieron salvaguardar la clínica de aquel núcleo de gemidos, convulsiones y gozos. Tita tuvo que comparecer de nuevo ante el juez, acusada de ser una malversadora reincidente de los recursos del estado, y de desacato a los bomberos, al Partido, al sindicato y a la autoridad policial. Durante el juicio, el abogado de Tita trató de que este último cargo fuera desestimado (era un carguito menos, yunó, podía ayudarme a llevar el resto de la carga ifyunoguaraimín). El defensor exigió otros elementos que explicaran mejor el desacato de Tita. Los agentes plantearon que la doctora y su paciente habían des¬obedecido la primera, la segunda y la tercera orden de terminar el coito, abandonar el sillón dental, cubrirse y dar una explicación racional a lo que había ocurrido. Los acusados habían permanecido en una actitud demencial y desobediente de la ley, en especial la dentista, que de alguna manera había bloqueado con sus propias partes las de su paciente. Se usaron cuantos recursos persuasivos había disponibles para llamar a la cordura de los acusados, sin que sirvieran de nada. —Es que no sé lo que tengo o lo que me da cuando me sonsacan de esa manera, ay no sé, pierdo contacto con la realidad; me vuelvo, no sé, guarever y tranco lo que hay adentro de mí, vaya, es algo inconsciente y mágico, qué sé yo, que me saca del mundo.
El rostro del Anciano Mongo reaccionó con una mezcla de asombro y curiosidad a este bocadillo de Tita. Su expresión se volvió descontroladamente intrigada; tanto, que optó por solaparla dirigiéndola hacia la alfombra del teatro. Tita continúa: Dicen que todo el mundo nos habló, que hasta el director me habló, muy náiz él. Yo no oía nada, había perdido mi capacidad auditiva, yo misma estaba perdida, fuera de mí, yunó. Había un gran sentimiento de desconcierto y frustración en la clínica. No había esperanza de que la pareja se desacoplara por propia voluntad, cuando se personaron los seis integrantes del Destacamento de Respuesta Inmediata que resolvieron el dilema. Mientras la doctora y su paciente continuaban convulsionando, dos de los integrantes del Destacamento se tiraron al piso con llaves inglesas de diverso calibre. Serpenteando con cuidado llegaron a la base del sillón dental por su costado derecho, aprovechando la cobertura que les daba el ladeo hacia la izquierda. En unos minutos lo desatornillaron, tiraron una sábana por encima a los adheridos y los montaron con sillón incluido en un camión. En el hospital Calixto García los adormecieron con calmantes inyectados y consiguieron separarlos. El abogado reiteraba que Tita y su paciente se habían trabado como consecuencia de una atracción desconocida y fatal. Aquel largo y desgarrante coito había dejado secuelas no sólo en las partes de la dentista, sino también en su psiquis ceñida al misterio e incapaz de razonar y dar una respuesta. La incapacidad lógica constituyó la estrategia de la defensa. —Déjenme decirles que me han examinado científicos y todo, yunó, y lo único que encuentran, dicen, es una especie de zíper o cierre de carne que se activa en ocasiones en que hago el amor con demasiado gusto, ah, y mucho vapor, dicen que tengo una caldera ahí, yunó, literalmente. Yo, como nunca he entendido lo que me pasa... Sólo me he dejado arrastrar por la inocencia del momento.
Aparece la protagonista, de enormes senos, con una vaporosa y escotada bata de casa de floripondios rojos, sentada en una butaca de bar en medio del escenario. Según el monólogo, Tita había sido dentista en Cuba. Se había graduado muy joven de la carrera y había tenido que ir a cumplir el servicio social en la campiña cubana. Había tenido que levantarse de madrugada en el albergue para que un tractorista la llevara (me diera un rai, yunó), hasta la clínica localizada en el centro del pueblo. Algunos de estos tractoristas la habían enamorado (contriman, yunó, goryus, unos guajiros fabulosos), pero Tita había hecho lo posible por mantener intangible su condición de dentista rural recién graduada.
Una mañana, sin embargo, no pudo más, se rindió ante la evidencia y decidió complacer a uno de los tractoristas de manos grandes y ásperas, hermoso (rili, rili goryus, durísimo, vaya). Tita hace entonces un discurso sobre los torsos masculinos: los describe como carreteras de diez vías que conducen al paraíso (son superjaigüeys, ¿alguien lo duda?), los compara con una ascensión al Turquino, con un irreversible ataque al corazón y con una embolia (vaya, es que dan hasta hemiplejía). El nombre del tractorista era Pedro. Una mañana, desecho por el rechazo de la hermosa Tita, decidió dar un paso convincente: abrió su portañuela y expuso ante los trastornados ojos de la dentista, un enorme y torturador falo blanco (metí un grito, grité, sí, yunó, bicos nunca había visto nada parecido, y me asusté muchísimo previendo el irreparable daño que pudiera ocasionarme aquel miembro desatinado, me aterroricé en verdad, aimín, yunó). Tita desplegó sus diversas mañas adentro del tractor y el hombre quedó hechizado para siempre (foreveranever, yunó, nunca creí que nadie fuera a amarme así, nunca, hasta que ese tractorista del rai me amó como lo hizo, aimín, como sólo sabe hacerlo un contriman). El tractorista resultó ser un adicto sexual, especialmente a las mañas de Tita.
Cada mañana, de lunes a viernes, se repetía el ritual mañoso de la futura balsera. Una vez, demasiado ensimismada en el placer que recibía, en plena llama, Tita encendió con una de sus sabias sacudidas el chucho del tractor que echó a andar lentamente hasta el pueblo. Ya las mañas de Tita habían engatusado lo suficiente al tractorista, no acostumbrado a aquellas cosas de ciudad que hacía la doctora. De manera que muchos guajiros en la calle pudieron ver cómo Leda (estaba hechizada, enloquecida, sudada, yunó, como crazi) subía y bajaba en la cabina del tractor que se desplazaba despacio por la Calle Real del pueblo. Un montón de curiosos se fue formando detrás del ingenio agrícola agitado por los movimientos mañosos de Tita, encima de las piernas de su campesino. Los trabajadores que se dirigían hacia sus labores, los niños y los adolescentes que iban hacia sus escuelas, prácticamente todo el pueblo, se incorporó al desfile encabezado por Tita, quien con sus ojos apretados, su pelo sueltísimo y su cabeza levantada hacia el techo del tractor, subía y bajaba desaforadamente en la cabina (aturdida, yunó, en otro mundo con el contriman, aimín).
