

Una epidemia que asoló la zona, durante el verano de 1876, mató a decenas de habitantes de la región, negros y blancos por igual […]. Sin ánimo para soportar la visión de la esclavita que le recordaba a su difunta esposa, el hombre decidió regalarla a un primo que vivía en una finca del naciente barrio habanero de El Cerro […]. Caridad no sabía que iba a una quinta de recreo, un sitio destinado al reposo y a la contemplación. Observaba con recelo las haciendas junto a las cuales pasaba su carromato: palacetes de ensueño, rodeados de jardines y protegidos por árboles frutales. Por un instante olvidó sus miedos y prestó oídos a la conversación de dos capataces que guiaban el carromato. —Ahí vivió doña Luisa Herrera antes de casarse con el conde de Jibacoa —decía uno—. Y aquella es la casa del conde de Fernandina —indicó hacia otra mansión, adornada por un jardín lateral y un poderoso frontón al frente—, famosa por las estatuas de sus dos leones en la entrada. —¿Qué pasó con ellas? —El marqués de Pinar del Río las copió para ponerlas a un costado de su casa, así es que el conde se cabreó y mandó a retirar las originales. Mira, ahí están los leones del marqués... Aunque su vida hubiera dependido de ello, Caridad nunca habría podido describir la majestuosidad de la verja custodiada por aquellos dos animales —uno dormido, con su cabeza descansando entre las patas, y el otro aún soñoliento—; tampoco habría sabido dar una descripción exacta de los vitrales elaborados con rojos sangrientos, azules profundos y verdes míticos, ni de las rejas bordadas que protegían los ventanales, ni de las columnas de esplendor romano que resguardaban el portal. Carecía de vocabulario para eso, pero su aliento se detuvo ante tanta belleza. (Continúa...).