miércoles, 16 de septiembre de 2009
Quise ser extraordinario
Ramón Alejandro
Porque mi padre tenía costumbre de llegar muy tempranito por la mañana frente al lavamanos familiar, que tenía un gran espejo puesto justo enfrente de cualquiera se le pusiera delante. Y allí de cara a su propia imagen allí reflejada se carraspeaba muy a fondo la garganta y acto seguido, con la misma, echaba allí unos gargajos gordos y copiosos como ostiones. Que luego al abrir la llave de la pila del agua la fuerza del chorro se llevaba por el caño de desagüe. Toda esa materia orgánica tan viscosa y algo verdosa, pegajosamente densa aunque bastante transparente. Es cierto que me este proceder me inspiraba un poco de asco, pero al mismo tiempo y de alguna secreta manera me turbaba los sentidos produciéndome algo parecido a una excitación sensual, y a la larga terminaba por causarme muchísima admiración. Esos gargajos tan gordos y caudalosos eran como una prueba concreta y casi tangible de la ardiente vitalidad de su macizo cuerpo, y de su inmenso poder moral.
Aunque siempre me tuve que contentar con contemplarlos a prudente distancia, porque nunca se me hubiera ocurrido tocarlos ni con la punta de un dedo por mucha curiosidad que me causaran. Pero aún desde esa respetuosa distancia a la que los miraba, más por miedo de llamar demasiado la atención a los demás miembros de la familia que si se hubieran percatado de que los estaba vacilando con tanta sospechosa delectación hubieran podido alarmarse, que por aversión a sus curiosas materias, me fascinaban. Y ejercían sobre mis papilas gustativas un raro influjo que las hacía secretar esas mismas substancias. Aunque mucho más líquidas e incoloras, porque esos verdes profundos y el amarillo limón que ribeteaban a los gargajos de mi padre eran ya palabras mayores. Y que la mi salivita que secretaba mi párvula boca era algo parecido a ese líquido lubricante que echa el agujerito de la pinga un chiquillo de diez o doce años, poco tiempo antes de que comience el niño a mear dulce y dejar de serlo. Era como si el espectáculo de esos semitransparentes escupitajos dieran comienzo dentro de mi propia boca el consecuente proceso de deglutición empezando desde sus primeros pasos, salivando copiosamente al considerar la babosa esencia de los gargajos paternales. Y todo eso me hacía recordar aquella vez que vi a un gatico hambriento comerse uno de esos gargajos que su ama acababa de echar sobre el rugoso suelo de una acera. Y de como con muchísimo gusto ese animalito lamía la repugnante masa de gelatinosa baba con delicia y avidez.
Y el desparpajo con que mi padre exhibía todo su hermoso cuerpo tan velludo avanzando a lo largo del corredor de mi casa, apenas protegido de mis inquisidoras miradas por aquella ligerita toalla que fluctuaba con versátil ligereza andando descalzo sobre las baldosas de evocadores diseños almocárabes de entrelazados trazos para dirigirse al cuarto de baño. Todos esos actos de disimulada afirmación de su absoluta soberanía sobre el espacio interno de nuestro Ilé me colmaban de beata admiración. Rayana en la adoración. Porque papá me parecía un hombrón fortísimo y enormemente dotado de incalculables e ignotos misterios. Que hasta una vez soñé que una gran tenaza de bogavante salía por el agujero de drenaje de ese lavamanos de loza blanca por la cual se escurrían sus translúcidos gargajos. Era una pinza de crustáceo amarilla y colorada, erizada de agudas puntas azules. Porque los poderes que a mis ojos mi padre estaba investido eran muy sutiles y misteriosos. Y tenían vagamente algo que ver con siluetas de boxeadores en combate entrevistas dentro de los cúmulos que se amontonaban sobre el paisaje cuando se acercaba la tormenta. Y que de su cuerpo emanaba una fuerza telúrica que venía desde muy lejos, desde las paredes rupestres por las que la humedad exudaba el exceso de agua que impregnaba esa tierra. En las cercanías de la desembocadura del Río Piloña allá por Ribadesella. Que en el interior de los profundos corredores de aquellas cavernas que todavía conservan cubiertas los antiquísimos dibujos de caballos, ciervos y cazadores elegantemente garabateados por los hombres prehistóricos. Tan bien caracterizados que esos seres vivientes que poblaron los montes Cantábricos hace muchos milenarios todavía parecen cabalgar y corretear por aquellos campos de un planeta aún virginal, en aquellos lejanos tiempos en que nuestra humanidad apenas amanecía. En unas playas de poca arena situadas junto a ese sitio lo llevaba su madre a tomar baños de mar y a comer sardinas, que es así como en bable aún le llaman a las sardinas.