Cuando por fin el tractor chocó con una palma real y se detuvo frente a la clínica donde la dentista trabajaba, un carro de la policía los estaba esperando. Sacaron a la dentista sudada y carmesí por un flanco del maltrecho tractor y al tractorista por el otro. Los oficiales de la policía no quisieron oír las explicaciones que ambos querían dar (Nobadi, yunó); sobre todo Tita, que deseaba decir que había sido cosa del destino, no nada inmoral ni nada de eso (era algo que ambos sentíamos, algo muy fuerte que no soy capaz de explicar, sólo Dios sabe por qué, sólo Él lo sabe, yunó, aimín). Ante esta confesión exultada por Tita con un vibrante llanto, el Anciano Mongo, muy atento al monólogo desde su butaca en el centro de la platea, no puede menos que volver a asentir y comprender. Los Declarantes de Jesús, que no habían perdido pie ni pisada del rostro del Anciano, se miran y también asienten. —Recuerden siempre que odiamos el pecado, no al pecador —susurra el Anciano echando una mirada indulgente a los Hermanos por los alrededores, quienes escuchan el recordatorio y transmiten la enseñanza de boca a oído. Los Declarantes alejados del líder observan su aquiescencia, asienten y continúan oyendo a Tita.
La futura balsera sigue llorando en silencio, bajo el haz de luz que se torna rojo tomate. Un joven y emocionado Declarante sentado detrás del Anciano, salta de su asiento y grita enarbolando sus brazos: ¡Alabado sea el Señor! ¡Alabado sea el Señor!. Tita, estática en el escenario, mide aquella reacción y da un orgulloso sacudón de cabeza. —¡Así sea! —grita. El Anciano Mongo rompe en aplausos. Los hermanos aplauden y se miran asintiendo. Pasados unos vibrantes segundos, Tita se sumerge nuevamente en su personaje: —Ese mismo día tuve que partir hacia La Habana, a cumplir prisión, acusada de haberle dado un uso inapropiado a los recursos del estado. El auditorio murmura de asombro. Tita hace una pausa larga sobre el escenario cubierto ahora por un haz de luz violeta. Los Declarantes vuelven a observar al Anciano Mongo quien con uno de sus gestos asegura que la obra marcha bien.
Luego de cumplir unos meses de prisión y jurar sobre la Constitución de la República que jamás volvería a dilapidar los recursos del estado, Tita volvió a su trabajo como dentista. Con mucho esfuerzo pudo comprar un cuartico en La Habana Vieja (que estaba comindaon, yunó, como ahora, ifyunoguaraimín). Al principio Tita estaba muy contenta, trabajaba en La Habana Vieja e iba caminando a la clínica. Estaba cómoda, tenía casa por primera vez en la vida, amigos y un novio maravilloso. Tenía hasta teléfono público en el piso (a unos pasitos de mi habitación, yunó, estaba divina, lo que se dice divina, lo tenía todo, todo, era lo máximo, ¿a qué más podía aspirar una dentista como yo, nacida y criada allí, yunó). Pero como la felicidad es efímera, aún en el paraíso socialista, Tita volvió a tener problemas. Rompió su juramento, no el hipocrático, sino el teocrático, y volvió a malversar los recursos que tan generosamente el estado había puesto a su disposición. Tita abusó de la generosidad y del perdón estatales. Sí, eso había dicho el juez durante el juicio. —Todavía la gente de La Habana Vieja me conoce como La Abusadora Estatal. Es náiz, yunó, que los hombres te llamen abusadora, ifyunoguaraimín.
En esta ocasión el objeto abusado no había sido un tractor, tan fundamental en la economía del país. El recurso del estado al que se le había adjudicado un uso indebido era el viejo y maltrecho sillón de la clínica dental, en el cual la dentista atendía a sus pacientes. (Nunca pensé que algo así fuera a ocurrirme, de verdad que no, yo tenía mi novio, joven y goryus me sentía querida y lo quería a él, ¿qué más iba a pedir?, era lo máximo, yunó, lo máximo). Sin embargo, ocurrió. Un atractivo y descarrilado mulato de La Habana Vieja, frecuente paciente de Tita, acabó por sonsacarla dentro de la consulta. La sonsacación tuvo lugar cuando la doctora intentaba alcanzar una muela demasiado escondida en el fondo de la boca del mulato (una muela del juicio enorme, yunó, que me dejó sin juicio arol). Tita hubo de inclinarse riesgosamente hacia su paciente (es que, como ven, no soy muy alta), desventaja que el mulato aprovechó para rozar el pecho de su doctora. (No soy de piedra, yunó, NO SOY DE PIEDRA, ¿OK? Estoy hecha de pura carne cubana, ifyunoguaraimín). El mulato tampoco era de piedra, y de un tirón, con gracejo de deportista (addchualy, es levantador de pesas, yunó), cargó a Tita y la sentó en sus piernas. Estaba muy alterada, no me esperaba aquello, de verdad. No estaba dispuesta a dejarme invadir así por un paciente. Lo miré un segundo y le dije: Espérate, déjame comprobar que la puerta de la consulta está bien cerrada. Inmediatamente la dentista regresó a acomodarse por propia voluntad en las piernas mulatas del pesista.
