
Rosie Inguanzo
P.M. (1961), de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, aún vibra como alternativa al arte comprometido. El film se hace en medio del conflicto bélico y la militarización popular que a partir de ese momento caracterizaría a la sociedad cubana hasta hoy. No obstante, el modesto documental no alude nada del acontecer político. Sus detractores de entonces no pasaron por alto que la omisión ya era un acto de rebeldía (digamos, de libertad artística). Y ahí es donde gravita el meollo de la censura. ¿Qué si la censura impuesta al filme ventilaba rencillas personales entre cineastas y dirigentes como Alfredo Guevara? Lo que no resta importancia a la repercusión política de la reprimenda: el cierre del periódico Lunes y el célebre discurso de Castro donde dejaba claro el corte estalinista de su régimen. El valor de P.M. estriba en que capta la belleza azarosa de la noche habanera. El lente aleatorio no pretende más que recoger un pedazo de esas vidas de obreros que salen de noche a beber y a bailar, a sabrosearse. Ahí está el carácter nacional (que quizá no es el que deseamos ver; mucho menos el que se proponían proyectar los detractores del cortometraje: la imagen del hombre nuevo y las jovencitas alfabetizadoras metidas en la manigua). Ahí está el jolgorio marginal de los trabajadores del puerto y sus familias, donde nada es fingido para la cámara, donde queda expuesta la alegría infeliz de las gentes, incluso, el candor de sus lasitudes. Mientras una nación había de sentir o fingir compromiso con el proceso revolucionario y el arte debía fungir como propaganda, P.M. observa al desnudo la decadencia de una noche casual, sin atavismos, pose, ni (¡ah pecado!) compromiso.