Y quizás mi desaforado deseo de descollar y de ser el mejor. Esa obsesión de excelencia que me crispa y retuerce hasta los músculos que rigen mis globos oculares y determinan su doble adecuación con el objeto que en cierto momento imanta mi interés. Esa profunda inconformidad con lo que soy, y con lo que me toca vivir, que llevo metida en los trasfondos de mi desasosegada alma, quizás me viene transatlánticamente acarreada dentro del saco de los cojones de mi padre desde aquellos agrestes parajes. Y desde esas bellas y lejanas montañas del macizo del Sueve, donde por sus empinadas laderas aún trota y pasta a su aire campeando por sus reales cojones el montaraz asturcón. Que eso de reales lo digo por el hecho de que esos miembros de una rarísima rama de la raza equina hoy en peligro de desaparición pertenecen personalmente al Príncipe de Asturias y futuro Rey de España. Por la Gracia de Dios y quién sabe cuantas arbitrariedades de esas que constituyen el «derecho» que por cuenta propia se atribuyen esas dinastías fundadas por una pandilla de bandidos. Como lo son todas esas familias reales europeas. Salteadores de camino y ladrones de cuello blanco, ataviados de collares de perlas, coronas incrustadas de diamantes y mantos de armiño. Cuando el pobre gitano que se roba una gallina va preso por quién sabe cuanto tiempo, y que este soquetico caballerito que tiene el título de Príncipe de Asturias se cree que esa manada de asturcones le pertenece en propio por los santos cojones. No ya de Dios, que todos nos hemos por fin dado cuenta de que no existe ni un carajo, sino de la arbitrariedad más descarada. De los incapaces Borbones que en un descuido se encaramaron en el trono de España cuando se agotó el degenerado linaje de los Austrias. Que el macizo del Sueve descuella como loco, separado de la cadena de montañas que delimitan al Mar Cantábrico y culminan en los nevados picos de Europa. Y el Sueve está muy por cuenta propia distinguiéndose por sí mismo desde la otra orilla del Río Piloña. Y por detrás de los picos y por la otra vertiente cae directamente al Mar por torrenteras y farallones de muy austera nobleza. Que el carácter del pueblo asturiano se forjó en estos grandiosos paisajes que imprimió en los corazones de los rebeldes celtíberos que no se dejaron nunca dominar ni por Roma ni por La Meca. Y que se mandaron a joder a los indios que pudieron joderse, y a todo tipo de taínos, Yanomamis, aztecas, mayas, incas, guaraníes, tupinambás, charrúas y todo género de aborígenes que deambulaban semiencueritos y a su aire desde el estrecho de Magallanes en la Tierra del Fuego hasta California. Y que se gobernaron por ellos mismos a la manera anarquista durante dos años, y le dieron candela alegremente a conventos e iglesias, y colgaron y fusilaron curas, obispos y monaguillos sin el más mínimo respeto por estos ensotanados aprovechadores y cara de guantes, cuando la primera república española.
Y que a lo mejor yo quería descollar solito, y ser igual que ese macizo del Sueve que no hace parte de ninguna cadena de montañas.
RA... sobrado poder de narrativa.
ResponderEliminar¡Guau, Qué cuento! Sólido, estructurado, de filigrana; no se cae por ninguna parte. Magistral las descripciones; muy sutil y simultáneamente incisivas algunas expresiones. Juega con la ambigüedad para no herir sensibilidades tal como cuando dice “Y que se mandaron a joder a los indios que pudieron joderse”. Es una obra de arte,
ResponderEliminarlo he disfrutado un chorro. ¿Dónde hay más?
Saludos Judith G.
Estupendo! El texto roza el conceptismo de Quevedo y se humedece ligeramente con los giros del Gabo. ¡Que bien escribe este gay ilustre! Quítome el sombrero, caballero.
ResponderEliminarSí, Judith. Hay más de Ramón en la sección: "Las aventuras de Adua la pedagoga".
ResponderEliminarvaya Ego-oda a un gargajo patermonárquico... siempre leo estos zigzagueos confisexuales de RA en busca de las alfabéticas imágenes pictóricas, coloridas y chillonas, siempre estilizadas por los fálicos pinceles de suspiritos de varones adolescentes, adormecidos entre los brazos del escribano como deidades femeninas y crueles... esta pieza, sin embargo, admito, me dejó yacente y cejijunta en el puente del gato al yo, de Asturias al yo, del gargajo al yo y ya, me fui corriendo del yin al yang rebotando como pelota de ping pong.
ResponderEliminarestas volao ramon........
ResponderEliminarDeliciosos y al blanco los comentarios de Judith, JR y Sonora. De Severo son los ecos. Saludos, RI
ResponderEliminarDe pinga.
ResponderEliminarMe sumo contra la monarquia espñola: Que viva Cataluña Independiente y la liberación de los "suevos" como tú.
ResponderEliminarAmílcar