Allí se meneó hacia arriba y hacia abajo; y como era su costumbre, con la cabeza dirigida al cielo. En este caso concreto dirigida hacia la lámpara de luz fría fundida y llena de telarañas que había en el techo de la consulta. Al cabo de una hora, como nadie respondía a la puerta del consultorio, cundió el espíritu de preocupación revolucionaria por los pasillos de la clínica dental. El director, apoyado por el sindicato y el del núcleo del Partido, llamó por teléfono a los bomberos y les explicó la situación con alguna dificultad pues no se trataba de ningún fuego obvio ni en ciernes. El jefe del núcleo del Partido fue quien encabezó la ascensión por la escalera del camión de bomberos, recostada a la ventana abierta de la consulta. Con un pie colocado en el último escalón y uno adentro de la consulta de Tita, el jefe de núcleo comprobó lo que ya imaginaba. Detrás subieron cuatro bomberos, el director y el representante del sindicato de los dentistas en la clínica. Todos, choqueados por la magnitud de la escena: dos seres, adheridos en un núcleo macizo —o en una masa nucleada—, convulsionaban y gemían en el sillón dental que se encorvaba hacia la derecha con peligro para los presentes. Ni los bomberos, ni el director, ni el ladeo del sillón lograban separar a Tita del mulato, ni al paciente de su dentista (estábamos estiqui, yunó, pegados con goma, llenos de un deseo loco, interminable, qué sé yo, no sé qué era aquello, aidonrrilino, guarever, yunó).
Seis integrantes del Destacamento de Respuesta Inmediata se personaron en la consulta a pedido del Partido. Luego de analizar qué respuesta más rápida sería la apropiada para este hecho inédito en la historia del Destacamento, pusieron manos a la obra y en unos minutos consiguieron salvaguardar la clínica de aquel núcleo de gemidos, convulsiones y gozos. Tita tuvo que comparecer de nuevo ante el juez, acusada de ser una malversadora reincidente de los recursos del estado, y de desacato a los bomberos, al Partido, al sindicato y a la autoridad policial. Durante el juicio, el abogado de Tita trató de que este último cargo fuera desestimado (era un carguito menos, yunó, podía ayudarme a llevar el resto de la carga ifyunoguaraimín). El defensor exigió otros elementos que explicaran mejor el desacato de Tita. Los agentes plantearon que la doctora y su paciente habían des¬obedecido la primera, la segunda y la tercera orden de terminar el coito, abandonar el sillón dental, cubrirse y dar una explicación racional a lo que había ocurrido. Los acusados habían permanecido en una actitud demencial y desobediente de la ley, en especial la dentista, que de alguna manera había bloqueado con sus propias partes las de su paciente. Se usaron cuantos recursos persuasivos había disponibles para llamar a la cordura de los acusados, sin que sirvieran de nada. —Es que no sé lo que tengo o lo que me da cuando me sonsacan de esa manera, ay no sé, pierdo contacto con la realidad; me vuelvo, no sé, guarever y tranco lo que hay adentro de mí, vaya, es algo inconsciente y mágico, qué sé yo, que me saca del mundo.
El rostro del Anciano Mongo reaccionó con una mezcla de asombro y curiosidad a este bocadillo de Tita. Su expresión se volvió descontroladamente intrigada; tanto, que optó por solaparla dirigiéndola hacia la alfombra del teatro. Tita continúa: Dicen que todo el mundo nos habló, que hasta el director me habló, muy náiz él. Yo no oía nada, había perdido mi capacidad auditiva, yo misma estaba perdida, fuera de mí, yunó. Había un gran sentimiento de desconcierto y frustración en la clínica. No había esperanza de que la pareja se desacoplara por propia voluntad, cuando se personaron los seis integrantes del Destacamento de Respuesta Inmediata que resolvieron el dilema. Mientras la doctora y su paciente continuaban convulsionando, dos de los integrantes del Destacamento se tiraron al piso con llaves inglesas de diverso calibre. Serpenteando con cuidado llegaron a la base del sillón dental por su costado derecho, aprovechando la cobertura que les daba el ladeo hacia la izquierda. En unos minutos lo desatornillaron, tiraron una sábana por encima a los adheridos y los montaron con sillón incluido en un camión. En el hospital Calixto García los adormecieron con calmantes inyectados y consiguieron separarlos. El abogado reiteraba que Tita y su paciente se habían trabado como consecuencia de una atracción desconocida y fatal. Aquel largo y desgarrante coito había dejado secuelas no sólo en las partes de la dentista, sino también en su psiquis ceñida al misterio e incapaz de razonar y dar una respuesta. La incapacidad lógica constituyó la estrategia de la defensa. —Déjenme decirles que me han examinado científicos y todo, yunó, y lo único que encuentran, dicen, es una especie de zíper o cierre de carne que se activa en ocasiones en que hago el amor con demasiado gusto, ah, y mucho vapor, dicen que tengo una caldera ahí, yunó, literalmente. Yo, como nunca he entendido lo que me pasa... Sólo me he dejado arrastrar por la inocencia del momento.
miércoles, 17 de marzo de 2010
Miami, un paraíso
Cristina Fernández
John Sewell llegó a Miami en marzo de 1896, un mes antes que el ferrocarril. Enviado por Flagler para desbrozar el terreno donde se construiría el Royal Palm, el hotel de madera más grande que existiera en su tiempo. Aún a bordo del Della y a punto de desembarcar, vio un pequeño caserío abocado a un río. “Eso es Miami”, le dijeron. “¿Pero, y la ciudad?” “Esa es toda la ciudad”. Con él venían doce negros fuertes, doce apóstoles del trabajo rudo, el que los blancos eludían. Pero John Sewell no se apocó y puso manos a la obra.
Durante la homogenización del terreno encontraron un montículo molesto, justo donde se planeaba construir la veranda del hotel. Los futuros turistas, los “petimetres” cogerían el sol en las “rocking chairs”, complacidos de haber escapado al invierno del Norte. Miami sería un paraíso para ellos según le había dicho la señora Julia. El mar los proveería de alimentos frescos, los indios le darían el color local con sus exóticas plumas y dientes de cocodrilos prestos al canje. Ah, pero ese montículo de unos cien pies de altura había que extirparlo, y con él los altos árboles que lo coronaban. No importaba que fuera el punto de referencia de los marineros durante sus incursiones en la bahía.
