Ernesto González
Una cintura rodeada de plátanos se ha resistido siempre a la inminencia de la vejez y a la angustia que abona ese tránsito inevitable. Son las piernas y una silueta que descubrió la Europa de los años 20, las de otra mujer, menos negra que Nina, que baila o proclama sus dos amores: su patria y París. Sentada en una estera de colores, a la derecha del escenario, entona una canción hebrea que la voz y la presencia soberbias de Lena Horne convertirán en hit, y usarán para un impactante corto del cine cubano. Una versión en inglés cuya fidelidad al original jamás me he molestado en verificar, porque la barrera del idioma cae despedazada por las interpretaciones extraordinarias, por las obras fuera de lo común. ¿Que Lena era elitista? La prensa libre y la censurada pueden conjurarse para insertar la misma cantidad de heces entre la realidad y el lector, idéntica ceguera y profundos e insalvables sueños que confundimos con el acto —y el arte— de vivir. Nunca vi a Lena en un escenario, me bastó escuchar su versión al inglés de esa canción hebrea que cantaba la Baker, para saber que estaba entre las grandes. ¿Qué prensa libre ni censurada sería capaz de valorar la incitación de esas cadencias y esa poesía del dolor, yacentes bajo pieles demasiado claras par ser negras o demasiado negras para ser talentosas? ¿Qué papel aguanta el registro de la celebración de la vida en su totalidad, de su belleza y de su horror, de sus sombras en igual grado que de su luz, del amor individual decididamente integrado al destino común? Europa fue la solución de muchos. En París no había expatriados, porque era una fiesta.
De Josephine puedo dar fe porque la vi en el escenario del Amadeo, desde el gallinero, el mejor regalo de cumpleaños de mi vida. Mi hermana y su marido, que podían darse esos gustos, me habían mostrado los rezagos glamorosos de la ciudad, aprovechando mi estatura para simular una mayoría de edad lejos de haber alcanzado. A mi iniciación cabaretera en el Capri, con Los tiempos de mamá y papá, centralizado por Germán Pinelli y María de los Ángeles Santana, le siguieron Los romanos eran así, en Tropicana. Después continué por mi cuenta. Asamblea de Mujeres, en el inolvidable guiñol para adultos de los Camejo, nos recordó, en medio del texto griego y a guisa de trompeta por boca de una gorda traviesa, que las escobas plásticas iban a ser la solución de nuestros problemas de limpieza. Teatro experimental, incomparables funciones de ballet, musicales clásicos y nacionales, eran señales de una nocturnidad empecinada en no desaparecer. En uno de aquellos molotes en el Amadeo, a la caza de poder entrar al debut como solista de Farah María, con las manos sosteniendo a duras penas el vaso de guachipupa y el pan con queso rancio que había comprado en el Carmelo, alguien empezó a decir que la cantante se había hecho santo para empezar su nueva carrera con buena pata, y lo íbamos a comprobar esa noche. Las historias más disparatadas se pasaban de boca a oído o se gritaban a los vientos, hubieran dejado pasmada a la modelo convertida en cantante por el genio de Meme. De pronto, se corrió un chisme grande: Bola de Nieve había muerto en Perú, lo habían acabado de anunciar por Radio Reloj. Quienes habíamos aborrecido la ruptura de Los Meme y queríamos celebrar el debut de Farah, ahora nos enfrentábamos a la bola de Bola. Porque queríamos pensar que era bola. Lo de Bola es bola, repetían las pájaras, las lesbianas, los pepillos, las parejas, los hippies, las viejas y los viejos. Claro que es bola, nos quieren amargar el debut de Farah, gritó una loca, y no lo van a lograr, bastante salá estoy ya. Alguien avisó que Farah había empezado a cantar, y nos abalanzamos sobre las rejas débiles del teatro, desgajamos las puertas y entramos. Allí estaba, vestida de blanco hasta el piso. Uh, se hizo Obatalá, se decían las miradas cómplices en los pasillos de la platea, le voceaban a quienes se habían quedado atorados en las escaleras y los pasillos abarrotados. El dolor por la muerte de Bola quedaba postergado si no por la voz, por la elegancia de Farah en el escenario.
Pero antes, a principios del 66, durante uno de esos eneros cubanos, frescos y deliciosamente grises, mi hermana me sorprendió con la invitación al Amadeo para ver a una vedette que, aseguraba, era una leyenda. Mi amor por el teatro nació en esa segunda visita de Josephine Baker a La Habana. Las puertas del Hotel Nacional, cerradas para ella durante los cincuenta —como le sucediera en New York y en ciertas ciudades de Europa que acabaron por rendirse a sus tropelías vodevilescas—, se le abrían ahora, como invitada especial de una conferencia de naciones pobres, y acogían también a su arco iris de hijos. Vino, grabó un disco con canciones en español y francés, y actuó en el Amadeo. El querido teatro de Calzada, cuyo hermoso techo mis amigos becados en F y Tercera verían desplomarse durante un fuego interminable a mediados de los setenta, como si aquellas ruinas despreciables hubiera podido cambiar el rumbo de las cosas. Los estudiantes se pararon en los balcones, con incredulidad, a llorar la muerte del Amadeo, el Auditórium para los profesores viejos. Fueron días de duelo para todos, convencidos o tapiñados, titubeantes o ciegos, en el edificio de F y Tercera y en las aulas universitarias. La unanimidad auténtica se encargaba de reemplazar, a través de las llamas y de ese detestable mal olor acompañante de cualquier destrucción, física o psicológica, al secretismo, la avenencia falsa y la cursilería. Fueron días de duelo unánime en las becas universitarias y en las aulas. Fue uno de los grandes duelos de una ciudad y un pueblo gozadores bajo cualquier sino.
En aquel escenario de Calzada se habían erguido las plumas en la cabeza de Josephine, aupadas por infinitas plumas evidentes o no del público. ¿Habría olvidado la artista por unos días las presiones económicas y la incómoda dependencia de sus benefactores para que su troupe colorida de niños sobreviviera? El mercado había cambiado, y ya se sabe cuánto de desgraciado olvido conlleva la volatilidad de los gustos masivos. Sin embargo, esa insistencia suya de que estaba enamorada, con los labios en flor encendidos, de que tenía dos amores, aunque su historia confirmaba que habían sido muchísimos más, de que en su villa cabía la humanidad completa, aunque con la contribución de Grace Kelly, y sobre todo aquel crescendo de la canción hebrea que no me ha preocupado comparar con la versión en inglés, porque ambas interpretaciones hablaban por sí solas, eran pruebas suficientes de que algo desconocido e inexplicable se apoderaba de ella, como le ocurría a Nina y acaso a todos, protagonistas o asistentes a un evento genuinamente artístico. Fuimos testigos de ello en el gallinero, la platea y los palcos del Amadeo a lo largo de aquella noche sabrosamente inaudita de enero del 66.
8 comentarios:
Que Habana aquella.
Si muchas pajaras sin duda y con tremenda griteria siempre.
WOW! So nice, beautifully Informative! Mil gracias! I would love to know more about this. If you would please... Ta conta'o como Tres Tristes Tigres, pero la habana es otra mas reciente. Glamour y lentejuelas.
Ha muerto Levi-Strauss
Ernesto, me hiciste recordar mis tiempos 70tosos. Gracias.
Gracias, JR.
Sin Levi-Strauss entenderíamos todavía menos de qué está hecho este minuto de silencio.
GOP gubernatorial wins in N.J. and Virginia are seen as a bad sign for President Obama.
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