Ernesto González
Que Grace Slick haya nacido en Highland Park, un suburbio de Chicago, no es razón suficiente para acordarme de ella en tiempos como estos. No lo es tampoco el hecho de que haya convertido a Somebody to Love en un hit que invirtió el viejo sentido de las letras de las canciones. El cliché de «dar es mejor que recibir», hasta ese momento reservado para puritanos de boca para afuera, la temporada de Navidad y las monjes calvos, adquiría, en la composición de Darby Slick, un placer extraño para la estructura dominante del yo/lo mío, cierto altruismo carente del peso de las obligaciones, del gravamen de vivir en función de la imagen. Le daba un toque rockero a la insuperable tesis desarrollada por Erick From en “El arte de amar”. La letra de Somebody to Love, y el poderoso arreglo, en conjugación y a la vez sobrepasados por la garganta de Grace, otorgaban legitimidad al antiguo cliché y provocaron un salto de honestidad en los códigos de la década anterior. ¿Por qué no me amas? se volvía una pregunta irrelevante de cara a consideraciones sociales y psicológicas, más abarcadoras e interesantes que las necesidades sin fin del ego, ese sucedáneo de los agujeros negros del cosmos que absorbe cuanto caiga en él. Hasta la respuesta al ¿por qué no me amas?, se volvía innecesaria. La acción de Amar las respondía. Pensarla, verbalizarla y repetirla era patético. Es patético.
Tampoco me acuerdo ahora de Grace por ser la autora de dos clásicos psicodélicos como White Rabbit y Lather. En White combinó el ritmo del Bolero de Ravel, en un irrefrenable crescendo, con fragmentos de “Alicia en el país de las maravillas”. Lather, se lo inspiró su primer novio de la banda, el menos joven de sus integrantes, y sin embargo, un crío demasiado sediento de caricias maternales para una mujer del temple de la Slick. Spencer Dryden, con esa mirada en espera de una reprimenda, pasaba horas escribiendo canciones que nunca se interpretarían. Grace convirtió la permanente infancia de Spencer en un clásico:
Lather was thirty years old today,
And Lather came foam from his tongue.
He looked at me eyes wide and plainly said,
“Is it true that I’m no longer young?”
And the children call him famous
What the old men call insane,
And sometimes he’s so nameless
That he hardly knows what game to play
Grace Slick me viene a la memoria en este minuto porque experimentó un nivel de consciencia diferente del waking state en el cual nos comportamos como máquinas que comen, defecan, hacen sexo y hasta escriben libros y se matan. Y porque reconoció que para hacer suyo permanentemente ese estado, era necesario pagar. Y pagar muy bien. Jonis, que trataba a Grace con actitud protectora y de «compruébalo tú misma cuando te toque», no quiso regresar de donde había estado, y nadie le habló de pagar. De seguro otros rockeros han mencionado estos precios no sujetos a los caprichos de las etiquetas rojas, los descuentos y los regateos, pero sólo se lo he escuchado decir a Stevie Perry y a la Slick.
El peyote y el proceso de componer White Rabbit, ayudaron a Grace a entender mejor su inexplicable atracción por la cultura española, por la asiática, y quizás contribuyeron a disolver su resentimiento por haber dejado de ser rubia natural. Una vez comprobó, con una peluca dorada en su cabeza, la atracción que podía ejercer en el mismo bar que había abandonado un rato antes con su pelo natural, oscuro, al descubierto. White Rabbit, Lather, el peyote y un boniato americano, un sweet potato, podrían estar entrelazados con esa infinita ampliación de la mirada de Grace, quien empezó a sentirse bien con su pelo oscurecido en la adolescencia, preciosamente blanco y aceptado en la vejez.
En el Fillmore Auditorium de San Francisco, se congregaban los jóvenes rockeros de diversas culturas y estratos, e idéntica apariencia. The Great Society, con la Slick, abría el show de uno de los grupos más populares del área de la bahía: Jefferson Airplane. Al llegar los músicos en la camioneta, los jóvenes abandonaban la cola de entrada para ayudarles a bajar los instrumentos. Conversaban. Hacían chistes. En el Fillmore no había detectores de metales ni guardias de seguridad, no existía VIP, ni la presencia de patrocinadores obliteraba el rito musical. No había conductas raras ni frases hechas. «Todos eran us». Cuando la cantante de Jefferson decidió tener un hijo y criarlo fuera del ambiente rockero, Grace fue invitada a unirse al grupo.
Un día fueron a parar a casa de Fay Roy, un mecenas que cocinaba y servía los mejores platos de California sin perder el hilo de la conversación. Grace imaginaba estar en un salón acompañada de Gertrude Stein, donde se opinaba de literatura, se escuchaba música, se tomaban excelentes vinos y todos se habían convencido de ser los descubridores de un nivel de percepción humana totalmente cool. En casa de Fay, Grace conoció a Nick, trabajador de una compañía petrolera, inventor de las líneas de plástico divisorias en las calles, que se gastaba un Rolls Royce, y además, preparaba peyote concentrado. Los riesgos de consumirlo varían en dependencia del estado emocional y mental de quien emprenda la experiencia, advertían. Y agrego yo: según Castaneda y quienes han pagado por adelantado, ese acceso químico inducido y cool debe ser sólo un atisbo, una probada del umbral, jamás un pase. La verdad es una sola, aunque con múltiples entradas de acceso, todas a un costo altísimo, aunque también abonables a plazo, como un lay away.
