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Roberto Luis Savino
Encrispa vivir de las noticias; de esos titulares que igual avisan del cumpleaños de una anciana centenaria que de un Varela enloquecido. Y sin embargo a eso me resigno ahora que he salido de Miami, teniendo que adentrarme al mundo de quimeras que es el periodismo fast-food, donde ya no se habla de la cuestión del día, sino del minuto. Se le añade a esta "insoportable levedad" el tener que desempeñarme – de manera casi forzosa – como agregado no sólo político, económico y cultural, sino científico, de esa caprichosa región surfloridana. Mis funciones diplomáticas requieren de una buena dosis de mantequilla consular, ya que no es fácil escabullirse sin perder cierta noción de la honra, cuando se me preguntan detalles de la vergonzosa pelea entre FIU y UM durante un partido de football. O, por ejemplo, cómo es posible que el presidente de FIU, Modesto Maidique, se las arregló para tirar por la cañería esos $40 millones ($20 donados y $20 del Estado) para la facultad de medicina. Para Seattle, la "ciudad más educada" y una de las más civilizadas del país, Miami es demasiado ruidosa y caótica, siempre plagada de escándalos y amenazas de huracanes. Un reino anárquico donde continuamente se irrespetan las leyes de tránsito, donde el ciudadano no integra la ciudad, sino que se aferra a ella como una garrapata. Sólo la playa nos salva, pero yo insisto. Tiene cosas buenas, les aseguro sin tener una respuesta convincente a esa pregunta que se nutre de cierto orgullo: " How do you manage to live in such a crazy city?". Me resulta complicado explicar las bondades de Miami a alguien que no conoce Caracas, Bogotá, Río de Janeiro, La Habana, el D.F., Quito, Santo Domingo o San Juan. ¿Cómo traducir que, para mí, Miami es un perro manso y, a veces, hasta cariñoso? Pero cuidado: si lo dejas sin comida o le aprietas demasiado la cadena, igual se voltea y te pela los dientes, como el deja-vú de un amargo recuerdo de Lima o Managua.