Ernesto González
Javy, Javy, eres el maricón más asumido que conozco, por eso no me extraña que estés despidiéndote del mundo con canciones y risas; y pese a tu militante ortodoxia, poseyendo o dejándote poseer por todo lo humano que te pase por delante. Javy, Javier Eduardo de la Concepción, concebido para lograrse mañana y tarde, para ser poseído en los closets de los albergues de becados, en las azoteas y los pasillos de cualquier barrio de La Habana, en las escaleras de la calle Monte y en el cementerio chino de la Avenida 26; y en los portales y en ríos y sobre guijarros, en las malezas del Parque Almendares y en más de catorce malezas de las catorce provincias de la Isla.
Javy, mi amigo de tantos años, mi compañero de tanto sexo compartido, de tanto peligro y tantos maltratos. Tengo que sentarme a escribirte, no puede pasar de hoy. Y primero voy a repasar las cartas y las postales que me enviabas hasta hace unos años, por mi cumpleaños y por Navidad. Hoy es Nochebuena, otra Nochebuena que no celebramos juntos, al menos comiendo revoltillo y arroz blanco y tomando sirope ruso: Esto está matado, Emilito, inmetible, el arroz empegostado, el revoltillo bajo de sal, inmetible, eres insoportablemente para la cocina, ¡qué va!, última vez que te acepto una invitación a comer.
Cómo te recuerdo todas las Nochebuenas, amigo mío, y especialmente esta en que me han llegado malas noticias sobre ti. ¿Te acordarás de aquella que pasaste haciendo guardia en la universidad? Le caíste gordo al profesor encargado de asignar las custodias, y dos cursos seguidos te tocó cuidar la colina universitaria sendos veinticuatro de diciembre. En la segunda ocasión estábamos alquilados en una casa de Guanabo, y el grupo en pleno acudió a despedirte a la parada de guaguas. Allí estuvimos acompañándote casi dos horas porque la ruta 62 no paraba, hasta que enganchaste un taxi y te fuiste tristón. Esa fue una Nochebuena mamalona, me dirías después, cuando me contaron lo que te había ocurrido y corrí a verte. Al llegar a tu puesto de guardia en la colina, rifle al hombro, viste que pasaba un negro de esos que han sido tus mejores trofeos de campaña: alto, musculoso y de sexo muy sostenido, venático, como tú les dices, porque sientes la vena de abajo al eyacular dentro de ti, súmmum de tu súmmum.
El negro había avizorado vicio en tu rostro lampiño, alargado, en tu boca de Betty Boop y en tus ojos, y tú le habías preguntado la hora. La una, te respondió, y añadió enseguida, ¿qué haces?, ¿guardia? Sí, susurraste nervioso, bajo la portañuela del pantalón del negro se hinchaba la vena que tú has consagrado como el súmmum de tu súmmum. La vena se hinchaba, y no pudiste menos que manifestar tu perfecta asunción acariciando la cremallera que iba a reventar de deseo. Abre y sácala, te ordenó de pronto, te la tienes que meter completa en la boca y tragarte la leche. Bah, decirte eso a ti, Javy, qué poca perspicacia la suya, qué mal descifrador de tu mirada, de tu rostro, de tu fusil inquieto, resultó ser este negro. Ven, sígueme, le ordenaste. Oye, ¿y no habrá lío?, preguntó él, indeciso. Ninguno, ven, DALE. Y el negro te siguió caminando doblado para ocultar en vano su sexo, hasta el hueco donde está la cafetería de la Universidad.
Bajaste los diez escalones jadeando de excitación, olvidado de que estabas de guardia, de que había un compañero de tu grupo a unos pasos de allí cuidando la entrada de la Biblioteca Central, de que había otro en la puerta del estadio, de que un profesor de la Facultad hacía la ronda, de que apenas habías acabado de ocupar tu puesto de vigilancia junto a uno de los muros que dominan la Plaza Cadenas. Una cremallera pujante de deseo de abrirse, un pubis por develar, un ombligo que se alza o se hunde en una planicie abdominal repleta de cuadritos duros, cuadriculada por la fascinante resistencia de los músculos, la estrechez de una cintura y un sexo venático, grueso y sostenido podían infinitamente más que la expectativa de dedicarte a la cibernética y el riesgo de caer en prisión. ¿Estás seguro de que no hay lío?, insistió tu negro. Ninguno, aseguraste empujando el macizo de oscuridad que no distinguías, contra las piedras que cubrían las paredes de la hondonada y formaban el portal de la cafetería. Y te arrodillaste en el piso a engullir el sexo morado, sostenido, venoso y negro de tu negro. Tu respiración alterada y un persistente sonido de tu garganta y de tu pecho de asmático, siempre me divertían cuando ejercitábamos el sexo en pareja o compartiendo los encantos del cuerpo de un mismo amante de ocasión.
Al aproximarte al final, el alboroto de tus jadeos, tu garganta y tu nariz me provocaban una risa tal, que prefería abandonar el ejercicio, levantarme e irme del sitio para no perturbarte. Eras un infatigable devorador de las energías y las armas de tu compañero de sexo, por lo que demorabas en reconocer mi partida y mis risas contenidas, sin que menguara un ápice tu excitación, con un cuerpo para ti solo. Continuaste lamiendo la vena y engullendo la totalidad del arma de tu negro y saboreándola y respirando altísimo. Tuviste suerte de no caer preso y no quedarte insatisfecho. Eso te deprimía tanto como la cárcel. El negro disfrutaba dando modulaciones de bajo, acariciando tu pelo ensortijado cuyo color aclarabas con agua oxigenada, o intentando inútilmente ensartarte una oreja con su dedo más delgado y pequeño, nadie acaricia como los negros, Emilito, nadie tiene ese calor, nadie. Estábamos de acuerdo, hicieran lo que hicieran, tomaran o dieran, nadie se desenvolvía con mayor disfrute y entrega que los mulatos y los negros o quienes tuvieran de esa pinta.
