Ernesto González
Los cocos que Blanquita —la mayor de las dos—, traía desde Santa María del Rosario, en guagua, de casa de unos guajiros que se los regalaban porque las compadecían. Pobre Beba, que colocó la foto de su hija en la sala y que, al verla un amigo mío un día que las visitábamos, no supo entender que aunque la madre hablara de «la niña» en términos tan presentes, en realidad había muerto tantos años atrás. Pobre Beba, que cambiaba la ropa de cama de «la niña» y jamás regaló sus pertenencias ni a un necesitado, porque hubiera sido profanar su recuerdo. Las tías, como se dejaban llamar cariñosamente por mí, deben estar achacosas, aunque me las imagino —sobre todo a Beba— todavía sudando al filo del mediodía junto a la tumba, y a Blanquita peleándole porque descuidaba su salud, sin recordar los cientos de libras de coco que había cargado ella, para convertir en dulce, dinero y flores para la muerta, en vez de para reparar el cuarto que se les venía encima. Ellas son así: no tienen remedio. Me detengo. La magia viva dentro de estos solares me atrae demasiado. Tengo que mirar con cuidado. Si enciendo un cigarro llamaré menos la atención. Pensarán que estoy esperando a alguien. Descubro una ventana completamente abierta sobre un espacio que los residentes de ese cuarto han ganado robándoselo a una acera que no lo necesita. Veo la cocina de luzbrillante que una mulata se empeña en mantener encendida. Está friendo unas papas que quizás, si continúa esmerándose como lo hace, no le quedarán con sabor a combustible.
Su hombre ya llegó del trabajo, se bañó y está reposando en la improvisada cama del cuarto contiguo a la cocinita. Desde aquí lo veo leyendo el periódico, que es lo único que lee siempre, con un pijama blanco confeccionado con la tela de los sacos de harina que de seguro le regaló el bodeguero, sin medias ni camisa, con sus tobillos anchos, uno encima del otro, sujetando con una mano tan grande que pudiera estrujar el mundo, el periódico doblado por la página deportiva. Al costado, en el piso, ha colocado sus botas de trabajar y sus medias sudadas dentro. Hasta aquí me llegan la reminiscencia de ese olor, y me agrada. Es el sudor del cansancio del día que deja sus huellas en las medias y en la camisa que está colgada de un clavo —junto al pantalón—, al otro costado de la cama. Ella, estoy seguro, también lo siente, lo huele cada día a esta hora, Al recibirlo con un beso, siente las huellas del cansancio que saltan de sus axilas o de su pelo sucio y enmarañado, de los pies de su hombre, cuando los desnudó con gestos desesperados porque lo vencía una oleada de agotamiento tan fuerte como una convulsión.
Me gusta el olor del pie cansado del hombre, que hace con el cuerpo y que le sobra sudor para traer algo de vuelta. Como se ha bañado, el cuerpo del hombre rechazó las huellas que él cree abandonadas hasta el día siguiente y que en realidad sobreviven por el cuarto. Ahora se levanta: el hambre le ha cedido terreno al cansancio. Camina hacia su mujer y la abraza. Ella lo mira, le sonríe y lo deja hacer. Por poco me ven. Ella recoge con la espumadera la última remesa de papas del sartén, y las coloca en el plato. Él estira una de sus manos hacia un seno que se vuelve ínfimo por el contraste; y lleva la otra al plato de papas fritas, de donde toma unas cuantas y las mastica. Le besa la nuca con los labios grasientos y ella protesta —disfruta— con un gemido. Le pide perdón volviéndola y abrazándola. Entonces, ambos se olvidan de las papas fritas, del olor a luzbrillante y del olor del cansancio que flota por el cuarto. Todo se confunde mientras él la arrastra hacia la cama y es ella quien empieza a despedir sus humores, a oler a hembra mojada, a exigir. No puedo quedarme aquí, pudieran verme.
Echo a andar, los dejo lo suficientemente desnudos como para pertenecerse mil veces uno al otro, sin importar el arroz ni los frijoles olvidados, ni las papas —frías—, ni la deshora... Continúo caminando Merced abajo, tal parece que sigo detenido, por la similitud de las escenas que veo y me maravillan. Mujeres trigueñas, mulatas y negras que cocinan para sus maridos, solazándose en las escasas horas que pueden estar con ellos antes de irse a dormir abrazados, agotados. Aunque casi no hablen y no medien—por parte de él— tantas caricias, porque no es de esos, ellas disfrutan la lejana presencia del varón que, en la puerta del solar, rodeado de amigos, le transmite cierta seguridad en la órbita de demasiadas desdichas. Si es mucho el cansancio y la digestión lenta, el sueño desplazará al amor hasta la madrugada o el amanecer.
Momentos antes de saltar de la cama, con la boca copada por el aliento pastoso, comenzarán el día con el íntimo reconocimiento que no se sacia nunca y que ella no tendrá necesidad de exigir. Las más avispadas —en cualquier caso la mayoría— cavilan también sobre la forma de renovar el placer de su hombre, aderezando el amor, sugiriendo posturas, complaciéndolo —al fin— con retener su fertilidad para siempre, y que no suceda como con el padre de sus hijos, que voló del cubil por no darse con ella el gusto que le reclamaba la amante de turno y que venció a pesar de no haberle parido nunca.
Por su lado, ellos, en el trabajo, recostados al buldózer, sentados sobre los ladrillos o las enormes tuberías de gas que van a colocar en las zanjas abiertas, repiten a sus compañeros la promesa de sus mujeres, de conseguir a golpe de soborno con el bodeguero, la cerveza fría e impostergable, la comida pobre pero sabrosa que los espera y a la que contribuyen con una jaba que devuelven llena al viandero; o comentan la necesidad que tienen de unas planchas de madera que interrumpan el paso de los ojos curiosos de los vecinos de arriba y además eliminen el peligro de caerles encima, y la pintura de color claro que han de resolver por una vía condenable, para remozar el cuarto y nacerle una sonrisa a su mujer. Y antes de comenzar a sudar de nuevo, van a vanagloriarse de cuánto la penetraron la noche última, con palabras y expresiones gastadas que apoyen exageraciones para ellos imprescindibles...
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