Ramón Alejandro
Se daba también la curiosa casualidad de que fuera precisamente ese lugar el mismo en donde mi madre me diera de comer aquellas sabrosísimas tortillas de huevo, cebolla y papa. Bebiendo ese refresco llamado Orange Crush, que era de un color tan intensamente anaranjado que manchaba la ropa, y que venía en una extraña botella acanalada de vidrio muy oscuro. Porque ese refresco se podía llegar a poner de un colorido eléctrico casi fosforescente. Cuando al revolverlo con leche condensada usando una cuchara que uno se chupaba después para aprovechar bien hasta la última gotica toda la dulzura de esa densa substancia que permanecía aún adherida a su frío metal. Todo esa elaboración alquímica se me antojaba algo maravillosamente artificial, moderno y nunca antes visto. Algo vagamente usurpado al extranjero, y bastante exaltante.
Tan extraño a los procedimientos habituales y a las substancias y materias corrientes que de costumbre me rodeaban. Que hundiéndome en una profunda ensoñación me hacía creerme a punto de estar accediendo a una espontánea iniciación personal a los misterios de esa escandalosa modernidad venida del Norte. Ese país desde donde nos estaban llegando por aquel entonces tantos nuevos materiales plásticos, automóviles de audaz diseño y muñequitos de Flash Gordon volando dentro de naves espaciales por planetas de otros sistemas solares. Infinitamente ocultos en el seno del helado abismo sideral que se abría en descomunal bostezo entre de las más lejanas e insospechadas galaxias.
En esos días de ocio yo mataba el tiempo restregando lascivamente mi barriguita sobre la arena de la playa. Vacilando al mismo tiempo a los varoncitos de mi misma edad con quienes jugueteaba a veces. Y también a algunos mayorcitos que ya estaban echando sus pelitos dentro de esa hendidura que se les abría sobre el mismo hueso del esternón, entre sus ya abultados músculos pectorales. Allí yo le daba candela por detrás al caracol prestado en el que se metían los macaos para hacerlos salir despavoridos de su concha ricamente nacarada por dentro.
Viéndoles bien detenidamente como aquel vientre blando y blancuzco se exponía obscenamente a los ardientes rayos del sol habanero. Porque esos macaos eran unos inquilinos oportunistas que se colaban por cuenta propia en cualquier caracol abandonado por su original artífice creador. Y siendo simples moluscos ya habían inventado la manera de alojarse sin pagar alquiler, como suelen hacer ciertos seres humanos. Allí mismo era donde contemplaba a los bancos de majúas que se cobijaban a la sombra de aquella glorieta en la que los músicos se ponían de vez en cuando a tocar viejas melodías que nos ponían melosos. Porque melodía, miel y meloso tienen algo que ver con la música que nos endulza el alma. Con el melao de la caña que es prieto como los morenos que endulzan la raza cubana con el terciopelo de su epidermis rebosante de melatonina. Que Melania quiere decir la negra. Y demasiado se asemejan los vocablos que en griego designan a la música, y a lo negro, para que tanta semejanza resulte gratuita y no signifique algo importante a un nivel muy profundo. A lo mejor es el sentido oculto de esa misteriosa noche que junto con Cuba eran las dos novias del poeta. Música, noche y cuerpo de la Isla negra como el humus que sustenta la vegetación que nos nutre, ese mismo humus que finalmente nos devora.
3 comentarios:
esa orangina de que hablas nunca la probe.
Que Melania quiere decir la negra. Y demasiado se asemejan los vocablos que en griego designan a la música, y a lo negro, para que tanta semejanza resulte gratuita y no signifique algo importante a un nivel muy profundo.
no entiendo precisamente el por que de este aparte, pero digamos que no podriamos estar mas de acuerdo...
Gracias Ramon. Como te va por Paris? Me acuerdo la noche que pasamos en casa de un amigo pintor comun bebiendo y haciendo anecdotas del Paris de los 60. =Cogimos tremenda nota y terminamos a las 4 de la manana y te lleve a tu cuartico y me regalaste un dibujo.
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