La sorpresa fue encontrar las tumbas en la cima. Sewell dispuso guardar los huesos en barriles y ponerlos en su caseta de herramientas. Pero luego los huesos se multiplicaron en más cráneos y esqueletos, resguardados por cuentas y utensilios indígenas. Llegado el momento de echar también abajo la caseta hubo que darle otro destino a lo exhumado. Sewell llamó a cuatro de sus negros. Ni una palabra de esto, les pidió. Cavaron un hueco de unos doce pies, vertieron el asunto, y lo rellenaron de arena. Encima se construiría una soberbia residencia, pero los dueños no supieron nunca lo que estaba en los cimientos y ya se sabe que ojos que no ven…. “Gracias a Dios -debe haber pensado Sewell, hombre religioso- que no tuve que darles muerte”. La hostilidad y las enfermedades de los blancos lo habían hecho antes.
Luego de la invasión de la Habana por los ingleses y el canje de ésta por la Florida, los últimos tequestas pidieron ser embarcados hacia Cuba. Supongo que allá dejaron sus huesos pero no adivino qué pasó con ellos. Me gusta imaginar que pudieron mezclarse con los isleños, dejando en nuestra sangre un rastro reconocible de ese lugar llamado Miami, que está cruzando el mar, en la boca de un río, donde dicen que alguna vez estuvo el paraíso.
John Sewell llegó a Miami en marzo de 1896, un mes antes que el ferrocarril. Enviado por Flagler para desbrozar el terreno donde se construiría el Royal Palm, el hotel de madera más grande que existiera en su tiempo. Aún a bordo del Della y a punto de desembarcar, vio un pequeño caserío abocado a un río. “Eso es Miami”, le dijeron. “¿Pero, y la ciudad?” “Esa es toda la ciudad”. Con él venían doce negros fuertes, doce apóstoles del trabajo rudo, el que los blancos eludían. Pero John Sewell no se apocó y puso manos a la obra.
Durante la homogenización del terreno encontraron un montículo molesto, justo donde se planeaba construir la veranda del hotel. Los futuros turistas, los “petimetres” cogerían el sol en las “rocking chairs”, complacidos de haber escapado al invierno del Norte. Miami sería un paraíso para ellos según le había dicho la señora Julia. El mar los proveería de alimentos frescos, los indios le darían el color local con sus exóticas plumas y dientes de cocodrilos prestos al canje. Ah, pero ese montículo de unos cien pies de altura había que extirparlo, y con él los altos árboles que lo coronaban. No importaba que fuera el punto de referencia de los marineros durante sus incursiones en la bahía.
La sorpresa fue encontrar las tumbas en la cima. Sewell dispuso guardar los huesos en barriles y ponerlos en su caseta de herramientas. Pero luego los huesos se multiplicaron en más cráneos y esqueletos, resguardados por cuentas y utensilios indígenas. Llegado el momento de echar también abajo la caseta hubo que darle otro destino a lo exhumado. Sewell llamó a cuatro de sus negros. Ni una palabra de esto, les pidió. Cavaron un hueco de unos doce pies, vertieron el asunto, y lo rellenaron de arena. Encima se construiría una soberbia residencia, pero los dueños no supieron nunca lo que estaba en los cimientos y ya se sabe que ojos que no ven…. “Gracias a Dios -debe haber pensado Sewell, hombre religioso- que no tuve que darles muerte”. La hostilidad y las enfermedades de los blancos lo habían hecho antes.
Luego de la invasión de la Habana por los ingleses y el canje de ésta por la Florida, los últimos tequestas pidieron ser embarcados hacia Cuba. Supongo que allá dejaron sus huesos pero no adivino qué pasó con ellos. Me gusta imaginar que pudieron mezclarse con los isleños, dejando en nuestra sangre un rastro reconocible de ese lugar llamado Miami, que está cruzando el mar, en la boca de un río, donde dicen que alguna vez estuvo el paraíso.
martes, 16 de marzo de 2010
más razones para la IRA
En el suroeste del parque Víctor Hugo, ubicado en la calle I entre 19 y 21 del reparto capitalino del Vedado, se halla levantado este monumento a los huelguistas de hambre irlandeses (militantes del IRA) que murieron en 1981.
La tarja, fundida en bronce, muestra en alto relieve la figura de Prometeo encadenado y cita palabras del discurso acusatorio del Susodicho ante la 68 Conferencia de la Unión Interparlamentaria el 18 de septiembre de 1981. Frases tremendistas que tras la muerte de Orlando Zapata Tamayo, exigiendo sus derechos esenciales como ser humano, se convierten para el dictador en boomerang indeseado.
Pareciera gravitar ante el sarcástico obelisco, aquella reflexión de la celebridad que le da nombre al parque donde colocaron el metálico texto conteniendo tanta desvergüenza. Presagiaba el ilustre Víctor Hugo “un hipócrita es un paciente en el doble sentido de la palabra: calcula el triunfo y sufre un suplicio”. En otras palabras, la demagogia es una perturbación condenada por el tiempo. (JR)
La tarja, fundida en bronce, muestra en alto relieve la figura de Prometeo encadenado y cita palabras del discurso acusatorio del Susodicho ante la 68 Conferencia de la Unión Interparlamentaria el 18 de septiembre de 1981. Frases tremendistas que tras la muerte de Orlando Zapata Tamayo, exigiendo sus derechos esenciales como ser humano, se convierten para el dictador en boomerang indeseado.
