Ramón Alejandro
Aparte de Laroye, que es otro de los numerosos nombres del mismo Eshu-Elegguá, lo de Anita y lo del Coco para mí que era un invento de Severo, porque nunca supe de ningún otro santero que lo invocase con esas palabras. O quizás fue una burla del mismo babalao que le dió sus Guerreros, lo cual en ese contexto no tiene la más mínima importancia, porque esa ambigua divinidad es reconocida por sus propios fieles por las sangrientas burlas que les suele jugar. Una religión del absurdo, gracias a la cual Severo se complacía adorando al gigante de la literatura latinoamericana a través de esa imagen popular del Orisha que cualquier turista de paso puede comprar en los mercados atiborrados de baratijas y souvenirs de la bulliciosa ciudad de San Salvador de Bahía. Derrisión y despreocupada blasfemia. Burla de sí mismo y de todo, pero en su fuero interno un acendrado respeto por la palabra escrita. Ese Logos que Berechit* flotaba sobre las aguas del Caos. Y todo lo demás era, como cantaba La Lupe; "puro teatro". La dependencia afectiva e intelectual de la que adolecía Severo en relación a La Momia era extraordinaria. Por eso al enterarse de que lo estaba perdiendo al haberse conseguido a otro más joven que lo trajinaba mejor después de tantos años de darle regularmente sus fieles servicios, Severo no pudo menos que acudir a las artes de un palero que dirigiera eficazmente su "trabajo" de manera a desatarle la existencia al intruso jovenzuelo omaní. El trabajo movilizó el poder del Mpungu Sarabanda Siete Rayos, pero como les sucede muy a menudo a los mayomberos insuficientemente experimentados, el conjuro se le viró. Por eso se le pudrió la sangre y fue a pasar mansito a manos de Yansa y se tuvo que ir de este Valle de Lágrimas dejándole en ofrenda, su ebbó, toda su carrera y sus triunfos parisinos a la vera del portón monumental desde donde ella rige la entrada al camposanto. Como si fuera otra de esas cestas repletas de berenjenas ofrecidas por los devotos en el sigilio de la madrugada para apaciguar a la Santa de las dos espadas y Dueña de la centella, que al amanecer aparecen en la intersección de la Calzada de Zapata y 12, a la entrada del Cementerio de Colón.
De nada le sirvió tirarlo todo a relajo, ni las mismísimas doctrinas tibetanas de la insubstancialidad de todos los fenómenos. Como había leído tanto sobre las doctrinas de la filosofía oriental, y como nunca me tomaba en serio, porque como cierto día me dijo en un acceso de soberbia, para él los pintores como Feito y yo, éramos "una par de cocineras gallegas" incapaces de pensar, porque para pintar como para cocinar bien, solo era necesario "tener mano", y que los únicos intelectuales de verdad eran los escritores como él. Después de mucho despreciarme diciendo que eso que yo hacía no era budismo, de repente me miró muy serio, y me espetó con magistral tono: "Sí, eso que tú practicas es budismo". Porque parece que el natural miedo a la muerte lo hizo finalmente acceder a que yo le enseñase a recitar el mantra que hacía algunos años venía practicando y del cual en diversas ocasiones le había hablado. Entonces fue que me llevó por primera vez a ese apartamento de Montparnasse, ya que siempre había ido a visitarlo a su apartamento de Sceaux situado en la periferia acomodada del sur de París, o en la bella propiedad de San Leonardo, suntuoso castillito, cerca de la ciudad de Senlis con su misteriosa cateral