Después de tragarse la bolita de cactus concentrado, Grace sintió una vibración sabrosa, se volvió consciente de la enorme cantidad de aire que entraba y salía de sus pulmones, y en unos minutos, de la erradicación total del proceso de pensamiento. Los pensamientos se habían marchado, no había nuevos que entraran. Nuevo no es un adjetivo aplicable a ningún pensamiento, a pesar del insulto que pueda sentir el agujero negro individual por esa aseveración. Sería mejor decir que no había ninguna combinación de pensamientos nueva en la mente de Grace. Y comprobó que ella no era ese proceso de cambio constante con el cual la habían obligado a estar asociada desde la niñez. Había estado gravada, penalizada por sus pensamientos, o sea, los de otros combinados infinitamente, incluyendo la relevancia de ser rubia.
Los objetos ya habían adquirido una apariencia desconocida, igual que las flores y el cemento del camino que los sacó de la casa de Fay. «Habíamos olvidado lo hermoso e increíblemente complejo del mundo que nos rodea, y el peyote nos lo recordaba». Grace y sus amigos decidieron irse a escalar una montaña cercana. Acostados en la hierba, contemplaban alelados el sincronismo de las nubes, sentían la vitalidad de los árboles, de los pájaros y del aire. Todo estaba perfectamente diseñado, vibraba, sólo que no era perceptible en el estado «normal», el waking state que nos hace correr detrás de una pelota o batearla, gritar como unos poseídos si ganamos el partido y deprimirnos como unos imbéciles si lo perdemos, además de golpearnos y hasta escribir libros y matarnos.
Las tonalidades de los colores cambiaban, la perspectiva se profundizaba, los componentes de la escena, en la cima de la colina o abajo en el barrio de ricos, eran igualmente importantes, sin separación ni sobreabundancia, sólo había energía vibratoria de diferentes dimensiones, manifestada en lo vivo y en lo aparentemente muerto que los rodeaba. ¿Quiénes estaban muertos? ¿Las hermosas rocas, las piedras del sendero o los adalides de las guerras y de la imposible satisfacción del agujero negro individual?
De súbito Grace, vacía de pensamientos, comprendió que «eso», ella y ellos eran nosotros. Estaban separados sólo por un limitado canal de monólogo interior, repetitivo y aburrido, que además era un juego sucio, una trampa determinante de actitudes rígidas, reglas de conducta, juicios sumarios y condenas. Lista infinita del ensueño, de la muerte pensada como vida.
Los artistas regresaron a la casa de Foy, conversaron acerca del fenómeno experimentado y se dispusieron a salir para una fiesta. Al pasar por la cocina, en dirección a la puerta principal, Grace divisó un grueso boniato junto al fregadero, lindo, radiante. Se acercó y lo recogió. Enseguida descubrió una fuerza de vida en la usualmente insípida apariencia de esa vianda (no era un plátano ni una papaya jugosa, era un boniato, coño), como si el acto de haber sido arrancado de la tierra no hubiera drenado su vitalidad. Grace percibió la calidez del boniato en su mano, lo sintió como una extensión de sí misma. Se lo llevó para la fiesta, donde nadie se extrañó de verlo y de que atestiguara la diversión generalizada. Algunos lo agarraban y observaban, lo contemplaban y estudiaban, dominados por una droga que los volvía amistosos con los boniatos.
¿Un boniato orgiástico? ¿Por qué no? Como rebautizó Paul Kantner aquella época de música, amor y flores: Forget that!, this is de The Golden Age of Fucking. Y reafirmo de mi coleto: lo fue en todas partes, y sin necesidad de condones, consoladores, muñecones plásticos, y menos de Viagra, Cialis y las demás.
“Mansturbation is fabulous, but nothing beats the old tango”
“Too often it becomes us and them. How about just WE?
“Whether I’m ecstatic or furious, my life seems part of some colorful fairy tale that just rolls out in front of the 130-decibel soundtrack with endless production credits.”
6 comentarios:
¡Ah! The Age of Innocence...
Saludos,
MI
Deliciosa voz la de Grace Slick.
wow....
Triff, El enlace no funciona.HLM
Muy bueno este texto. En la canción "El Diablo" Grace insiste en lo de la música flamenca. Y me recuerda el viaje al revés que ahora hace un grupo español como Los Planetas, desde el flamenco a la psicodelia. Acaban de sacar una versión de Manolo Caracol que estaría bien "dijearla" aquí en Tumiami.
Muy bueno Ernesto, me llevaste a escuchar en youtube verdaderas joyas. RI
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