Sin embargo, las pocas veces que te enamoraste jamás fue de uno de ellos. ¡Qué boca más caliente, compadre!, susurró el negro en medio de una de sus modulaciones de bajo, y una de sus manos bajó a comprobar que te habías tragado, además de la vena, los huevos, qué bárbaro, coñó, ay, fff. La vena tembló y el negro eyaculó abundante, jadeando, cojones, pinga, qué rico, cojones, te pegó por las caderas y las nalgas y te las puso al rojo vivo, tu madre, qué rico, cojones. Y tú, Javy, chupaste, succionaste, aspirando los rezagados vestigios, del techo, las paredes, del fondo de la vía por donde se expulsa la savia que da locura. Espérate, déjame a mí, susurraste; te escupiste una mano y con ella mojaste con saliva el sexo goteante y venoso, te viraste de espaldas y aprisionaste a tu negro entre la piedra lisa y fría de la pared y tus nalgas. Y empujabas. No te muevas, no, déjame a mí, susurraste sintiendo cómo el negro se iba deslizando lento, dilatador; y te empezaste a mover hacia los lados, y tu respiración volvió a alborotar la colina, y las interjecciones de tu negro se mezclaban con tus jipíos.
Y tus muslos eran aferrados por dos pedazos de noche divididos en dedos, que exigían espacios del blanquísimo aposentador de la savia que eras tú; y la vena te hendía, y hubieras deseado que la pared que soportaba la espalda de tu hombre, fuera de una materia más fuerte que la piedra, para que sus carnes y sus músculos resistieran mejor los embistes de tus nalgas y no se contrajeran por tu furia, y que tu negro fuera, todo él, dureza tierna que te trataba de ensartar una oreja usando inútilmente uno de sus dedos. Voy, te decía, voy. No, no, y seguiste aposentando el trozo de noche atravesado por una vena renovada de savia, dispuesta a eternizarse dentro de ti. Voy, voy. No, no. Es que no aguanto (son muy raros los negros que no aguantan, casi siempre es uno quien no los aguanta). ¡No!, gritaste, ¡no quiero! ¡NO! El fusil se te resbalaba del hombro y te lo volvías a colocar; y creías que te estaba violando, a punta de metralleta, un negro capitán o teniente, vestido con su uniforme verde olivo, que despedía ese olor a botas rusas desesperadamente excitante.
En verdad, treinta negros te rodeaban con sus pantalones de uniforme colgando por las rodillas, sin botas, que se habían quitado a una orden tuya; y te apuntaban treinta vergas rígidas, y treinta manazas se frotaban el sexo hacia adelante, hacia atrás. Hacia delante, las treinta cabezas, y las treinta venas estaban a punto de reventar de inflamación y rigidez; hacia atrás, las treinta gargantas emitían quejidos y obscenidades; hacia delante, te desplazabas arrodillado hacia cada una de las treinta venas rígidas, para complacer a los venáticos engullendo su rigidez con tu boca de Betty Boop; hacia atrás, corrías arrodillado de verga en verga, a recoger las gotas de la aguada preliminar, que no se mancillara ni una sola gota en el piso, que una a una fueran a aliviar tu garganta reseca. Y te inclinaste y metiste tu nariz de bota en bota para desesperarte y desesperarlos; y los uniformados te decían ven, te exigían, cojones ven, y fuiste arrodillado de uno en uno mamándosela a los treinta.
El fusil se te volvió a correr del hombro y te lo volviste a acomodar, y seguiste aposentando el pedazo de noche que te hendía las nalgas, seguiste moviéndote como una batidora Osterizer nueva de paquete en su máxima revolución, batiendo, revolviendo, no, no, todavía no; no puedo, ahí va, cógela, dámela, cógela, dámela. ¡Dámela, coño!, gritaste. ¡Ssiiiió, cojones! ¡Ay, dámela, coño!, volviste a gritar, ssssió, cojones, coño; ay, ay, dámela, ay (lloraste), llorabas, porque un mar de savia se escapaba de las treinta vergas venáticas que te apuntaban, un mar de savia se había alzado y te estaba cubriendo, y te elevaba envuelto en su furia, y te hundía y te ahogaba y te daba mucha locura. Y un dolor y un gusto juntos sin intenciones de terminar, alborotaron la madrugada en la colina de la universidad, el estadio y la Biblioteca Central.
De pronto, de un tirón, el negro te sacó el rifle del hombro y te apuntó: Dale, encuérate. ¿Cómo?, ¿qué? ¡Que te encueres, cojones!, te repitió sacudiendo el cañón del arma, ¡que te encueres maricón de mierda! Estabas sentado en el piso, aterrorizado. Te quitaste el jean que tenías a media pierna, el pulóver y los tenis. El negro recogió las cosas que le tendías acoquinado, y se te encimó para propinarte un culatazo con el rifle, que te tendió sin sentido en el cemento. Y huyó de la hondonada donde estaba la cafetería, encaramándose en las piedras que le habían servido de respaldo para soportar los embistes de tus nalgas y mejor aposentarse entre ellas.