gótica, situada en medio de los bosques y prados que inspiraron sus bellos paisajes al célebre pintor Corot. No lejos del castillo de Chantilly. Ya él estaba bastante mal de salud, y mientras cenábamos en un restorán hindú de las inmediaciones de Montparnasse, me fue contando la intensa vida erótica que últimamente llevaba con una pandilla de jóvenes portugueses que frecuentaban los cafés de la Rue de la Gaité, no lejos de allí. Y a pesar de cierta duda que me invadió sobre el hecho de no estar completamente seguro que según lo que me refería, él estuviese tomando las precauciones que se imponían para proteger la salud de esos desprevenidos muchachos, no quise pedirle cuentas. Y poniendo de lado mis escrúpulos, me limité a escuchar la epopeya de sus últimos disparos en al campo de las batallas del amor. A su conciencia se lo tenía que dejar, puesto que esa delicada responsabilidad no era de nadie más que suya. Al llegar al apartamento me llevó enseguida ante su heteróclito altar. Detrás del Eshu Trancarrúa de su corazón estaba una valiosa estatua de Avalokiteshvara con sus numerosos brazos dispuestos en abanico alrededor de sus hombros. Tenía como dos pies de altura y conservaba trazas de la hoja de oro y de su policromía original. Se la había regalado La Momia, y naturalmente, tal cual a través de su modesto Eshu Severo veneraba la pluma de Jorge Amado, a través del Avalokiteshvara se sentía la veneración por la pátina de las viejas culturas extintas o en vías de extinción, y el valor económico que representan los vestigios de esas vetustas religiones, como objetos de colección y mercancía de anticuarios. Parte del "haber" de la burguesía ilustrada del occidente victorioso.
La religión de La Momia era esta veneración del prestigioso pasado y del valor comercial de los objetos de arte. Su regalo también era a imagen de su fe. Después del inicial showcito con su maraquita que me hizo me preparaba otro todavía mejor, porque apenas que hubimos valorado los diversos objetos de culto de su altar doméstico, y en cuanto nos dispusimos a recitar el mantra que yo quería enseñarle, se puso a sacudirse como santero que entra en transe, y decir que aquello era demasiado fuerte, y que había escuchado como el marco de madera de la ventana se había puesto a crujir, y no sé cuantas fantasías más que me hicieron comprender que Severo lo estaba tirando todo a choteo, y preferí abandonar ahí mismo la experiencia. El miedo a La Pelona le provocaba una actitud muy desafiante, y se complacía en ostentar provocadoramente su altanero desafío a La Muerte ante aquellos que sentían natural respeto por las últimas instancias de nuestra existencia. Sobre todo ante mí, por saberme sensible en este punto. Ya que Catherine mi compañera de dieciocho años y madre de mis dos hijos murió apenas cuatro meses antes que él de la misma plaga. Frecuentemente se reía a costa mía de mi respeto por La Muerte. No nos volvimos a ver más los tres juntos después de su último vernissage en la Galería Lina Davidoff del Boulevard de Saint-Germain-des-Près. Al día siguiente me enteré por la propia boca de Catherine que ella también estaba infectada por el sida. A partir de ese momento Severo no quiso que yo viera la degradación de sus facciones y me hablaba exclusivamente por teléfono con bastante frecuencia. Se divertía sobrecogiéndome con maliciosa facilidad con sus frecuentes desplantes sacrílegos y sus fanfarronadas metafísicas.
