Jesús Rosado
Se percibe que termina el año con cierta fatiga. Y se explica. Particularmente por aquello de que los años de crisis son escarpados. Esta vez ha sido mucho más arduo coleccionar fragmentos de mundo. Tal vez sea la razón por la que llegamos a este punto sin que abunden los discursos de fin de año. La gente ha decidido ahorrar hasta las frases. Gracias a Dios, el calendario se ha mostrado afable y nos ha tendido este puente de fin de semana extendido, para que en ese lapso nos regalemos unos días de vivir por vivir. Aunque, no estaría mal que, de paso, recapacitáramos la clave del ciclo. Una década que comenzó con un gran pánico y ciertamente termina con menos pavor y algunas señales de esperanza. Sí, leyeron bien: esperanza. Eso que Carlomagno llamaba el sueño de los que están despiertos, y que no es más que alimentar anhelos con el amperaje de la vida. Así de simple. Pero, la ficción realizable no se concibe ni se concreta sin el reposo y la meditación que antecede a la energía. Por ello es necesario el vivir por vivir de estas horas de tránsito entre décadas... Cultivar la inercia aparente. Irnos reconcentrando desde la paz. Abandonarnos al piano y al vino. Repensar lo vivido y rescatar lo que nos faltó por pensar. Eso que se asemeja a la incesante tarea del viñedo. Solo entonces, y ya a punto del nuevo decenio, nos podemos zambullir en él, de poquito a poquito. Sumergirnos en el océano empírico, evitando el arrecife y la criatura peligrosa. Deslizarnos hacia su hondura. Hasta allá, hasta donde no demos pie.