Pareciera gravitar ante el sarcástico obelisco, aquella reflexión de la celebridad que le da nombre al parque donde colocaron el metálico texto conteniendo tanta desvergüenza. Presagiaba el ilustre Víctor Hugo “un hipócrita es un paciente en el doble sentido de la palabra: calcula el triunfo y sufre un suplicio”. En otras palabras, la demagogia es una perturbación condenada por el tiempo. (JR)
El toro sufre, ¿y qué?
Intersante pieza de Savater para El País. Algo vaga con la tauromancia… ¿barbárica o no? Savater le da de lado a imaginar el toro, lo que siente. El filósofo imagina la merluza y los gatos capados. ¡Qué felino! Sorprende que el Savater crítico se deje llevar por la hípica a la hora de lo tauromáquico. Siempre nosotros. Para nos, todo animal es comida.
Pero el hecho es que podemos imaginar ser otro. Podemos, porque tenemos esa facultad: La empatía. Ponernos en los cuernos del toro. Eso es humano. Y no se ve bien ser toro y que lo toreen a uno. Sobran las palabras. Savater termina, algo incómodo, con una nota casi-humanística.
Lo que más jode de la práctica es el engaño, que te hagan creer que el toro y el humano están a la par, en un teatro brutal en que el animal es ablandado para el torero. De que sufre sufre, pero eso qué importa. Una vez tuvimos gladiadores, hemos mejorado.
Por ello de no meternos forro, aquí otra versión menos filosófica, más torística (si cabe la palabra, advierto, la imagen es lastimosa).
lunes, 15 de marzo de 2010
hambruna
om ulloa
prev. publicado en revista contratiempo, n. 38, p. 32 (2006) y Vocesueltas: Cuatro cuentistas de Chicago (2007)
quien no sabe lo que es pasar hambre con el estómago lleno ni se lo puede imaginar. hasta que se sienten las tripas estrujarse e inflarse en su interior mientras la cabeza da vueltas y escucha la mente soltar eructos de pena. mientras, como él, se camina bajo un sol aniquilador y ve cómo caen los mangos y los aguacates de la mata, olorosos, maduros, saciando el hambre de todos menos la suya propia. eso no es hambre, lo que se dice hambre, le dicen todos. es mas bien una sed inmensa. pero tampoco. había ríos mansos tocándole los pies. había arroyuelos frescos en la campiña de todos los lugares. él nunca había oído hablar de triglicéridos y calorías. pero sí de silencio en medio de aullidos de jaurías. toda su vida había tenido hambre, y como resultado siempre lo sentaban delante de un plato de arroz y frijoles.
con el tenedor en la mano, después de arañar el plato de latón esmaltado, él siempre seguía sintiendo hambre. no importaba si se escondía en el cañaveral a chupar trozos de caña, él seguía teniendo hambre. en la calle siempre se encontraba algo, hamburguesas de patas de pollo molidas, pizzas de queso de soya, pan con bistec hechos de trapos de limpiar el piso que un astuto había aliñado durante días en vinagre y sal, sazonados con salsa de tomate enlatada y oscurecidos con infusiones de hojas de guayaba. después de tragar el último bocado, seguía sintiendo hambre. y mucha sed, aunque se bebiera todo el guarapo, todo el jugo de mango, todo el mar que lo rodeaba. hambre, hambre constante, ése era su estado natural. no le importaban las mujeres, ni las canciones de moda, ni los discursos del jefe supremo. su hambre desbocada ya no se merecía el nombre. era ya hambruna de haberse pasado toda una vida aniquilado. de una vida parqueado en el medio del caribe, esperando.
aquí la espera desespera, le decían, y a él le daba por sentir hambre. cada día la gente le pasaba por el lado y él ya ni se daba cuenta. todos iban apurados, corriendo de aquí para allá, igual que él, buscando algo que comer. sudaban, hablaban, uno a otro se preguntaban que dónde había cola. que qué estaban repartiendo hoy. y para allá iban, a coger boniatos, chícharos, lo que hubiera. contentos volaban a sus casas jaba en mano, satisfechos de haber conseguido algo, por mínimo que fuera. después se saciaban y se sentaban a ver las novelas brasileñas en calzoncillos y sin camisa. o se iban a la playa a enjuagarse el hambre con un aderezo de salitre. salían a las discotecas a bailar la música del enemigo. a gozar la vida, decían. y no dejaban de singar con sus mujeres, con sus maridos. y tenían más y más hijos. más bocas y almas que alimentar y prostituir en medio de la hambruna. qué horror, pensaba él, que no podía pensar en esas cosas. él que ya no podía hacer otra cosa que comer para saciar el insaciable llanto de hambruna. y volver a sentir hambre después de descargar el inodoro. y la sed. la sed era delirante.
a veces hasta le faltaba el aire y entonces gritaba, escondido en algún lugar para que nadie lo oyera. no era prudente que lo oyeran decir que tenía hambre, porque comer, lo que se dice comer, él comía todos los días. y como todos los días, se acercaba al mar, que siempre estaba en alguna parte, sin importar en qué dirección caminara. y lo maldecía, al mar. siempre repetía las mismas palabras. maldito mar. por qué me envuelves aquí, sofocado. por qué tengo tanta hambre. por qué no me conformo con la comida masticada que me escupen a diario. y gesticulaba en silencio mientras vociferaba reproches que nadie escuchaba. quiero llenarme la boca de aire que no tenga salitre. de aire que no me pique los pulmones. quiero salir de esta fonda obrera y comer fuera. en restaurantes sin ojos chivatos y vestido de luz. quiero comer libros. masticar a borges vargas llosa sontag cabrera infante piñera. y de postre quiero los de arenas espolvoreados sobre el pudín y después del café quiero sorber boleros de celia cruz. quiero desayunarme parís, almorzarme roma y cenarme madrid. quiero merendar nueva york. comer, comer donde yo quiera. beberme ríos contaminados de historia como el siena. quiero flotar en ríos que no sean tan cautos que no me lleven a los grandes océanos. mearme en el hudson, a plena vista del mundo. tomar té en china, buenos aires y londres, y luego colgarme de la aguja del big ben y suicidarme de un empacho de té. quiero volar más allá de ti, mar. flotar y hasta ahogarme en tu fondo para dejar de tener hambre, mar. maldito mar eres.
