Andrés Reynaldo (un fragmento del artículo) en El Nuevo Herald:
Durante ocho años Estados Unidos ha sido gobernado por una cleptocracia. La revolución conservadora de Ronald Reagan encontró su degradante extremo jacobino en la administración de George W. Bush. En Miami, este asalto autoritario a la institucionalidad y las arcas de la nación halló un terreno fértil en el sector más oportunista, inculto y antidemocrático del exilio. Cuando muchos republicanos honorables callaban avergonzados ante las torturas de Abu Ghraib, la desaparición de miles de millones de dólares en manos de Paul Bremer, el despido de fiscales por razones ideológicas y las jugosas concesiones no subastadas a contratistas amigos de Bush, el vicepresidente Dick Cheney y el ex secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, entre otros desmanes, aquí no faltaron voces, plumas y (si los hubieran dejado) cachiporras para aupar a un poder que les hablaba en su mismo idioma de calumnia, miedo y canallesca fanfarronería.
Del mediocre laboratorio de ideas de Karl Rove, Cheney y Rumsfeld (si hablamos de ideas, Bush queda automáticamente excluido) salió la reelaboración de un peligroso concepto totalitario: la identificación de un partido con la nación. Oponerse a la política de Bush pasó a ser, sencillamente, antipatriótico. Una colaboración, directa o indirecta, con el enemigo. Este concepto está enraizado en la cultura política cubana desde la última guerra independentista. Es uno de los focos del pensamiento que ha dominado nuestra vida civil desde los debates contra el autonomismo y el anexionismo, pasando por nuestros presidentes constitucionales, nuestros dictadores de la etapa republicana y, por último, Fidel: el parto de los montes de un siglo de mentalidad y acción revolucionaria.