
Por Amílcar Barca
Estoy cocinando una crema de calabaza para nueve personas. Es mi turno. El verano del setenta y cuatro entra hoy. Hay vino blanco que trajo Álvaro y voy a servirlo en una mesa alargada de madera, como si estuviera en un kibutzim. Durante la cena, Jesús y Frank exponen su parecer sobre la anti-siquiatría, mientras Eulogio y Alexandra friegan las cazuelas de barro. En la sala comunitaria suena Pink Floyd. Y con los ojos oscuros por el cansancio y el tabaco, Lina lee Los cantos del Maldoror. En el sofá, Luis Mari trabaja sobre el guión de su último cómic underground. Con su sonrisa achinada y su lascivia, Ana me sugiere la necesidad de saber de mí, entre el abrigo de su cama (la semana anterior lo hizo con Joaquín). La noche se ha impregnado de sudor, preguntas y una conversación sobre la igualdad de géneros. A la mañana siguiente: “No hay calzoncillos en el armario”, le dije con la voz del alba en la garganta. “Entonces sé consecuente y ponte aquellas bragas rojas” me contesta. Fue quizás la anécdota más destacada en un tiempo donde creímos que todos teníamos que ser iguales. Fue una alternativa nueva que daría paso de la familia a la comuna. La experiencia valió la pena; el resultado no. Hoy vivo sólo, sin esa sonrisa achinada que me reclame, ni el alboroto de una vajilla al poner la mesa. Lo noto en mis cenas solitarias, bajo la humedad del espacio donde habito.