el inmenso carcelero azul siempre le respondía con el silencio de su belleza, con el susurro de sus olas tibias y transparentes. y como siempre, ya el sol se ponía, espléndido, inmenso. entonces, los negritos que se bañaban en la playa se veían más oscuros aún, maravillosas sombras felices salpicándose de salitre. sus madres los llamaban. a comer, que salieran del agua, que era hora de comer. hora de comer y él con tanta hambre. y los negritos salían disparados, hambrientos, corriendo, saltando, mojándolo a él, que estaba sentado en el muro del malecón gesticulando al horizonte, pateando el mar. al pasar por su lado los negritos le sacaban la lengua, la misma con la que luego iban a suavizar el arroz y los frijoles ayudada por la saliva hasta digerir el alimento, la masa húmeda que les iba a caer en el estómago y se iba a quedar allí mientras dormían, haciéndolos sentir satisfechos mientras el hambre de él aumentaba, en la noche. hambre con humedad y oscuridad, peor aún. aquella sensación de hambre nocturna era inaguantable bajo las estrellas y entre las callejuelas oscuras, porque un día más y no había luz. en la oscuridad nada se ve, ni siquiera el hambre, deben pensar los que mandan.
los mandamás que comen garcía márquez, tan fácil de digerir. y mientras, él camina y toda la habana huele a frijoles y carne frita en manteca de cerdo. huele a sopa de pollo. huele a café molido con chícharos. la gente grita y no dice nada. grita en silencio que la vida es así, qué le vamos a hacer. conversan. cantan. eso sí, mucha música para facilitar la digestión de la bola de mentiras. de vez en cuando un susurro. alguien se le queda mirando, lo observa mientras él camina y murmura “hambre, tengo hambre, tengo hambre”. los ojos lo siguen. una mujer en chancletas choca con él y le dice: “ay mijo, aquí el hambre hace ola”. y se ríe, dentadura blanca y perfecta, antes de añadir: “ …y sobre todo cola, aquí el hambre hace mucha cola”. la mujer se va, atacada de la risa, y él la maldice por la felicidad que su hambre le provoca. ella también tiene hambre, pero se conforma, hace cola y ya, se acabó el hambre. él no, él no puede, por eso sigue caminando, perdido entre adoquines desgastados. un oficial de la policía lo para en una esquina y le pide el carnet: “a ver, compañero” “… del alma, compañero”, contesta él y añade, “tengo hambre, le juro que tengo mucha hambre”. el policía lo apunta con su linterna. “déjese de jueguitos”, le responde y le entrega el carnet. antes de irse, el policía le agarra el brazo para atraerlo cerca. “vete para tu casa y no te busques una jodienda en la calle, mi hermano”, le sopla al oído. él menea la cabeza, sin oírlo. “de verdad que tengo hambre”, repite, pero el policía se ha ido alejando, observándolo de reojo.
la ciudad oscura lo envuelve y el hambre lo asfixia entre brisas marinas. desesperado toca a una puerta. se abre y se asoma una mulata jovencita, bonita. “tengo hambre”, dice él ya llorando de desespero. la muchacha lo mira, desconfiada, interrogante, sin atreverse a abrir la puerta del todo. “chica, que tengo hambre”, repite él, sollozando impaciente entre lagrimones, pero pasivo. “oye, mami, aquí hay tremendo loco”, grita la muchacha. se asoma otra mulata, mayor, seria. “qué te pasa”, le pregunta al hombre que llora. “tengo hambre”, responde él, ya casi hipando del llanto, como un niño. “entra”, dice la mujer, y mira hacia ambos lados de la acera a ver quién ha visto al hombre. la persiana de la casa de enfrente se cierra despacio. entran a un cuarto alumbrado por una vela. “dale un poco de arroz y frijoles”, le indica la madre a la hija. “no, no”, grita él, “yo lo que tengo es hambre… hambre de verdad”. la mujer se le queda mirando. se le acerca y lo abraza. sshh, le murmura. el hombre se aferra a la mujer, desconsolado. “aquí todos tenemos hambre de verdad, mi amor”, le dice bajito y le pasa la mano por la cabeza. él llora, abrazando más fuerte a la mujer. la mulatica se ha quedado mirándolos mientras murmura, huraña: “mami, a este tipo le faltan todas las tejas, no te metas en líos”. con un gesto la madre la manda para la cocina a traerle un plato de comida al desconocido abrazado a ella. cuando la hija regresa, lo echa a un lado con cuidado. “mira, mi cielo, come esto”, le dice con voz calmada, musical y tierna. “come esto mientras tanto, hasta que puedas comer… de verdad. anda, mi vida, come esto mientras tanto”. el hombre la mira y la ve borrosa, oscura. una masa abstracta que le habla con ternura como si él fuera un loco. la mujer sonríe y lo mira con tristeza, acercándole el plato. la llama de la vela tiembla mientras él mastica con ansia, inhalando y exhalando el vaho de la comida porque sabe que aquí nunca va a haber suficiente alimento para su hambre. para su hambre de verdad.
prev. publicado en revista contratiempo, n. 38, p. 32 (2006) y Vocesueltas: Cuatro cuentistas de Chicago (2007)
quien no sabe lo que es pasar hambre con el estómago lleno ni se lo puede imaginar. hasta que se sienten las tripas estrujarse e inflarse en su interior mientras la cabeza da vueltas y escucha la mente soltar eructos de pena. mientras, como él, se camina bajo un sol aniquilador y ve cómo caen los mangos y los aguacates de la mata, olorosos, maduros, saciando el hambre de todos menos la suya propia. eso no es hambre, lo que se dice hambre, le dicen todos. es mas bien una sed inmensa. pero tampoco. había ríos mansos tocándole los pies. había arroyuelos frescos en la campiña de todos los lugares. él nunca había oído hablar de triglicéridos y calorías. pero sí de silencio en medio de aullidos de jaurías. toda su vida había tenido hambre, y como resultado siempre lo sentaban delante de un plato de arroz y frijoles.
