martes, 14 de octubre de 2008
Sonata para un hombre bueno
Amílcar Barca
En la Alemania de la STATSI apenas hay gente o automóviles en la calle. Los colores del film parecen surgidos del plomo y el aluminio tal como lo fue la propia vida en aquel infierno de hielo sucio. La sobriedad y la ausencia de matices visten el uniforme de los inquisidores. Las víctimas lo hacen con el jazz de los pocos privilegios que adquieren de quienes los visitan. Los vigilados son el dramaturgo George (Sebastián Koch) y su compañera actriz Cristina (Martina Gedeck), quienes se sienten intimidados por el capitán Weisler (Ulrich Muehe), oficial de la policía política. Una clase magistral sobre las técnicas de interrogatorio en la Universidad de Postdam impartidas por él, se convierte en clase magistral para los futuros actores que persigan el método Stanislawsky. Sus ojos de bombón blanco mesuran los contenidos del día y la intensidad de su mirada traspasa como una navaja los rostros de los estudiantes. No se permiten los chistes sobre el padre de la patria del momento Erick Honecker. Pero esta película habla de una cosa más importante que la represión comunista hacia los intelectuales. Relata el sentimiento respecto a la ética de los personajes: la del aparato represor y la de los represaliados. Habla del dilema entre el interés personal y la dignidad con la suficiente sutileza para que uno crea que está inmerso en una denuncia política. Y donde está en verdad es ante el dolor impertérrito de un fiel seguidor del sistema marxista que nunca ha sentido el amor, pero añora su contacto. Una prostituta del “estado” se acerca a su apartamento y antes de marchar, mientras la abraza con fría ternura, le requiere que se quede un poco más. Ella le contesta: “La próxima vez pídeme más tiempo a tus superiores”. El control de los periodos es como un gran hermano para “el aparato”. La podredumbre que se respira en el cuerpo policial y la lealtad del oficial por sus ideales hacen que su actitud se dirija hacia la protección de su principal vigilado: el escritor. En un acto heroico que le cuesta su posición y la muerte de la delatora Cristina, Florian Henckel, el director del filme, entra de lleno en la poesía y lo salva, dejándolo trabajar de cartero para la Alemania actual, diariamente, transportando las misivas de “La vida de los otros”, sin tener que escucharla desde sus auriculares detectivescos de antaño. En la librería Karl Marx de Berlin, Weisler, entra a comprar la novela de George, que lleva por título el que mismo que encabeza este artículo. Cuando el empleado le pide si quiere que se lo envuelva para regalo, el antiguo policía le contesta: “No. Es para mí”. Y aparecen los créditos con el único acto de amor que recibe el protagonista de esta historia.