jueves, 18 de junio de 2009
¿Qué podía hacer? ¿Viajar, como tú?
Ernesto González
(de su novela Bajo las olas)
Lo menos que pude imaginarme fue la posibilidad de leer tus cartas y documentos sellados hasta el año pasado. Casi me había olvidado de ellos, si bien nunca de ti, y los años se sucedieron, a partir de cierto punto, como si no rotaran las estaciones y se hubieran estancado en uno de esos inviernos de Maine a los que nunca pudiste acostumbrarte. Conoces de sobra, y no porque lo hayas leído, cómo los años pueden volverse mero invierno aunque las estaciones regresen una y otra vez. Mi estación personal, anclada en la vejez y en la soledad de la cual había huido inútilmente, cedió ante la noticia y la felicidad de que podía descubrirte de nuevo. En los escritorios de la biblioteca Houghton, de Harvard, empezó este verano indio que ha durado un año. Nunca esperé sobrevivir a mis amigos bibliotecarios, no me interesaba. Perdí todo interés hace mucho, cuando se tiene o todavía se simula tener. Si se viene a ver, ¿no es bastante lógico que un mundo tan necio acabe por desinteresarle a uno? ¿Qué podía hacer? ¿Viajar, como tú? Jamás podré envidiar lo suficiente esa curiosidad que te sacaba de Petite Plaisance, con esa sólida vejez a cuestas, como si tuviera simplemente el peso de uno de tus libros, para dar interminables vueltas por tu celda. Hace años se me ocurrió emular el nomadismo que retomaste en tu vejez, y traté de seguir las huellas de tus viajes por la India, Egipto y Kenya. Al final decidí seguir tus rastros más intelectuales: visité Capri, Grecia y regresé a París. Nuestro París, si me permites la apropiación, se convertía por segunda vez en la ciudad donde se definía mi vida. ¿Qué hacer?, me preguntaba frecuentemente en ese viaje propiciado por un año sabático cuyo razón se suponía que fuera Marguerite Yourcenar y no Brian de Vito. Mientras redactaba mi siguiente trabajo sobre ti, sin adivinar que sería el último, pensaba en la decisión que tendría que tomar en los meses venideros. En la cena de Navidad, que mi hijo había planeado con antelación, tendría que decidir entre rehacer un matrimonio fraguado treinta y tantos años atrás en las márgenes y los puentes del Sena, que ya no ofrecía sino más de lo mismo, o continuar solo y con los ojos abiertos. ¿Qué hacer?, me repetía caminando por las riberas del Sena, regocijado de mi regreso, como si estuviera de nuevo acompañado por Helen. ¿Qué hacer?, me decía, ¿es que se pueden mantener los ojos realmente abiertos más allá de unos segundos? Aún no estaba seguro, pero la realidad era que tú ya tenías la respuesta. Y no es que la tuvieras, siempre estuviste predispuesta a tener sólo objetos útiles o significativos, quizás porque ya estabas o te dirigías hacia donde no se necesita nada porque se es todo. Estoy seguro de que en esa época ya habías empezado el proceso de convertirte en tu respuesta.
Interesante Ernesto: presenta esa alternativa de la busqueda de una influencia que es como una presencia en la historia que se deja atras.
ResponderEliminarErnesto. ah Marguerite Yourcenar, la bienamada. Yo también me dirijo a ella como a un pariente difunto. Y hablo de ella a los chicos como si estuviera viva, debido a la continuidad de vida en sus escritos. Un verano dedicado a ella, eso es viaje sin retorno.
ResponderEliminarNo hay mucha dicotomía entre viajar por el mundo y/o permanecer leyendo en una biblioteca, más que la actividad física que requiere el primero -que no ha de subestimarse eh.
No sabia que el Ayatolah compartia alias con Magie Carles ...
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