con el tenedor en la mano, después de arañar el plato de latón esmaltado, él siempre seguía sintiendo hambre. no importaba si se escondía en el cañaveral a chupar trozos de caña, él seguía teniendo hambre. en la calle siempre se encontraba algo, hamburguesas de patas de pollo molidas, pizzas de queso de soya, pan con bistec hechos de trapos de limpiar el piso que un astuto había aliñado durante días en vinagre y sal, sazonados con salsa de tomate enlatada y oscurecidos con infusiones de hojas de guayaba. después de tragar el último bocado, seguía sintiendo hambre. y mucha sed, aunque se bebiera todo el guarapo, todo el jugo de mango, todo el mar que lo rodeaba. hambre, hambre constante, ése era su estado natural. no le importaban las mujeres, ni las canciones de moda, ni los discursos del jefe supremo. su hambre desbocada ya no se merecía el nombre. era ya hambruna de haberse pasado toda una vida aniquilado. de una vida parqueado en el medio del caribe, esperando.
aquí la espera desespera, le decían, y a él le daba por sentir hambre. cada día la gente le pasaba por el lado y él ya ni se daba cuenta. todos iban apurados, corriendo de aquí para allá, igual que él, buscando algo que comer. sudaban, hablaban, uno a otro se preguntaban que dónde había cola. que qué estaban repartiendo hoy. y para allá iban, a coger boniatos, chícharos, lo que hubiera. contentos volaban a sus casas jaba en mano, satisfechos de haber conseguido algo, por mínimo que fuera. después se saciaban y se sentaban a ver las novelas brasileñas en calzoncillos y sin camisa. o se iban a la playa a enjuagarse el hambre con un aderezo de salitre. salían a las discotecas a bailar la música del enemigo. a gozar la vida, decían. y no dejaban de singar con sus mujeres, con sus maridos. y tenían más y más hijos. más bocas y almas que alimentar y prostituir en medio de la hambruna. qué horror, pensaba él, que no podía pensar en esas cosas. él que ya no podía hacer otra cosa que comer para saciar el insaciable llanto de hambruna. y volver a sentir hambre después de descargar el inodoro. y la sed. la sed era delirante.
a veces hasta le faltaba el aire y entonces gritaba, escondido en algún lugar para que nadie lo oyera. no era prudente que lo oyeran decir que tenía hambre, porque comer, lo que se dice comer, él comía todos los días. y como todos los días, se acercaba al mar, que siempre estaba en alguna parte, sin importar en qué dirección caminara. y lo maldecía, al mar. siempre repetía las mismas palabras. maldito mar. por qué me envuelves aquí, sofocado. por qué tengo tanta hambre. por qué no me conformo con la comida masticada que me escupen a diario. y gesticulaba en silencio mientras vociferaba reproches que nadie escuchaba. quiero llenarme la boca de aire que no tenga salitre. de aire que no me pique los pulmones. quiero salir de esta fonda obrera y comer fuera. en restaurantes sin ojos chivatos y vestido de luz. quiero comer libros. masticar a borges vargas llosa sontag cabrera infante piñera. y de postre quiero los de arenas espolvoreados sobre el pudín y después del café quiero sorber boleros de celia cruz. quiero desayunarme parís, almorzarme roma y cenarme madrid. quiero merendar nueva york. comer, comer donde yo quiera. beberme ríos contaminados de historia como el siena. quiero flotar en ríos que no sean tan cautos que no me lleven a los grandes océanos. mearme en el hudson, a plena vista del mundo. tomar té en china, buenos aires y londres, y luego colgarme de la aguja del big ben y suicidarme de un empacho de té. quiero volar más allá de ti, mar. flotar y hasta ahogarme en tu fondo para dejar de tener hambre, mar. maldito mar eres.
el inmenso carcelero azul siempre le respondía con el silencio de su belleza, con el susurro de sus olas tibias y transparentes. y como siempre, ya el sol se ponía, espléndido, inmenso. entonces, los negritos que se bañaban en la playa se veían más oscuros aún, maravillosas sombras felices salpicándose de salitre. sus madres los llamaban. a comer, que salieran del agua, que era hora de comer. hora de comer y él con tanta hambre. y los negritos salían disparados, hambrientos, corriendo, saltando, mojándolo a él, que estaba sentado en el muro del malecón gesticulando al horizonte, pateando el mar. al pasar por su lado los negritos le sacaban la lengua, la misma con la que luego iban a suavizar el arroz y los frijoles ayudada por la saliva hasta digerir el alimento, la masa húmeda que les iba a caer en el estómago y se iba a quedar allí mientras dormían, haciéndolos sentir satisfechos mientras el hambre de él aumentaba, en la noche. hambre con humedad y oscuridad, peor aún. aquella sensación de hambre nocturna era inaguantable bajo las estrellas y entre las callejuelas oscuras, porque un día más y no había luz. en la oscuridad nada se ve, ni siquiera el hambre, deben pensar los que mandan.
