Rosie Inguanzo
Transcurre el sueño: M., quien había sido muerta tiros y estrangulada por su ex marido aquí en Miami, surgía de entre el tumulto y me tomaba de la mano señalándome hasta cierto punto hacia donde debía ir. Se veía tan dichosa y serena en el vestido estampado con flores amarillas; su cara linda y despejada, su gesto cómplice. Traté de aferrarme a su mano conjeturando explicaciones, buscándole los ojos. La casa también estaba adornada de amarillo, un coro de niños alineados, vestidos de dorado refulgente y con gorros piramidales amarillos me saludaron en la entrada, jarrones y flores amarillas, manteles de amarillo satín, cortinas de encaje y lino amarillos, la luz blanca de afuera filtraba el dorado de los objetos aquí y allá amarilleándose. Me recibieron con distinción y me susurraron algo al oído, algo que he olvidado. Dos mujeres se acercaron a mí; mientras una murmuraba frente a mi rostro la otra me colocaba una semillita diminuta en el nódulo de la oreja. En menos de diez segundos empecé a elevarme del suelo, imantada por las alturas fui directamente a tocar las paredes altas, moviendo mis piernas como si dibujara el aire. Algo más: yo cambiaba un cuadro vivo que colgaba siniestro; imágenes del desastre de la guerra obedecían al registro de mi mente. Yo tenía poder sobre las figuras y probablemente sobre los seres. No sabía lo que esto significaba, pero mi actitud diáfana surtía un efecto sobre el sangriento cuadro que tornábase en cuajos de pintura, en juegos de color, en vuelos de óleo. Antes que pudiera reflexionar sobre mi circunstancia, ellas me regresaron con ternura y me deshicieron del vuelo. Pero algo de las alturas se quedó en mí, algo de expansiva levedad traje del sueño, de aérea perplejidad y mística poderosa.