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Ernesto Fundora
Miami: nada mejor se ha construido sobre un pantano. Animosa misión: fundar sobre arenas movedizas colmadas de reptiles y depredadores, mangle y ciclones. Tiene esa ciudad la rara virtud de sobrevivir muchas contiendas naturales, superar enésimas agonísticas y brillar con luces encandiladoras -el sol se presta fácil para hacer restallar al ojo absorto y contagiarlo con disímiles y hasta epidérmicos esteticismos. Miami, la joya blanca y sureña de los Estados Unidos, pese a su cercanía con Cuba, sirve de antítesis a la perla mestiza del Caribe: como la otra cara, digamos que la menos herrumbrosa, de una misma moneda. Ciudad balnearia curtida por múltiples efluvios -colirio que el ojo agradece-, adscrita a una humedad casi erógena y catártica en lo acuoso; de apariencia llana, parece pulcra pero no es límpida. Su pasado turbio dimana erosivo en la persistencia de sus vicios públicos y en la terquedad de sus instituciones que, tras una apariencia demagógicamente latina, ocultan y traslucen lo imperiosamente norteamericano de su esencia: modernas y antiguas a la vez, liberales y racistas, democráticas y rígidas, tesoreras más que humanistas. Crisol de mezclas culturales, heterodoxa en su cosmopolitismo y ortodoxa en su jerarquía, Miami es muchos "Miamis". El del Indio fundacional que se asentó en las márgenes del río del cual deriva su nombre. El de los indios Mikasuki y Seminole (anglicismo de cimarrón) atrincherados desde hace tres siglos en el pantano, hábiles en amaestrar fieras, cobrándole factura histórica al anglosajón. El de Henry Flager construyendo hoteles y el ferrocarril que enlazaría al este con el oeste -delirio expansionista que superaba plagas y epidemias. El Miami de los hospicios de ancianos judíos, el de la burguesía cubana republicana que emigró huyéndole a Fidel Castro y al comunismo y el de la mafia italiana que se instaló desmarcándose de la pupila insomne del FBI.