los mandamás que comen garcía márquez, tan fácil de digerir. y mientras, él camina y toda la habana huele a frijoles y carne frita en manteca de cerdo. huele a sopa de pollo. huele a café molido con chícharos. la gente grita y no dice nada. grita en silencio que la vida es así, qué le vamos a hacer. conversan. cantan. eso sí, mucha música para facilitar la digestión de la bola de mentiras. de vez en cuando un susurro. alguien se le queda mirando, lo observa mientras él camina y murmura “hambre, tengo hambre, tengo hambre”. los ojos lo siguen. una mujer en chancletas choca con él y le dice: “ay mijo, aquí el hambre hace ola”. y se ríe, dentadura blanca y perfecta, antes de añadir: “ …y sobre todo cola, aquí el hambre hace mucha cola”. la mujer se va, atacada de la risa, y él la maldice por la felicidad que su hambre le provoca. ella también tiene hambre, pero se conforma, hace cola y ya, se acabó el hambre. él no, él no puede, por eso sigue caminando, perdido entre adoquines desgastados. un oficial de la policía lo para en una esquina y le pide el carnet: “a ver, compañero” “… del alma, compañero”, contesta él y añade, “tengo hambre, le juro que tengo mucha hambre”. el policía lo apunta con su linterna. “déjese de jueguitos”, le responde y le entrega el carnet. antes de irse, el policía le agarra el brazo para atraerlo cerca. “vete para tu casa y no te busques una jodienda en la calle, mi hermano”, le sopla al oído. él menea la cabeza, sin oírlo. “de verdad que tengo hambre”, repite, pero el policía se ha ido alejando, observándolo de reojo.
la ciudad oscura lo envuelve y el hambre lo asfixia entre brisas marinas. desesperado toca a una puerta. se abre y se asoma una mulata jovencita, bonita. “tengo hambre”, dice él ya llorando de desespero. la muchacha lo mira, desconfiada, interrogante, sin atreverse a abrir la puerta del todo. “chica, que tengo hambre”, repite él, sollozando impaciente entre lagrimones, pero pasivo. “oye, mami, aquí hay tremendo loco”, grita la muchacha. se asoma otra mulata, mayor, seria. “qué te pasa”, le pregunta al hombre que llora. “tengo hambre”, responde él, ya casi hipando del llanto, como un niño. “entra”, dice la mujer, y mira hacia ambos lados de la acera a ver quién ha visto al hombre. la persiana de la casa de enfrente se cierra despacio. entran a un cuarto alumbrado por una vela. “dale un poco de arroz y frijoles”, le indica la madre a la hija. “no, no”, grita él, “yo lo que tengo es hambre… hambre de verdad”. la mujer se le queda mirando. se le acerca y lo abraza. sshh, le murmura. el hombre se aferra a la mujer, desconsolado. “aquí todos tenemos hambre de verdad, mi amor”, le dice bajito y le pasa la mano por la cabeza. él llora, abrazando más fuerte a la mujer. la mulatica se ha quedado mirándolos mientras murmura, huraña: “mami, a este tipo le faltan todas las tejas, no te metas en líos”. con un gesto la madre la manda para la cocina a traerle un plato de comida al desconocido abrazado a ella. cuando la hija regresa, lo echa a un lado con cuidado. “mira, mi cielo, come esto”, le dice con voz calmada, musical y tierna. “come esto mientras tanto, hasta que puedas comer… de verdad. anda, mi vida, come esto mientras tanto”. el hombre la mira y la ve borrosa, oscura. una masa abstracta que le habla con ternura como si él fuera un loco. la mujer sonríe y lo mira con tristeza, acercándole el plato. la llama de la vela tiembla mientras él mastica con ansia, inhalando y exhalando el vaho de la comida porque sabe que aquí nunca va a haber suficiente alimento para su hambre. para su hambre de verdad.
sábado, 13 de marzo de 2010
lo que Miguel Delibes enseña al cubano
Delibes se va(17 de octubre de 1920-12 de marzo de 2010) legando paciencia contemplativa, una diatriba consensual con el devenir histórico, un monólogo interior (femenino) difícil de sacudirnos de la conciencia –sobre todo a aquellos que hemos vivido una dictadura. Quiso mucho a su terruño Valladolid, allí miró muchísimo al cielo adivinándole el vuelo a las aves -su afición. Pertenece al grupo de escritores que se quedó en España durante el franquismo, para seguir escribiendo en aquel lenguaje cifrado, y nunca directo. Pero nada más tramposo suponer que nada sucede bajo la aparente inercia y desazón de la posguerra. Marguerite Yourcenar decía que no hay peor engaño que el de la tranquilidad; en esta literatura (fundamental para atisbar a comprender la literatura que se escribe en Cuba ahora) es donde se fragua el peculiar Bildungsroman del inxiliado. Bajo la aparente mortandad reinante, se alude por elisión, el pulso de una sociedad oprimida y dañada, a veces desde el tremendismo raigal (La familia de Pascual Duarte, del censor Camilo José Cela), la más pavorosa abulia de la postguerra (ahí resplandecen de Carmen Laforet, Nada, dialogando con La Plaza del diamante de Mercé Rodoreda -desde su exilio en Francia), o la frialdad narrativa del realismo social o conductivismo (El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio), hasta el experimento cientificista del realismo dialéctico (Tiempo de silencio del casi suicida Martín Santos). Delibes se quedó junto a muchos otros a palpar esa España enferma como metáfora expansiva para esta literatura. El país se sumerge en un aislamiento cultural, donde la doble censura (eclesial y política) trae como resultado una novela evasiva o panfletaria, pero también a toda una literatura que se perfila entonces marcada por el signo de la censura y el miedo. Cinco horas con Mario (1966), considerada la obra maestra de Delibes -tal vez superada por Los santos inocentes (1982), explora precisamente a las "dos Españas": la ultraconservadora (en el poder) y la liberal y progresista maniatada o exiliada –muchos escritores se fueron para conformar la “España peregrina” (los cubanos tenemos nuestro "Exilio invisible" que acuñara Cabrera Infante, producto un descalabro parecido). A través del soliloquio de Carmen frente al féretro de su esposo, se traslucen las recurrentes preocupaciones sociales de los escritores de este siglo. Presenciamos la exquisita purgación de una mujer víctima y victimaria, expresada en un lenguaje coloquial que, como un rosario de lamentaciones, va descubriéndonos la vida de la protagonista. Delibes capta con precisión la intimidad de la mujer de clase media y sus valores franquistas contrapuestos a los valores liberales del difunto. A los cubanos nos dura 50, y surge la empatía inevitable con el sentir de los españoles triturados por la dictadura asfixiante que les rindiera 36 años.