Cuando le llevé a su oficina de las Ediciones Gallimard, en la Rue du Bac, nuestro libro "Corona de las frutas" recientemente publicado por Cahiers des Brissants, con cuatro litografías acompañando diez décimas suyas, después de mirarlas muy detenidamente y de leer en voz alta algunos de sus propios versos, me dijo muy serio: "Funerario, como todo gran arte". Y me invitó a cruzar con él la Rue du Bac que en esa parte es bastante ancha. Y mientras atravesábamos fuera del paso peatonal y sin tomar en cuenta las señales del semáforo, sorteando imprudentemente el intenso tráfico, gritaba a voz en cuello; "si me arrollan ahora voy a armar un reguero de sangre que le voy a pegar el sida a todo París". Y pocos instantes después, bebiéndonos sendas cervezas en un bar de la acera de enfrente de su prestigioso sitio de trabajo, haciéndose el indiferente y con agresiva desenvoltura me hablaba del suicidio de François Lunven, un querido amigo mío, pintor de mucho talento, que cierta vez le pidió que le escribiera un texto sobre su pintura, y decepcionado por la respuesta negativa de Severo, aunque también por muchas otras razones, aparte de ser esquizofrénico, se tiró al vacío desde la ventana de su estudio que estaba en un séptimo piso, con solamente veintinueve años. La opinión de La Momia era crucial en estos trances. Era su amigo quien juzgaba si ese texto le iba a beneficiar en algo a su prestigio o iba a comprometer su reputación como crítico de arte. Severo no se atrevía a gustar de algo sin recibir el visto bueno de su sesudo amigo, porque dudaba dolorosamente de su propio juicio e iniciativa. Si la obra en cuestión no se refería a algún valor firmemente establecido, sufría fuertemente del temor a equivocarse. La Momia fue hijo de un filósofo bastante reconocido, aunque no de los más brillantes, de la intelectualidad francesa de su tiempo. Y confesaba modestamente sólo tener tres amigos en París, Roland Barthes, Michel Foucault y Philippe Sollers, es decir sencillamente la tres lumbreras que más brillaban en el candelero cultural en ese momento.
Tanto como la muerte de su hermanita menor siendo él todavía muy joven, una experiencia de su adolescencia lo hizo tomar esa conciencia de La Muerte que tuvo tan acendrada durante toda su existencia. Había ido desde por la mañanita con un grupo de amiguetes a pasar el día a la playa de Guanabo. Al volver de tarde, uno de ellos no estaba ya con ellos ni hacía parte del mundo de los vivos. Se había ahogado y su cuerpo yacía en algún fondo marino sobre el cual era arrastrado por la corriente del Golfo hacia las inmensidades del Océano Atlántico. Dicen que la última vez que, como manda la Ocha, se le dió de comer su carnero ritual a Olokun. Eso fue en 1901 y los cuatro babalaos, cifra obligada que manda la Regla, salieron navegando desde el puerto de Matanzas mar afuera en un bote. Uno de los cuatro no volvió. Desde entonces no se le ha vuelto a dar de comer de nuevo. Nadie nunca supo como desapareció el Olowo. Resultó natural colegir que había sido el mismo ambiguo Orisha que sintetiza los dos géneros en su ser, y cuya cara si llega a ser contemplada por un hombre le provoca indefectiblemente la muerte quien se lo había llevado. Quizás el mismo Olokun se llevó también a ese joven compañero de Severo hacia sus predios del fondo del mar de donde nadie escapa, porque como dice su letra: "Nadie sabe lo que hay en el fondo del mar". Discípulo de tantas antiguas leyendas y viejas tradiciones, Severo confundía en su vigorosa lozanía y donaire la risa con el llanto. Y la más seria dedicación a su desarrollo artístico con el descoque más fútil. Me explicaba que la oración más eficaz era aquella que se hacía distraído, con la mente ocupada en otras cosas mientras se la recitaba. Afectaba despreciar todo sentimiento como superfluo en cuestiones de arte, y se burlaba de ciertos viejos cubanos amantes de la literatura que en Nueva York lo habían convidado a un recital, y como valoraban a la declamadora de los poemas por la manera "muy sentida" con la que los había proferido. Quiso prescindir del afecto y la falta de cariño lo mató, porque en su soledad, después de su jornada de trabajo a la que se aplicaba a la empeñosa manera en que trabajan los europeos, tal como La Momia le enseñó, su vacío interior se lo iba a llenar con esas cervecitas que se lo iban llevando hasta el baño de vapor de la Rue de Milan en donde buscaba su propio cuerpo olvidado sobre las arenas de las Playas del Este de La Habana de su juventud, entre los cuerpos desnudos que deambulaban buscando insignificantes caricias entre el tibio vaho del propicio sauna. En ese húmedo lugar en donde acechando disimulada entre las linfas, salivas, secreciones y jugos de algún apetitoso cuerpo semejante al suyo lo esperaba La Pelona que no perdona.
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*Au commencement, ("in principio").