jueves, 5 de noviembre de 2009
Mis primeras aventuras en París
Ramón Alejandro
París era aún una ciudad viva a principios los 60 del pasado siglo. O en todo caso, era una ciudad que estaba mucho más viva de lo que está hoy en día. Las calles de sus barrios populares bullían con una intensa vitalidad. Las vendedoras de los timbiriches callejeros vociferaban a grito pelado anunciando sus productos, y las camareras de los restoranes baraticos transmitían sus pedidos a los cocineros a través de las ventanillas que comunicaban directamente la sala del restorán con las cocinas.Y los cocineros les respondían en directo con sus voces estentóreas desde las mismas intrincadas tripas de aquellas antihigiénicas instalaciones. Los pedidos se precisaban dos veces para que quedaran bien claros: «Deux biftecs frittes, deux».
Y por esas mismas impúdicas ventanillas los capitosos vapores cargados de voluptuosas especias llegaban de inmediato hasta la clientela que se apretujaba sobre sus endebles sillas en exiguas alrededor de las mesitas en las que no hubieran debido caber normalmente ni la mitad de público de la que entraba a matarse el hambre a esos frecuentadísimos establecimientos. Por la Bastilla y por la Place d’Italie la morería campeaba pululando al igual que por la Goutte d’Or o por Belleville. Aquellos barrios eran verdaderos retazos del Africa del Norte incrustados dentro del polícromo mosaico del densos tablero de ajedrez tan racionalmente drenados por los amplios boulevares que abrió el Barón de Haussmann a través del cuerpo vivo de la populosa urbe para que en caso de revolico popular las fuerzas represivas del estado burgués pudieran abrirse paso sin dificultad para volver a meter en cintura al incontrolable populacho que desde la famosa Revolución de fines del siglo XVIII se había malcriado tanto que se echaba a zafar adoquines y levantar barricadas por un si o por un no cuando desde arriba le apretaban demasiado el cinturón.
Cuando salía de ver alguna película de particular interés histórico de esas que se hicieron por los años veinte o treinta del pasado siglo en la Cinemateca, que por entonces estaba instalada en un sótano del Palais de Chaillot. Monumental edificio que dominaba la plaza del Trocadero con su imponente masa. Desde esas soledades del elegante décimosexto barrio de la capital francesa solía volver caminando hasta el barrio de Saint-Germain-des-Près. Porque ese era el que yo frecuentaba usualmente después de salir del taller de grabado de Johnny Friedlaender. En cierto Café de la rue du Tournon, que estaba abierto toda la noche se reunía una turbamulta de extranjeros que merodeaban por el llamado barrio latino, y que se frecuentaban entre ellos mismos, ya que en su mayor parte ninguno conocía todavía a ningún francés. Porque los franceses vivían acantonados dentro de sus apartamentos, sobre todo mientras transcurrían lentamente los largos meses en los que soplaban los gélidos vientos invernales. Entonces por las calles sólo se nos veía a nosotros, que habíamos venido de las cuatro esquinas del Mundo a ver si era verdad todo eso que habíamos leído en las novelas de Sartre y de Camus.
En la calle Xavier Privas que cruzaba la de la Huchette en la esquina de la librería esotérica llamada La Tabla de Esmeralda, casi en frente de la dulcería griega a donde yo iba a leer tan a menudo, existía un establecimiento que era como una taberna o bodegón especializado en servir un couscous a bajo precio y de bastante buena calidad. Allí, en un espacio que más parecía un largo pasillo apenas lo suficientemente ancho para poner las mesas necesarias dentro de una sala de restorán, se podía comer por tres francos y cincuenta centavos toda la sémola que nos cupiese en nuestros ahuecados estómagos. Lo que no se podía repetir de ninguna manera era la porción de carne un poco correosa y bastante mechada de nervios y cartílagos que le tocaba a cada uno. Ni la de zanahorias, nabos, y otras legumbres que te servían al comienzo y que constituían el acompañamiento de ese grano de trigo tan nutritivo que nos garantizaba la más indispensable alimentación necesaria para sobrevivir a muchos de nosotros.
Las fachadas de los edificios estaban aún muy mugrientas y bien renegridas de añejo hollín. Y por encima de eso casi totalmente empapeladas por succesivas capas de carteles publicitarios y proclamas políticas a medio arrancar. Y todavía se sentía en el ambiente de ese barrio latino algo como el eco de la pasada guerra mundial, sin que aún se pudiera imaginar que dentro de cinco años a penas, en el 1968, fueran de nuevo a producirse los enfrentamientos entre los estudiantes universitario y los espectaculares gladiadores de las fuerzas del órden que tanto impresionaron y repercutieron en todo el resto del Mundo. Era como si París fuera todavía la capital mundial de la cultura. Y a lo mejor todavía lo era, aunque después de ese último sobresalto parece que haya dejado de serlo. (Continuará)
buen relato
ResponderEliminarLe echaba de menos a estos cuentecillos...
ResponderEliminarEn el setenta y tres llegué a la gare de Austerlitz con mi melena rizada, mi gran amigo Andreu y doscientos francos. Iba a comerme el mundo, hacer el amor por primera vez, y dormir debajo del Pont Neuf. El boulevar Saint Germain me cautivó y los CRS como muy dices me impresionaron pero recuerdo una imagen de gran emoción que citas: los carteles publicitarios politicos sobrepuestos y arrancados en los muros de las calles y los urinarios publicos en la calle. En las memorias de Anibal Balcells, esta ciudad cierra su ciclo. Nunca más hubo un París como el que viví en aquellos años. Ni el Marche aux Puces es ya lo que era, ni le deux Magots, ni las boulangeries, ni ...
ResponderEliminarAmilcar
París, NY, todo cambia.
ResponderEliminarYo simpre te leo pero nunca digo nada, desde esta Cuba que se traga la tierra, el tiempo.
ResponderEliminar